Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal

Sunday, March 22, 2009

Popper, centinela de la libertad

Nota del editor: Este artículo escrito por Carlos Blank es una muy buena semblanza de Karl Popper, en el que se muestra lo muy alejado de fundamentalismos que se encontraba, dentro del marco de su liberalismo. Pocos intelectuales fueron tan encarnizados antimarxistas y tan formidables apologistas ddel liberalismo, lo que no le impidió mantener su pensamiento crítico frente a su propio liberalismo.

Sir Karl Raymund Popper nació en Viena el 28 de Julio de 1902, hace exactamente un siglo. Perteneció, sin ningún genero de dudas, a esa admirable elite de creadores que floreció en la capital del imperio austro-húngaro entre finales del siglo diecinueve y principios del siglo veinte. Sin embargo, su importancia no reside tanto en la originalidad de sus ideas, como en la fuerza y claridad con las cuales las defendió. [1] Su periplo vital lo llevó primero a Nueva Zelanda y después a Gran Bretaña, adoptando su ciudadanía y su lengua. Falleció en Gran Bretaña en el año de 1994.

Desde muy joven, contando apenas diecisiete años y finalizada la primera guerra mundial, rompió filas con el partido comunista, al cual perteneció por unos meses apenas. Desde entonces, se convirtió en uno de los más fervientes críticos del marxismo, así como del método violento y poco científico sobre el cual se sustentaba. Su decepción del marxismo lo llevó a reflexionar permanentemente sobre la verdadera actitud racional que debe comportar la empresa científica y a buscar otra vía para la realización de los ideales humanitarios que el marxismo defendía, aunque en la práctica haya “creado un sistema de opresión sin paralelo en la historia”. [2] Siempre trató de comprender paradojas como esta: por qué el deseo de liberación de la humanidad podía producir en la práctica un sistema tan represivo y oprobioso. En contra de lo que piensa la mayoría, los males sociales no eran consecuencia directa de personas mal intencionadas, sino más bien el subproducto no esperado de las intenciones de personas animadas por los más nobles ideales.

Se propuso analizar con detalle la mentalidad que encierran los sistemas totalitarios y denunció al fascismo y al comunismo como las dos caras de la misma moneda: como la rebelión contra la sociedad abierta o como el deseo o anhelo de volver a la seguridad de la sociedad cerrada. El derrumbe de la sociedad abierta, que tuvo su origen en Grecia, trajo consigo un fuerte sentimiento de inseguridad y de “estar a la deriva”. Empero, este es el precio que debemos pagar por la libertad y por la emergencia del individuo. Para él, es esta tensión permanente entre el anhelo de libertad y el de seguridad lo que explica buena parte de los conflictos de la civilización humana.

Tuvo una clara conciencia del poder de las ideas y de la responsabilidad de los intelectuales en buena parte de los males que aquejan a la humanidad. [3] Por eso mantuvo una actitud crítica incluso con las tradiciones a las cuales él decía pertenecer. "Sucede que no sólo soy un empirista y un racionalista al mismo tiempo sino también un liberal (en el sentido inglés de la palabra): pero justamente porque soy un liberal siento que pocas cosas son tan importantes para un liberal como someter las diversas teorías del liberalismo a un minucioso examen crítico". [4]

La necesaria matización de la cita anterior nos indica que ya estamos en presencia de un problema: el de que debemos aclarar en qué sentido somos liberales, puesto que con los rótulos de "liberal" y de "liberalismo" (así como de " racional" y de "racionalismo") designamos posiciones diferentes, tan diferentes que a veces pueden ser irreconciliables entre sí. Bajo estos rótulos incluimos opiniones de pensadores tan diferentes o políticas de gobierno tan diferentes entre sí que, al final, terminan perdiendo su sentido, se vuelven fórmulas vacías o conceptos sin contenido. O como señala Vargas Llosa: "Todos somos liberales, pues. Lo que equivale a decir: nadie es liberal". [5] Esto no impide, claro está, que encontremos entre las distintas versiones de liberalismo rasgos generales comunes, que observemos un cierto "aire de familia".

Uno de estos rasgos es el que Popper destaca como típico de la acepción inglesa de liberal: "llamo liberal no al simpatizante de un partido político, sino simplemente a un hombre que concede valor a la libertad individual y que es sensible a los peligros inherentes a todas las formas de poder y de la autoridad". [6] En efecto, una de las constantes del pensamiento liberal es la creencia en la capacidad del individuo para hacerse responsable de su propio futuro o destino (qué si no esto puede entenderse por libertad) y para construir un mundo mejor, a pesar de todas las dificultades que supone esta tarea y sin que ello implique necesariamente una fe ciega en el progreso humano o la búsqueda de un orden social ideal o utópico.

Como consecuencia de esta íntima desconfianza a toda forma de poder o autoridad y de su no menos íntima confianza en la libertad individual, podemos decir que el liberalismo roza en cierto sentido el anarquismo. Como él dice:" Todo aquel que está a favor de la libertad debe estar a favor de estar lo menos gobernado y tener el mínimo gobierno posible; así puede acercarse a la ausencia de gobierno, al anarquismo. El anarquismo es una especie de exageración de la idea de libertad".[7] Esto plantea un problema central: el de la limitación de toda forma de gobierno en tanto que supone una amenaza a la libertad individual, así como la limitación de la libertad en tanto esta puede desembocar en anarquía o nuevas formas de tiranía, como la "tiranía de la mayoría".

Otro de los rasgos generales del pensamiento liberal, y que también se desprende de lo anterior, es su pluralismo. Esto es, la creencia de que nadie puede poseer el monopolio de la verdad y de que la única forma como podemos acercarnos a ella es mediante el libre intercambio de opiniones, la libre competencia de hipótesis o de teorías. No es casual que tanto el espíritu de investigación científica como el espíritu liberal sean hijos de la actividad comercial, la cual supone un constante ejercicio de competencia y de complementación, un espíritu de negociación, de "toma y dame".

El comercio supone la ruptura de los límites tribales, la confrontación con otras opiniones y valores. Dicho de otro modo, el comercio, el espíritu de investigación científica y las ideas liberales, sólo pueden florecer realmente en un clima de libertad y de pluralidad. Y en un mundo de complejidad creciente, la libertad, el pluralismo y la flexibilidad, se vuelven cualidades indispensables. Como lo señala J.O'Toole:

"El pluralismo así deviene el único mecanismo efectivo para reconciliar las cuestiones controversiales que se encuentran en la sociedad moderna - conflictos entre aquellos que buscan una mayor libertad política y de mercado y aquellos que buscan una mayor igualdad y seguridad económica, entre aquellos que buscan una mayor eficiencia industrial y crecimiento económico y aquellos que buscan una más elevada calidad de vida". [8]

El enfoque pluralista es el único que nos puede ofrecer un marco apropiado de funcionamiento para un modelo democrático en el cual se deben de satisfacer los legítimos intereses en conflicto que siempre existen entre los miembros de la sociedad, teniendo en cuenta también que su satisfacción nunca puede ser completa o total. El pluralismo, si bien respeta la profunda desigualdad existente entre los individuos y sus intereses, no por eso está en contradicción con los ideales de un humanismo igualitarista. Con lo que sí es incompatible el pluralismo liberal es con la creencia en un dogma único, aunque se trate del "dogma liberal". La posible adopción de un pensamiento único no sólo sería contrario al sentido del liberalismo, sino que iría también en contra de lo que significa la propia cultura occidental. Por eso para Popper "el acuerdo del Occidente en torno a una sola idea, a una sola creencia, a una sola religión, sería el fin del Occidente, su capitulación, su rendimiento incondicional a la idea totalitaria". [9]

En este sentido, el pensamiento liberal es lo opuesto al espíritu de sistema, a la ideología total o a la idea totalitaria, al dogma o al fanatismo. El dogmatismo encierra el fanatismo y el fanatismo lleva al totalitarismo, esto es, en definitiva, a la pérdida de la libertad. Por eso es imposible encerrar el liberalismo, al menos tal y como lo entienden Popper o Hayek, dentro de un sistema cerrado o acabado de pensamiento, dentro de un nuevo dogma. Al respecto vale la pena citar un texto en el cual Hayek se reconoce muy próximo al pensamiento de Popper: "Popper y yo estamos de acuerdo en casi todos los respectos. El problema es que no somos neoliberales. Quienes así se definen no son liberales, son socialistas. Somos liberales que tratamos de renovar pero nos adherimos a la vieja tradición de que se puede mejorar, pero que no puede cambiarse en lo fundamental. Lo contrario es creer en el constructivismo racionalista, en la idea de que se puede construir una estructura social concebida intelectualmente por los hombres e impuesta de acuerdo a un plan sin tener en consideración los procesos culturales evolutivos". [10]

Hay otro aspecto que se desprende de este intento de convertir al liberalismo en un sistema único de vida o de pensamiento y que está en igual contradicción con él que el dogmatismo. Nos referimos a la opinión bastante extendida de que existe en definitiva un curso necesario que conduce a la hegemonía del pensamiento liberal en el mundo, que más tarde o más temprano todos los países caminan hacia una revolución democrática y hacia una economía de mercado, tesis avanzada por Fukuyama en su obra “El fin de la historia y el último hombre”. Con ello no hacemos sino convertir al liberalismo en una forma de historicismo con claro sabor hegeliano, tan atacado por Popper. Convertimos lo que es una mera tendencia en una "tendencia absoluta" -expresión híbrida completamente contradictoria- o en una "ley inexorable" de la historia. Pero no existen tales "tendencias absolutas", no existen tales "leyes inexorables" de la historia, no hay un curso único de la historia hacia un determinado punto. La historia no se dirige a ningún lado, entre otras razones porque no existe la historia como tal, sino diversas historias, múltiples interpretaciones de la historia.

Tan ingenua y peligrosa como podía ser la creencia marxista de que un orden socialista mundial era una consecuencia inevitable del derrumbe igualmente inevitable del orden capitalista, sería el sostener ahora que de las cenizas del mundo comunista debe emerger de manera inexorable un nuevo orden mundial liberal económica y políticamente. Ya sabemos lo que le ocurrió a la "profecía" marxista. Nada impide que esta nueva "profecía" tenga un destino similar. “El futuro siempre está abierto”, señala insistentemente Popper. Por eso el historicismo, ya sea en su versión pesimista u optimista, es una señal de superstición y falta de imaginación.

La miseria del historicismo es, podríamos decir, una miseria e indigencia de imaginación. El historicismo recrimina continuamente a aquellos que no pueden imaginar un cambio en su pequeño mundo; sin embargo, parece que el historicista mismo tenga una imaginación deficiente, ya que no puede imaginar un cambio en las condiciones de cambio. [11]
Otro rasgo de familia de este liberalismo, que se desprende del reconocimiento del carácter provisional y parcial de las opiniones humanas y de las creencias, del reconocimiento del carácter falible del conocimiento humano, es el de la tolerancia. Se advierte claramente que la tolerancia se desprende de la falibilidad humana, al comprobar que la actitud opuesta, a saber, la actitud dogmática, o la creencia de que somos infalibles, nos predispone a la intolerancia, a la persecución, a la "caza de brujas". A continuación Popper nos resume los orígenes de esta tradición de tolerancia y sus raíces en la falibilidad humana.

Fue esa doctrina de la esencial falibilidad humana la que revivieron Nicolás de Cusa y Erasmo de Rotterdam (quien alude a Sócrates); y fue sobre la base de esa doctrina 'humanista' (en contraposición a la doctrina optimista a la que adhería Milton, la de que la verdad siempre prevalece) sobre la cual Nicolas, Erasmo, Montaigne, Locke y Voltaire, seguidos por John Stuart Mill y Bertrand Russell, fundaron la doctrina de la tolerancia. [12]
Si la defensa de la libertad no implica llegar al extremo de la anarquía y la defensa del pluralismo no implica la adopción de un relativismo radical, la defensa de la tolerancia también supone límites, por lo que "debemos reclamar, entonces, en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes". [13] Popper expone esta actitud de tolerancia en los siguientes términos:

Creo que tengo razón, pero yo puedo estar equivocado y ser usted quien tenga la razón; en todo caso discutámoslo, pues de esta manera es más probable que nos acerquemos a una verdadera comprensión que si meramente insistimos los dos en tener la razón. [14]
Esta disposición a conceder el beneficio de la duda al momento de defender nuestras opiniones, a reconocer que podemos estar equivocados y, sobre todo, a reconocer que el otro puede tener razón, aunque al comienzo pensemos lo contrario, es una disposición o una actitud de consecuencias invalorables en los asuntos humanos. Esta disposición supone que hagamos una diferenciación importantísima entre los argumentos que sostiene una persona y la persona que los sostiene. [15] Esto implica que podemos atacar los argumentos de una persona, sin dejar por ello de respetar la dignidad de la persona que los profiere, que podemos criticar sus argumentos sin atacar directamente a la persona. Este cambio de espadas (swords) por palabras (words), constituye un paso decisivo en la evolución humana y supone que nuestros argumentos pueden morir en lugar de nosotros. En efecto, "no se mata a un hombre cuando se adopta primero la actitud de escuchar sus argumentos". [16] En cambio, "es imposible tener una discusión racional con un hombre que prefiere dispararme un balazo antes que ser convencido por mí". [17]

Por todo lo anterior quizás sea más apropiado comprender al liberalismo como una actitud o como una disposición de autocrítica y de tolerancia, como un humanismo pluralista, en lugar de comprenderlo como una doctrina o como una teoría monolítica o unidimensional, que pretende defender sus ideas de manera dogmática. Esto explicaría, por lo demás, que podamos agrupar bajo este rótulo pensadores bastante diferentes entre sí, aunque todos ellos conserven un talante muy similar. Más que una teoría acabada o cerrada acerca del hombre y de la sociedad, el liberalismo defendería la necesidad de revisar siempre cualquier teoría, cualquier creencia, cualquier opinión. O como dice Bertrand Russell, en su estilo magistral:

La esencia de la perspectiva liberal no descansa en cuales opiniones son sostenidas, sino en como son sostenidas; en lugar de ser sostenidas dogmáticamente, ellas son sostenidas tentativamente y con la conciencia de que nueva evidencia puede conducir en cualquier momento a su abandono. [18]
Gran parte de los graves conflictos humanos tienen su origen en la actitud opuesta a la que nos describe Russell, hunden sus raíces en el fanatismo, en la intolerancia y en la intransigencia. El liberalismo se opone al fanatismo y al fundamentalismo, así como el racionalismo crítico se opone al dogmatismo y a la pretensión de poseer la verdad absoluta. En tanto que los conflictos humanos son el resultado de la variedad de lo humano ellos son inevitables y hasta cierto punto deseables. Una sociedad completamente libre de conflictos sería todo menos una sociedad humana. Sería, nos dice Popper, no una sociedad de amigos sino una sociedad de hormigas.

No puede haber sociedad humana que carezca de conflictos: una sociedad tal sería una sociedad no de amigos, sino de hormigas. E incluso si fuera obtenible, existen valores humanos de la mayor importancia que serían destruidos al lograr esa sociedad, y que por tanto nos disuadirían de intentar producirla. Por otra parte, es cierto que debemos producir una reducción del conflicto. Así tenemos aquí un ejemplo de pugna de valores o principios. Este ejemplo muestra también que las pugnas de valores y principios pueden ser valiosas y esenciales además para una sociedad abierta. [19]
Los conflictos son inherentes a las sociedades humanas, así como los errores son inherentes al conocimiento humano. El saber humano y la sociedad humana son precisamente eso: humanos; es decir, son incompletos, imperfectos, susceptibles de error, pero por eso mismo son susceptibles de mejoras y correcciones, a través de instituciones orientadas con ese fin. Esta es la esencia del liberalismo y del racionalismo popperiano. En ello reside la esperanza siempre presente de un mundo mejor.

Verdad es que necesitamos de la esperanza; actuar, vivir sin esperanza es cosa que supera nuestras fuerzas. Pero no necesitamos más que eso y, por lo tanto, no se nos debe dar más. No necesitamos certeza.[20]

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[1]. Con relación a este punto resulta muy reveladora la lectura de La Viena de Popper, Unión Editorial, Madrid, 2001.
[2]. El desarrollo del conocimiento científico: Conjeturas y Refutaciones. Barcelona, Paidós, Buenos Aires, 1979, p. 424.
[3]. Véase “Tolerancia y responsabilidad intelectual”, Cuadernos de Reflexión, CEDICE, 2001.
[4]. El desarrollo del ..., p.13.
[5]. “América Latina y la opción liberal” ,en El Desafío liberal, Levine (ed.), Norma, Bogotá, 1992, p. 24.
[6]. El desarrollo del... p. 2.
[7]. Sociedad abierta, Universo abierto. Tecnos, Madrid, 1984, p.27. Uno de los principios básicos del liberalismo es que el estado no debe hacer por el individuo lo que éste puede hacer por sí mismo. A esto se opone el paternalismo de estado, que considera que el estado está obligado a hacerle todo al individuo, lo que también implica una visión infantilista de los individuos, como si estos fuesen niños que no son capaces de hacer nada por sí mismos.
[8]. "De Marx a Madison: las contradicciones culturales del socialismo", Encyclopaedia Brittanica, 1989, Book of the Year, p. 14b.
[9]. In Search of a Better World, Routledge, Londres, 1992, p. 210.
[10]. Citado por Arturo Fontaine Talavera en “Sobre el pecado original de la transformación capitalista chilena”, en Levine op. cit. pp. 114s.
[11]. La miseria del historicismo, Alianza/Taurus, Madrid, 1981, p. 145.
[12]. El desarrollo del..., p. 25.
[13]. La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, Barcelona, 1981, p. 512, 4n
[14]. El desarrollo del... p. 410. Para él esta disposición a escuchar los argumentos del adversario es comparable a la "actitud que trata, en la medida de lo posible, de transferir al campo de las opiniones en general las reglas de todo procedimiento legal: primero, que se debe oír siempre a ambas partes; segundo, que quien es parte en el caso no puede ser un buen juez". Ibid. p. 410s.
[15]. Al respecto dice Popper: 'El hecho de que la actitud racionalista tenga más en cuenta el argumento que la persona que lo sustenta es de importancia incalculable. El nos lleva a la conclusión de que debemos reconocer en todo aquel con quien nos comunicamos una fuente potencial de raciocinio y de información razonable; se establece, así, lo que podría llamarse la 'unidad racional del género humano' ". La sociedad abierta y sus enemigos, p. 393.
[16]. Ibid. p. 404.
[17]. El desarrollo del..., p. 411.
[18]. “Philosophy and Politics”, en The Basic Writings of Bertrand Russell, Egner&Denonn (eds.), Simon&Schuster, Nueva York, 1961, p. 463.
[19]. Búsqueda sin término, Tecnos, Madrid, 1977, p. 155.
[20]. La sociedad abierta y sus enemigos, p. 439.

Saturday, March 14, 2009

¿Qué significa ser liberal?

Nota del editor: Este es el texto del discurso pronunciado por Carlos Alberto Montaner en la Universidad Francisco Marroquín en Ciudad de Guatemala, Guatemala, el 25 de enero de 2009.


El liberalismo parte de una hipótesis filosófica, casi religiosa, que postula la existencia de derechos naturales que no se pueden conculcar porque no se deben al Estado ni a la magnanimidad de los gobiernos sino a la condición especial de los seres humanos. Esa es la piedra angular sobre la que descansa todo el edificio teórico, y se le atribuye a los estoicos y al fundador de esa escuela, Zenón de Citia, quien defendió que los derechos no provenían de la fratría a la que se pertenecía o de la ciudad en la que se había nacido, sino del carácter racional y diferente a las demás criaturas que poseen las personas.

Antes de definir qué es el liberalismo, qué es ser liberal, y cuáles son los fundamentos básicos en los que coinciden los liberales, es conveniente advertir que no estamos ante un dogma sagrado, sino frente a varias creencias básicas deducidas de la experiencia y no de hipótesis abstractas, como ocurría, por ejemplo, con el marxismo. Esto es importante establecerlo ab initio, porque se debe rechazar la errada suposición de que el liberalismo es una ideología. Una ideología es siempre una concepción del acontecer humano —de su historia, de su forma de realizar las transacciones, de la manera en que deberían hacerse—, concepción que parte del rígido criterio de que el ideólogo conoce de dónde viene la humanidad, por qué se desplaza en esa dirección y hacia dónde debe ir. De ahí que toda ideología, por definición, sea un tratado de «ingeniería social», y cada ideólogo sea, a su vez, un «ingeniero social». Alguien consagrado a la siempre peligrosa tarea de crear «hombres nuevos», personas no contaminadas por las huellas del antiguo régimen. Alguien dedicado a guiar a la tribu hacia una tierra prometida cuya ubicación le ha sido revelada por los escritos sagrados de ciertos «pensadores de lámpara», como les llamara José Martí a esos filósofos de laboratorio en permanente desencuentro con la vida. Sólo que esa actitud, a la que no sería descaminado calificar como moisenismo, lamentablemente suele dar lugar a grandes catástrofes, y en ella está, como señalara Popper, el origen del totalitarismo. Cuando alguien disiente, o cuando alguien trata de escapar del luminoso y fantástico proyecto diseñado por el «ingeniero social», es el momento de apelar a los paredones, a los calabozos, y al ocultamiento sistemático de la verdad. Lo importante es que los libros sagrados, como sucedía dentro del método escolástico, nunca resulten desmentidos.

Un liberal, en cambio, lejos de partir de libros sagrados para reformar a la especie humana y conducirla al paraíso terrenal, se limita a extraer consecuencias de lo que observa en la sociedad, y luego propone instituciones que probablemente contribuyan a alentar la ocurrencia de ciertos comportamientos benéficos para la mayoría. Un liberal tiene que someter su conducta a la tolerancia de los demás criterios y debe estar siempre dispuesto a convivir con lo que no le gusta. Un liberal no sabe hacia dónde marcha la humanidad y no se propone, por lo tanto, guiarla a sitio alguno. Ese destino tendrá que forjarlo libremente cada generación de acuerdo con lo que en cada momento le parezca conveniente hacer.

Al margen de las advertencias y actitudes anteriormente consignadas, una definición de los rasgos que perfilan la cosmovisión liberal debe comenzar por una referencia al constitucionalismo. En efecto, John Locke, a quien pudiéramos calificar como «padre del liberalismo político», tras contemplar los desastres de Inglaterra a fines del siglo XVII, cuando la autoridad real británica absoluta entró en su crisis definitiva, dedujo que, para evitar las guerras civiles, la dictadura de los tiranos, o los excesos de la soberanía popular, era conveniente fragmentar la autoridad en diversos «poderes», además de depositar la legitimidad de gobernantes y gobernados en un texto constitucional que salvaguardara los derechos inalienables de las personas, dando lugar a lo que luego se llamaría un Estado de Derecho. Es decir, una sociedad racionalmente organizada, que dirime pacíficamente sus conflictos mediante leyes imparciales que en ningún caso pueden conculcar los derechos fundamentales de los individuos. Y no andaba descaminado el padre Locke: la experiencia ha demostrado que las veinticinco sociedades más prósperas y felices del planeta son, precisamente, aquellas que han conseguido congregarse en torno a constituciones que presiden todos los actos de la comunidad y garantizan la transmisión organizada y legítima de la autoridad mediante consultas democráticas.

Otro liberal británico, Adam Smith, un siglo más tarde, siguió el mismo camino deductivo para inferir su predilección por el mercado. ¿Cómo era posible, sin que nadie lo coordinara, que las panaderías de Londres —entonces el 80% del gasto familiar se dedicaba a pan— supiesen cuánto pan producir, de manera que no se horneara ni más ni menos harina de trigo que la necesaria para no perder ventas o para no llenar los anaqueles de inservible pan viejo? ¿Cómo se establecían precios más o menos uniformes para tan necesario alimento sin la mediación de la autoridad? ¿Por qué los panaderos, en defensa de sus intereses egoístas, no subían el precio del pan ilimitadamente y se aprovechaban de la perentoria necesidad de alimentarse que tenía la clientela?

Todo eso lo explicaba el mercado. El mercado era un sistema autónomo de producir bienes y servicios, no controlado por nadie, que generaba un orden económico espontáneo, impulsado por la búsqueda del beneficio personal, pero autoregulado por un cierto equilibrio natural provocado por las relaciones de conveniencia surgidas de las transacciones entre la oferta y la demanda. Los precios, a su vez, constituían un modo de información. Los precios no eran «justos» o «injustos», simplemente, eran el lenguaje con que funcionaba ese delicado sistema, múltiple y mutante, con arreglo a los imponderables deseos, necesidades e informaciones que mutua e incesantemente se transmitían los consumidores y productores. Ahí radicaba el secreto y la fuerza de la economía capitalista: en el mercado. Y mientras menos interfirieran en él los poderes públicos, mejor funcionaría, puesto que cada interferencia, cada manipulación de los precios, creaba una distorsión, por pequeña que fuera, que afectaba a todos los aspectos de la economía.

Otro de los principios básicos que aúnan a los liberales es el respeto por la propiedad privada. Actitud que no se deriva de una concepción dogmática contraria a la solidaridad —como suelen afirmar los adversarios del liberalismo—, sino de otra observación extraída de la realidad y de disquisiciones asentadas en la ética: al margen de la manifiesta superioridad para producir bienes y servicios que se da en el capitalismo cuando se le contrasta con el socialismo, donde no hay propiedad privada no existen las libertades individuales, pues todos estamos en manos de un Estado que nos dispensa y administra arbitrariamente los medios para que subsistamos
(o perezcamos). El derecho a la propiedad privada, por otra parte, como no se cansó de escribir Murray N. Rothbard —siguiendo de cerca el pensamiento de Locke—, se apoyaba en un fundamento moral incontestable: si todo hombre, por el hecho de serlo, nacía libre, y si era libre y dueño de su persona para hacer con su vida lo que deseara, la riqueza que creara con su trabajo le pertenecía a él y a ningún otro.

¿En qué más creen los liberales? Obviamente, en el valor básico que le da nombre y sentido al grupo: la libertad individual. Libertad que se puede definir como un modo de relación con los demás en el que la persona puede tomar la mayor parte de las decisiones que afectan su vida dentro de las limitaciones que dicta la realidad. Le toca a ella decidir las creencias que asume o rechaza, el lugar en el que quiere vivir, el trabajo o la profesión que desea ejercer, el círculo de sus amistades y afectos, los bienes que adquiere o que enajena, el «estilo» que desea darle a su vida y —por supuesto— la participación directa o indirecta en el manejo de eso a lo que se llama «la cosa pública».

Esa libertad individual está —claro— indisolublemente ligada a la responsabilidad individual. Un buen liberal sabe exigir sus derechos, pero no rehúye sus deberes, pues admite que se trata de las dos caras de la misma moneda. Los asume plenamente, pues entiende que sólo pueden ser libres las sociedades que saben ser responsables, convicción que debe ir mucho más allá de una hermosa petición de principios.

¿Qué otros elementos liberales, realmente fundamentales, habría que añadir a este breve inventario? Pocas cosas, pero acaso muy relevantes: un buen liberal tendrá perfectamente clara cuál debe ser su relación con el poder. Es él, como ciudadano, quien manda, y es el gobierno quien obedece. Es él quien vigila, y es el gobierno quien resulta vigilado. Los funcionarios, electos o designados —da exactamente igual—, se pagan con el erario público, lo que automáticamente los convierte —o los debiera convertir— en servidores públicos sujetos al implacable escrutinio de los medios de comunicación, y a la auditoría constante de las instituciones pertinentes.

Por último: la experiencia demuestra que es mejor fragmentar la autoridad, para que quienes tomen decisiones que afecten a la comunidad estén más cerca de los que se vean afectados por esas acciones. Esa proximidad suele traducirse en mejores formas de gobierno. De ahí la predilección liberal por el parlamentarismo, el federalismo o la representación proporcional, y de ahí el peso decisivo que el liberal defiende para las ciudades o municipios. De lo que se trata es de que los poderes públicos no sean más que los necesarios, y que la rendición de cuentas sea mucho más sencilla y transparente.

¿Qué creen, en suma, los liberales? Vale la pena concretarlo ahora de manera sintética. Los liberales sostenemos ocho creencias fundamentales extraídas, insisto, de la experiencia, y todas ellas pueden recitarse casi con la cadencia de una oración laica:

Creemos en la libertad y la responsabilidad individuales como valores supremos de la comunidad.

Creemos en la importancia de la tolerancia y en la aceptación de las diferencias y la pluralidad como virtudes esenciales para preservar la convivencia pacífica.

Creemos en la existencia de la propiedad privada, y en una legislación que la ampare, para que ambas —libertad y responsabilidad— puedan ser realmente ejercidas.

Creemos en la convivencia dentro de un Estado de Derecho regido por una Constitución que salvaguarde los derechos inalienables de la persona y en la que las leyes sean neutrales y universales para fomentar la meritocracia y que nadie tenga privilegios.

Creemos en que el mercado —un mercado abierto a la competencia y sin controles de precios— es la forma más eficaz de realizar las transacciones económicas y de asignar recursos. Al menos, mucho más eficaz y moralmente justa que la arbitraria designación de ganadores y perdedores que se da en las sociedades colectivistas diseñadas por “ingenieros sociales” y dirigidas por comisarios.

Creemos en la supremacía de una sociedad civil formada por ciudadanos, no por súbditos, que voluntaria y libremente segrega cierto tipo de Estado para su disfrute y beneficio, y no al revés.

Creemos en la democracia representativa como método para la toma de decisiones colectivas, con garantías de que los derechos de las minorías no puedan ser atropellados.

Creemos en que el gobierno —mientras menos, mejor—, siempre compuesto por servidores públicos, totalmente obediente a las leyes, debe rendir cuentas con arreglo a la ley y estar sujeto a la inspección constante de los ciudadanos.

Quien suscriba estos ocho criterios es un liberal. Se puede ser un convencido militante de la Escuela austriaca fundada por Carl Menger; se puede ser ilusionadamente monetarista, como Milton Friedman, o institucionalista, como Ronald Coase y Douglass North; se puede ser culturalista, como Gary Becker y Larry Harrison; se puede creer en la conveniencia de suprimir los «bancos de emisión», como Hayek, o predicar la vuelta al patrón oro, como prescribía Mises; se puede pensar, como los peruanos Enrique Ghersi o Álvaro Vargas Llosa, neorrusonianos sin advertirlo, en que cualquier forma de instrucción pública pudiera llegar a ser contraria a los intereses de los individuos; o se puede poner el acento en la labor fiscalizadora de la «acción pública», como han hecho James Buchanan y sus discípulos, pero esas escuelas y criterios sólo constituyen los matices y las opiniones de un permanente debate que existe en el seno del liberalismo, no la sustancia de un pensamiento liberal muy rico, complejo y variado, con varios siglos de existencia constantemente enriquecida, ideario que se fundamenta en la ética, la filosofía, el derecho y —naturalmente— en la economía. Lo básico, lo que define y unifica a los liberales, más allá de las enjundiosas polémicas que pueden contemplarse o escucharse en diversas escuelas, seminarios o ilustres cenáculos del prestigio de la Sociedad Mont Pélerin, son esas ocho creencias antes consignadas. Ahí está la clave.