Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal

Thursday, July 27, 2006

Salvando el alma del liberalismo clásico

Nota del editor: Artículo escrito por James M. Buchanan, Premio Nobel de Economía 1986. Este ensayo se publicó originalmente en el Wall Street Journal el 1 de enero de 2002. El texto consignado corresponde a la versión traducida por Constantino Díaz-Durán para el Cato Institute. Buchanan es Académico Asociado Distinguido del Cato Institute.


La década de los 1950 fueron días oscuros para los liberales clásicos. La idea del gobierno grande era tolerada a lo largo y ancho del espectro político en las naciones occidentales. En esos años mi colega Warren Nutter solía decir que “salvar los libros” era el objetivo mínimo de los liberales clásicos. Al menos teníamos que mantener las ideas liberales impresas. Friedrich von Hayek, el gran defensor del libre mercado, amplió la noción de Nutter a “salvar las ideas.”

Ambos objetivos se han logrado. Hoy se siguen leyendo libros liberales y las ideas que contienen son mejor entendidas que a mediados del siglo XX. Hoy, por ejemplo, la mayor parte de los estadounidenses pensantes saben que el corazón del liberalismo clásico yace en el entendimiento de que el avance del individuo puede traer consigo más bien que cualquier proyecto que se enfoque en la colectividad. Muchos también entienden intuitivamente que el liberalismo clásico tiene muy poco que ver con el “liberalismo” de la posguerra difundido por la izquierda norteamericana.

A pesar de estos éxitos, nosotros—los liberales verdaderos—no nos hemos preocupado por salvar el alma del liberalismo clásico. Los libros y las ideas son necesarios, pero no son suficientes, por su propia cuenta, de asegurar la viabilidad de nuestra filosofía. No, el problema está en la presentación de las ideas.

De manera que, por ejemplo, durante su presidencia George H. W. Bush se refirió despectivamente a “esa cosa de visión” cuando alguien intento comparar su posición a la de Ronald Reagan. La “brillante ciudad en la colina,” la idea puritana que Reagan invocó para llamar atención hacia el ideal estadounidense, le resultaba extraña a Bush. Bush no entendió lo que Reagan quería decir y no supo apreciar por qué esa imagen resonaba entre el sentimiento público.

En cierto sentido, podríamos decir que Ronald Reagan estaba tocando una parte del alma norteamericana que Bush ignoró. La distinción crítica entre aquellos cuyo horizonte de la realidad emerge de una visión comprensiva sobre lo que puede ser y aquellos cuyo horizonte se limita pragmáticamente a percepciones actuales, se hace clara en esta comparación.

Mi tesis principal es que el liberalismo clásico no puede asegurarse suficiente aceptación pública si sus defensores vocales se limitan a este segundo grupo de pragmatistas que sólo preguntan “¿funciona?” La ciencia y el interés personal sin duda prestan fuerza a cualquier argumento, pero también se necesita un ideal, una visión. La gente necesita desear algo con vehemencia, algo por lo cual luchar. Si el ideal liberal está ausente, habrá un vacío que será suplantado por otras ideas. Los liberales clásicos han fracasado, singularmente, en el entendimiento de esta dinámica.

No es porque no tengamos material con qué trabajar. Los escritos de Adam Smith y sus colegas crearon, por ejemplo, una visión coherente y comprensiva de un orden de interacción humana. ¿Qué puede ser más persuasivo que la descripción que Smith hace de la mano invisible? Estos poderosos argumentos por la libertad y la primacía del individuo aún tienen el poder de resonar hoy.

Precisamente debido a que permanece potencial, no realmente alcanzable, es que la visión clásica de la libertad individual satisface un deseo humano generalizado por un ideal supra-existente. El liberalismo clásico comparte esta cualidad con su archienemigo que además es más nuevo, el socialismo, ya que éste también ofrece una visión comprensiva que trasciende tanto a la ciencia y al interés personal que sus defensores ocasionales presentaron como características propias del socialismo. Es decir, tanto el liberalismo clásico, como el socialismo, tienen almas, a pesar de que sus espíritus promotores son categórica y dramáticamente distintos el uno del otro.

El problema acá yace en los pensadores principales. Pocos socialistas disputan la sugerencia de que un principio motivador, un ideal, está en el centro de toda la perspectiva socialista. Pero muchos que profesan ser liberales clásicos han parecido dubitativos al afirmar la existencia de lo que yo llamo “el alma” de su posición. A menudo parecen buscar una cubierta exclusivamente “científica” para su defensa, al lado de una referencia ocasional al interés propio iluminado.

A los liberales clásicos de hoy parece darles vergüenza admitir que hay un atractivo ideológico—incluso un romance—que el liberalismo clásico, como filosofía de vida, puede poseer. Mientras la posición actual puede ofrecer una satisfacción interna a los individuos que cualifican como conocedores, es sumamente dañina cuando se trata de ganar la aceptación pública del liberalismo.

Aquí, como en otros casos, los economistas políticos se enfrentan al fenómeno de que “cada hombre es su propio economista.” La evidencia científica por sí sola no puede hacerse convincente; debe estar suplementada con convicciones e ideales. Todo hombre se ve a sí mismo como su propio economista, pero todo hombre también retiene un deseo interno de participar en una comunidad idealizada, la utopía virtual que incluye una serie de principios abstractos.

Los liberales clásicos deben entender que su trabajo es más difícil que el de los científicos naturales. El físico o el biólogo no tiene que preocuparse por que el público acepte sus descubrimientos experimentales. El público necesariamente confronta la realidad natural y negar inmediatamente esta realidad sensible es entrar a la sala de los tontos. No vemos a muchos tratando de caminar a través de paredes, o sobre el agua.

También es importante observar que sabemos que podemos utilizar los aparatos tecnológicos modernos sin entender sus almas, o los principios fundamentales de su operación. Yo, personalmente, no necesito conocer el principio sobre el cual la computadora me permite poner palabras sobre la página. Compare esta posición—simple aceptación del funcionamiento de la computadora—con la de un participante ordinario en el nexo económico. El último puede, por supuesto, simplemente responder a las oportunidades confrontadas como comprador, vendedor, o empresario, sin siquiera cuestionar los principios del orden de interacción que generan estas oportunidades. A otro nivel de conciencia, sin embargo, el participante debe reconocer que este orden emerge de las decisiones políticas del hombre.

Es sólo a través de un entendimiento de, y una apreciación por, los principios motivantes del orden extendido del mercado que un individuo puede abstenerse de acciones políticas insensatas. Quienes promueven leyes de salario mínimo, control de rentas, o inflación monetaria, lo hacen porque simplemente no entienden la acción individual o el mercado. El científico en la academia que entiende esos principios debiera ser un defensor de los principios liberales clásicos. Pero los científicos económicos por sí solos no poseen la autoridad de imponer sus propias opiniones; la ciudadanía en general también debe ser incluida en la ecuación.

El Ascenso de los Colectivistas

La economía política clásica, como se enseñaba en las primeras décadas del siglo XIX, y particularmente en Inglaterra, capturó las mentes de las masas. Los promotores del liberalismo clásico fueron capaces de presentar una visión tan convincente que su alma logró ganar el apoyo necesario para grandes reformas políticas. Piense en la revocación de las leyes de maíz en Inglaterra, un paso que sin duda fue difícil. Después de todo, ¿por qué debe Inglaterra dejar de proteger a sus agricultores? Fue sólo al presentar la visión más grande del libre mercado que quienes se oponían a las leyes del maíz lograron convencer a los legisladores. Cuando los reformistas prevalecieron, la revocación cambió el mundo.

Sin embargo, en la segunda mitad del siglo XIX el movimiento liberal perdió su camino. En 1848, Karl Marx publicó su Manifiesto Comunista y los atractivos poderosos del socialismo hicieron que el liberalismo pareciera una luz débil. A partir de ese momento los liberales clásicos se atrincheraron en una posición de defensa, luchando continuamente contra las reformas promulgadas por los soñadores utilitarios. La libertad individual dejó de ser el enfoque.

Los colectivistas reclamaron la sabiduría superior; la vida se convirtió en la búsqueda de la felicidad de la colectividad. Auxiliados y escudados por los idealistas políticos inspirados en Hegel, estos nuevos intelectuales se apartaron de la noción de realización personal a la de la psiquis colectiva. El ideal del socialismo tuvo tal éxito que llevó a grandes cambios políticos e institucionales—incluso cuando la experiencia de la historia comprobó que contiene fallas profundas. ¿Qué, si no el poder del ideal socialista, puede explicar su longevidad en Rusia e incluso partes de Europa Occidental?

¿Qué diferencias son, entonces, las que estamos señalando acá? La diferencia categórica entre el alma del liberalismo clásico y la del socialismo es que una idealiza al individuo mientras la otra al colectivo. El individuo está, de hecho, en el centro de la visión liberal: él o ella actúa para alcanzar metas que son mutuamente alcanzables por todos los participantes en la sociedad. Precisamente porque estas metas son internas, pertenecen a la conciencia de quienes toman decisiones y llevan a cabo acciones, los resultados que producen no pueden ser medidos ni son significativos como resultados “sociales.” Y sin embargo todos los números agregados que utilizamos están designados con lo “social” en mente: piense en las tablas de distribución que los analistas fiscales usan para presentar la carga fiscal de la nación, o la figura estándar de desempleo que los gobiernos presentan periódicamente.

En el momento en que sentamos un propósito “social,” incluso como objetivo, contradecimos el mismo principio del liberalismo. Pero los liberales clásicos sucumbieron. Ellos mismos han confundido la discusión, al afirmar que el orden idealizado y extendido del mercado produce una mayor cantidad de bienes valiosos que la alternativa socialista.

El invocar la norma de eficiencia en una forma tan cruda como esta, incluso conceptualmente, es entregar el juego completo. Casi todos nosotros somos culpables de esto ya que sabemos, por supuesto, que el mercado extendido de hecho produce más bienes. Pero la atención sobre cualquier escala de valor agregado oculta la característica principal del orden liberal: la libertad individual.

Claro que los liberales clásicos podemos defendernos bien incluso en el juego de los socialistas. Pero al hacerlo trasladamos nuestro propio enfoque al juego de ellos, no al nuestro, el cual debemos aprender a jugar bajo nuestras propias reglas y convencer a otros de que participen. Afortunadamente, algunos liberales clásicos modernos están empezando a replantear el terreno de juego al introducir—como en los deportes—tablas comparativas que hacen énfasis sobre la medición de la libertad en sí.

Pequeños Rompecabezas

El campo intelectual de la economía, tal y como es practicado y promulgado en este siglo, también ha hecho daño. En lugar de permitir que el estudio de la economía ofrezca una aventura intelectual genuina y emocionante, lo hemos convertido en una compleja ciencia matemática y empírica. Esta tendencia sólo se detuvo un poco durante las décadas de la guerra fría, cuando el reto continuo de luchar contra el comunismo motivó a liberales como Hayek y un número relativamente pequeño de sus colegas. Pero a partir de entonces la disciplina se ha convertido en solución de rompecabezas pequeños. ¿Cómo podemos revitalizar a la ciencia económica, especialmente para quienes nunca van a recibir entrenamiento profesional en economía?

La respuesta comienza con Ronald Reagan y su “brillante ciudad en la colina.” Reagan no podía resolver las ecuaciones simultáneas de la economía de equilibrio general. Su educación en economía se limitaba a cursos universitarios en Eureka College. Pero llevaba consigo una visión de un orden social que puede existir. Esta visión estaba, y está, construida sobre la noción de que “todos podemos ser libres.” A través de Reagan podemos ver que el “sistema simple” de Adam Smith, incluso si sólo se entiende vagamente, puede iluminar al espíritu, crear un alma que genere coherencia y una disciplina filosófica unificadora.

¿Qué más hay que saber acerca de la naturaleza del alma del liberalismo? Un elemento motivante en la filosofía liberal es, por supuesto, el deseo del individuo por ser libre del poder coercitivo de otros. Pero hay otro elemento en el alma liberal que es sumamente importante. Es la ausencia del deseo por ejercer coerción sobre otros. En el funcionamiento ideal del orden extendido del mercado cada persona se enfrenta a una opción sin costo de salida de cualquier mercado. La coerción de otros no existe; los individuos son genuinamente libres.

Claro que incluso hoy los mercados no son del todo libres, pero como ideal, este orden imaginado puede ofrecer el emocionante y relevante prospecto de un mundo en el que todos los participantes son libres de tomar decisiones.

Hay muchas imágenes de nuestra historia a la que podemos referirnos. Por ejemplo, mucho se ha hablado del espíritu pionero fronterizo estadounidense, pero ¿por qué fue la frontera tan importante—sobre todo en el primer siglo de la experiencia norteamericana? Era importante porque simbolizaba la libertad liberal. La interpretación económica apropiada de la frontera yace en su garantía de una opción de salida, cuya presencia limita dramáticamente el potencial de explotación interpersonal. Hoy, la frontera territorial está cerrada, pero el órden operacional del mercado actúa precisamente en la misma manera que la frontera; le ofrece a cada participante opciones de salida en cada relación.

Para restaurar el alma del liberalismo tenemos que dar un par de pasos hacia atrás. Pequeñas “victorias” liberales en detalles de política legislativa no son suficientes. Como tampoco lo son los éxitos electorales de quienes hasta cierto punto apoyan los principios liberales. Sólo porque logramos prohibir el control de rentas en nuestra localidad, o elegir a un Ronald Reagan como presidente, no podemos decir que el liberalismo clásico informa los comportamientos públicos. Los liberales clásicos literalmente “se durmieron” durante la década de 1980, y siguieron durmiendo tras la muerte del socialismo. El resultado es que hoy por hoy los sentimientos públicos se inclinan más hacia el estado paternalista o hacia regímenes mercantilistas, buscadores de rentas, no hacia ideales liberales.

Nuestra tarea más importante hoy es crear una nueva visión, una nueva alma, para el liberalismo. No estoy sugiriendo que nuestra atención debe dirigirse al diseño de paquetes políticos “todo-incluido.” La política, por lo general, procede de manera lenta, paso a paso. Lo que sugiero es que nosotros, quienes enseñamos el liberalismo, nos enfoquemos en la visión, la constitución de la libertad, en lugar de cálculos utilitarios meramente pragmáticos que muestran que el liberalismo produce mejores resultados cuantitativos que las economías politizadas.

En otras palabras, los liberales no deben acomodarse y decir “nuestro trabajo está hecho.” La organización y la bancarrota intelectual del socialismo en nuestros tiempos no ha removido la relevancia de un discurso renovado y continuo de filosofía política. Necesitamos el discurso para preservar, salvar y recrear lo que podemos adecuadamente llamar el alma del liberalismo clásico. Sin un entendimiento generalizado de los principios que lo organizan, el orden extendido del mercado no va a sobrevivir.

Sunday, July 23, 2006

Introducción a los fundamentos filosóficos del liberalismo

Nota del editor: Esta es una reseña del libro "Introducción a los fundamentos filosóficos del liberalismo" escrito por el chileno Francisco Vergara (Alianza Editorial, Madrid 1999). La reseña ha sido elaborada por Doris Lamus Canavate, profesora universitaria, investigadora y socióloga de la Universidad Autónoma del Caribe y Magister en Ciencias Políticas en FLACSO - Ecuador.


El autor afirma que frente a la general creencia de que el pensamiento y las prácticas ultraliberales corresponden a las doctrinas liberales clásicas del Siglo XIX, es decir, al pensamiento de Smith y Turgot, (las dos figuras más importantes de la época), la defensa de los principios del ‘Estado mínimo’, entre los más destacados de este pensamiento, corresponden a las doctrinas prevalecientes en la economía y la filosofía del Siglo XIX. Turgot y Smith son las fuentes del liberalismo moderno; de examinar su doctrina se ocupa en su obra, la cual estructura alrededor de las fuentes del liberalismo: el liberalismo utilitarista y su doctrina de la libertad y el derecho natural, para luego pasar al ultraliberalismo y cerrar, finalmente, con una crítica al liberalismo, especialmente desde los nuevos derechos del hombre y la crítica utilitarista, keinesiana y marxista al liberalismo.

La tesis central de la obra es que el liberalismo clásico, el del Siglo XIX, no contiene los criterios o preceptos que hoy se exponen como ‘neoliberalismo’, los cuales sustentan políticas económicas mundiales muy apreciadas por instituciones como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial que, a su vez, despiertan las más agudas críticas desde otras orillas.

La virtud fundamental del libro es, precisamente, volver sobre las fuentes, puesto que una de las ausencias en el debate actual es la referencia a las obras de los autores sobre los cuales se discute. El segundo aporte de la publicación es brindar a los no iniciados, a los estudiantes y a los no formados en la filosofía y en la economía, en un breviario de 150 páginas, la discusión en forma sencilla y amena, pero basada en las fuentes: la tercera virtud.

Debe sí anotarse que cada una de las doctrinas aludidas tiene una tradición en la filosofía política, con diversas concepciones y posiciones aún dentro de una misma tradición que, además, cambian o son objeto de críticas si se miran desde las visiones y discusiones de hoy. Por ejemplo, el utilitarismo como principio de justificación de la acción política, así como de las instituciones que caracterizan una determinada sociedad, es hoy punto de partida para el desarrollo de la crítica de J. Rawls en Teoría de la Justicia (1972) y luego llevada a sus últimas consecuencias por R. Nozick, en Anarquía, Estado y Utopía (1974). En el caso del ‘derecho natural’ (ius naturale) o iusnaturalismo como se le conoce más comúnmente en la filosofía y la ciencia política, tiene también varias tradiciones y posiciones según la época. El iusnaturalismo moderno, es decir el de los siglos XVII y XVIII, pone el acento en los aspectos subjetivos del derecho natural y, por esta vía influye en las doctrinas políticas individualistas modernas. Derechos innatos, estado natural y contrato social son conceptos característicos del iusnaturalismo moderno, pese a las distintas maneras de entender estos conceptos. La discusión sobre las fuentes del pensamiento liberal clásico es pues tan importante como el debate contemporáneo2 , para tener una comprensión cabal tanto de las diferencias y semejanzas -labor en la que se concentra el autor que comentamos- como de los temas álgidos del debate hoy y su influencia en las decisiones mundiales de política económica y social.

A continuación procuramos resumir tres dimensiones centrales en el texto, con el ánimo de puntualizar aquello que es objeto primordial de su análisis: las semejanzas y las diferencias -sobre todo éstas- entre el liberalismo clásico del Siglo XVIII y el ultraliberalismo de los siglos XIX y XX.


El liberalismo utilitarista

El utilitarismo es una doctrina filosófica que identifica el bien con la felicidad: el bien supremo de la sociedad es la felicidad de la colectividad, mientras que la libertad es un bien subordinado: la libertad puede ser rechazada cuando entra en conflicto con la felicidad colectiva. Pero esta decisión está sujeta a diversos criterios, último o supremo, secundario o subordinado y “conocer los criterios últimos que proponen las diferentes doctrinas éticas es particularmente necesario cuando la humanidad está enfrentada a alternativas totalmente nuevas (como la posibilidad de prolongar artificialmente la vida, el trasplante de órganos, la manipulación genética, etc.). Los criterios últimos son igualmente muy importantes cuando se intenta codificar las leyes que se han ido acumulando, una a una, a menudo en un completo desorden (y en algunos países, durante varios siglos)” (p. 24).

La palabra felicidad es empleada por la tradición utilitarista para designar cualquier secuencia de estados mentales agradables (p.25) y la diferencia de la felicidad de los ascetas; se trata de la más terrenal de la filosofía clásica griega. No depende de la relación con Dios ni de un estado espiritual logrado con penosos ejercicios: es el resultado de las condiciones materiales que rodean al ser consciente. El liberalismo utilitarista sigue una tradición hedonista de la antigüedad que “preferencia los placeres intelectuales, pero sin desdeñar lo material, como, por ejemplo, disfrutar de buena salud física o -lo que nos interesa especialmente en economía- disponer de un mínimo de seguridad y prosperidad materiales” (p. 25).

El criterio ético utilitarista no es la felicidad del individuo que actúa sino la felicidad de la colectividad. El autor subraya esta idea invocando a Adam Smith, en La Riqueza de las Naciones. Recomienda que cada uno se guíe por su interés personal exclusivamente cuando éste contribuya al interés colectivo. Una de las confusiones que señala el autor es creer que el primer deber es buscar la propia felicidad, es decir, proponer el egoísmo como principio fundamental. “La razón última por la cual debemos buscar nuestra felicidad personal es promover mejor la de la colectividad” (p. 31).

La denominación de ‘utilitarista’ y sus diversos usos ha llevado también a desvirtuar el sentido originario del término. El autor intenta hacer algunas precisiones, siguiendo los argumentos de G.E. Moore en su Principia Ethica: “La principal razón para adoptar el nombre de utilitarista fue, indudablemente, la de hacer hincapié en el hecho de que la conducta recta o errónea debe ser juzgada de acuerdo con sus resultados, (...) en oposición a la concepción estrictamente intuitivista de que ciertas vías de acción son rectas y otras erróneas, sean cuales puedan ser sus resultados”3 .

A partir del Siglo XIX, los economistas ingleses y alemanes estudian la teoría económica de manera más analítica y formal que los de la etapa anterior y algunos se distancian definitivamente de sus presupuestos básicos. El nuevo paradigma de análisis supone un “conjunto de individuos que buscan maximizar algo llamado ‘utilidad individual’ y trata de decidir, lo más rigurosamente posible, de qué manera se comportaría una sociedad compuesta de tales individuos. Se denominarán algunas veces marginalistas, por el uso de los conceptos de productividad y utilidad marginal entendidos como factores que explican el valor o el precio. También se les ha llamado neoclásicos4 para destacar su continuidad -o discontinuidad- con la parte analítica de la economía política clásica.” (P. 32-33). El frecuente uso de términos como teoría de la utilidad, utilidad marginal, entre otros ha llevado a confundir esta nueva economía basada en la teoría pura del consumidor, con la doctrina ética llamada utilitarismo, afirma el autor (p. 33).

Hechas estas precisiones conceptuales, pero también filosóficas, Vergara llama utilitaristas únicamente a los autores que se adhieren a la doctrina ética que considera la felicidad de la colectividad como el criterio supremo del bien y del mal. Así pues, aunque haya neoclásicos utilitaristas, no son tales quienes no compartan este criterio. Todo autor, dice Francisco Vergara, que se refiera a un cálculo de penas y placeres, o de satisfacciones e insatisfacciones, no es necesariamente utilitarista y es un error extender a todos ellos este apelativo. El cálculo de placeres y penas de Bentham no consiste en sopesar qué bien le brindará más satisfacción personal, sino cuál de dos leyes, o de dos instituciones, produce una mayor felicidad colectiva5 . (p. 34).

¿De qué manera esta doctrina utilitarista sirvió para elaborar un ideal liberal de sociedad? Veamos: como regla general, la libertad conduce, con mayor certeza que la coacción, a la felicidad colectiva. Esta es la idea central de esta doctrina y supone que la libertad es más útil para el género humano que la coacción. El cálculo de ganancia de los utilitaristas, fundamento último de la moral, los deberes y los derechos de los seres humanos, consiste en admitir que “la humanidad gana más dejando a cada individuo vivir como le plazca que obligándolo a vivir como les parece a los demás”6 .

Creemos que esta concepción de la libertad corresponde a la más clásica visión de la relación entre el individuo y la sociedad en un mundo moderno y civilizado. De acuerdo con ella, una institución es buena y digna de ser deseada si tiende a aumentar la felicidad de la colectividad; es decir, la libertad individual es buena o deseable en tanto aumente la felicidad general. Así, Mill concluye que la libertad individual produce, en su conjunto, un incremento de felicidad de la sociedad. (p. 37).

Uno de los aspectos álgidos de discusión con los ultraliberales es el del papel del Estado en el desarrollo de la economía. Según la doctrina utilitarista, “el Estado está sujeto al mismo imperativo ético que el individuo: tiene el deber de hacer todo lo que contribuya a incrementar la felicidad colectiva” (p. 45). Hay un conjunto de actividades o acciones que favorecen la felicidad y que los individuos realizan o satisfacen sin intervención del Estado; sin embargo, hay otras útiles y necesarias que nadie asume a menos que el Estado lo haga. Estas tareas son regularmente aquellas que no producen lucro o ganancias particulares. Recuérdese que los ultraliberales se oponen, por regla general, a que el Estado emprenda ese tipo de tareas que para los liberales clásicos como Adam Smith son tan importantes.


El derecho natural y el liberalismo

Un segundo criterio ético para juzgar si las instituciones y leyes de la sociedad son buenas o malas, es el de la doctrina del derecho natural. Sus defensores no creen que obtener o propiciar el máximo de felicidad sea un criterio válido para decidir sobre la bondad de las instituciones. Pero, ¿qué es el derecho natural? La voluntad de Dios o de los dioses, para unos; la conformidad con las leyes de la naturaleza, para otros; lo que dicta la razón a priori, la razón universal o la razón natural (p.60). En otros términos, el derecho natural es el conjunto de leyes y normas que responden a un fundamento último en una voluntad sobrenatural, en la razón o en la naturaleza humana. ¿Cuál es la manera de conocer un problema con la exactitud que exige la redacción de una ley o la adopción de una decisión política o social en una situación compleja, a la luz de esta doctrina? Sobre los caminos posibles a seguir, no nos detenemos; vayamos a aquellos aspectos en que el autor enfatiza en las semejanzas y diferencias entre esta doctrina y la de los utilitaristas y el ultraliberalismo.

Lo que caracteriza y distingue a los liberales partidarios de la razón humana y del derecho natural es su toma de partido en favor de la libertad, en sus razonamientos jurídicos y deductivos (p. 66). En el utilitarismo se clasifican las acciones humanas en dos categorías: las que producen efectos únicamente sobre quien actúa y las que afectan a los demás. El derecho natural también hace una distinción en los tipos de acción: las que no violan los derechos y las que sí lo hacen. Las primeras corresponden al dominio de la libertad. El segundo grupo de acciones son prohibidas. En la doctrina utilitarista las acciones que afectan a los demás y pueden ocasionarle daño “no se prohiben sino que caen sistemáticamente bajo la jurisdicción de la sociedad que deberá deliberar (en función de un cálculo de utilidades) si se les autoriza, reglamenta o prohibe” (75-76).

La expresión popular “la justicia consiste en dar a cada uno lo que se le debe como derecho”, resume los derechos de justicia (aquellos que cada uno está obligado a cumplir para la sociedad, vida organizada y tranquila) y los derechos naturales (aquellos de los que se debe disfrutar para que la vida en sociedad se desenvuelva adecuadamente). “Cuando se respeta el derecho de cada cual, se dice que reina la justicia” (p. 77). Además de los deberes de justicia, esta doctrina identifica los deberes de beneficencia: la ayuda al prójimo, el ejercicio de la caridad, la no embriaguez y todo vicio que ponga en peligro la paz social; en consecuencia, el autor resume así la tesis fundamental de esta doctrina en materia de uso de la fuerza:

“La sociedad tiene el derecho (e incluso el deber) de utilizar la fuerza para obligar a los individuos a cumplir con sus deberes de justicia; si se le opone resistencia, puede castigarlos con multa y prisión. En cambio, los deberes de beneficencia jamás deben ser impuestos por la fuerza. El Estado puede utilizar la educación y los diferentes tipos de estímulo (...) con el fin de promover el espíritu de beneficencia, pero jamás la fuerza. Este es un límite que el Estado, en ninguna circunstancia debe transgredir”. La diferencia con un utilitarista como A. Smith es que para éste el problema radica en determinar si las medidas por tomar incrementan o no la felicidad de la colectividad.7
El complemento lógico de esta doctrina de la libertad está referida al Estado: éste no debe jamás violar ningún derecho, bajo ningún pretexto, cualquiera sea la ventaja que se obtenga con ello (p.78). Tampoco debe forzar a los individuos a la beneficencia. Puede sí obligar a un individuo a que pague una deuda o a restituir una propiedad detentada indebidamente Es a partir de estas y otras precisiones que no incluye esta síntesis, que deben establecerse las diferencias entre estas doctrinas y la denominada ultraliberalismo.


El ultraliberalismo

Francisco Vergara identifica como ‘ultraliberales’ a un grupo de autores que expresan abiertamente su oposición a toda intervención del Estado en la esfera de lo económico y lo social, muy especialmente. Del Siglo XIX cita a Fréderic Bastiant y Herbert Spencer; y en del XX a Friedrich Hayek, Milton Friedman, Ludwing von Mises, Jacques Rueff y Fritz Machlup, entre otros.

Aunque la diferencia fundamental de los ‘ultraliberales’ con los liberales clásicos se establece alrededor de sus doctrinas acerca del papel del Estado en la resolución de problemas de la sociedad, el autor prefiere identificar algunos rasgos que aunque menos visibles, separan estas corrientes de pensamiento: el liberalismo clásico y el ultraliberalismo.

Establece una primera diferencia entre unos y otros recordando los criterios éticos que ha subrayado primero en los utilitaristas y luego en la corrientes de los derechos naturales: la existencia de un criterio ético último o la unidad de principios para examinar problemas totalmente distintos. ¿Cómo hace esto Smith? Evaluando si las instituciones o reglamentos que existen incrementan o no la felicidad de la comunidad. Así mismo Turgot, para deducir la reglamentación más apropiada para aplicar a la tasa de interés, o en materia de explotación minera, a partir de los primeros principios de la justicia natural y de la razón, deduce lo que está conforme con el derecho natural (p. 99).

Los ultraliberales, por el contrario, operan simultáneamente con varios criterios éticos, según el problema de que se trate, sin jerarquías de valor. “De este modo, para cada caso, eligen el argumento que les parece mas convincente desde el punto de vista retórico, sin preocuparse por saber si se trata de un argumento de utilidad o de derecho natural” (p.99).

El autor sustenta su afirmación con diversas citas y contrastes entre argumentos de un lado y del otro en los que destaca lo siguiente: el filósofo busca la unidad de principios y la coherencia del método. (...) El hombre afilosófico tiende a aplicar simultáneamente varios principios y métodos diferentes, combinándolos de manera más o menos confusa. (...) Es irracional que se permita que predomine a veces un principio y, a veces, otro”8 .

El eclecticismo de los ultraliberales, pecado del que no se puede acusar a los liberales clásicos del Siglo XIX, es el centro de la crítica de Vergara a los autores de esta doctrina. Para Hayek el criterio último existe, aunque varía según el tema que aborde. En lugar de criterios, en ocasiones se encuentran sólo “largas enumeraciones de todos los argumentos posibles e imaginables a favor o en contra de determinada institución....”, en las cuales pesa más la retórica que la lógica (p. 102).

Además del eclecticismo, Vergara señala en los ultraliberales otro criterio que no se encuentra en los clásicos: el máximo de libertad. Según este criterio, las instituciones son buenas o malas, deseables o no, en tanto incrementen o limiten la cantidad total de libertad posible para los individuos9 .

También hay diferencias fundamentales frente a los que los liberales clásicos llaman un deber de justicia. Al respecto, el autor cita a Spencer: “Un individuo hundido en la miseria como resultado de sus propios vicios o imprevisión, ¿puede argumentar que se violan sus derechos naturales si el Parlamento no obliga a sus vecinos a prestarle ayuda? (...) ¿puede reivindicar como un derecho una parte de lo que producen los demás? No pueden. Pueden tratar de despertar su compasión (...) pero no pueden argumentar su súplica en el terreno de la justicia”10 . Contrariamente, los clásicos creían que había formas de ayudar a los pobres sin crear dependencias indeseadas. La educación es una de estas formas. A la luz de los análisis del autor, es Herbert Spencer el más emblemático exponente del pensamiento ultraliberal del Siglo XIX.

Los ultraliberales del Siglo XIX creían en la existencia de una armonía natural en la sociedad que no requiere ningún tipo de intervención para regularla; los clásicos prensaban en ciertas formas de intervención y regulación del Estado, apropiadas y bien estudiadas, para mejorar el funcionamiento espontáneo de la economía. Asuntos como la construcción de vías, de puentes, de centros de educación pública eran legítimas tanto como las reglamentaciones en los mecanismos de precios, epicentro de la economía. Estas intervenciones del Estado -sostenían- aumentan la eficacia y mejoran el funcionamiento de la economía de mercado (p. 114).

De esta manera, el economista chileno Francisco Vergara cumple con su cometido: ofrecer un esquema de clasificación desde un punto de vista ético, que permite diferenciar, en sus orígenes, tres corrientes doctrinarias liberales: el pensamiento clásico del Siglo XVIII, del cual destaca a los utilitaristas y al derecho natural, entre ellos Adam Smith y A.R.J.Turgot; estos dos tienen coincidencias, pero también diferencias sobre todo en el terreno de los criterios éticos para definir la bondad o la maldad de instituciones y regulaciones de la vida social y económica. Pero el interés del autor es señalar las diferencias entre estas dos doctrinas y la por él definida como ultraliberal. La doctrina liberal de la cual se alimentan los actuales liberales como Hayek y Friedman, no es ni el utilitarismo, ni la corriente de los derechos fundamentales; es una doctrina liberal del Siglo XIX denominada neoclásica o marginalista, cuyo exponente principal es Herbert Spencer. Sucinto trabajo para una discusión larga, ardua y compleja.