Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal

Thursday, December 25, 2008

Adam Smith

Nota del editor: Esta semblanza de Adam Smith, publicada en el número 27 de La Ilustración Liberal, en la primavera de 2006, le pertenece al economista español Carlos Rodríguez Braun, divulgador del pensaiento liberal cercano al enfoque de la Escuela Austriaca de Economía, ex director de España Económica y subdirector de Cambio 16 y del programa televisivo El valor del dinero en RTVE. Autor de más de tres mil artículos en la prensa de España, Europa y América. Me interesó esta opinión sobre Smith, de alguien cercano a una escuela de pensamiento que en los últimos años - a diferencia de los austrians de primera y segunda generación como Menger, Mises o Hayek - ha enfilado duras críticas a Smith hasta llegar al (delirante) extremo de identificarlo como pro-socialista (?!). En particular, me interesa resaltar el levantamiento de cargos que Rodríguez Braun hace de la atribuida apología de Smith del egoísmo y de la ausencia de estado para establecer reglas que permitan obtener los beneficios de la economía de mercado.

El filósofo y moralista escocés Adam Smith (1723-1790) es considerado el fundador de la economía y del liberalismo económico. Aunque ambas reivindicaciones son sumamente cuestionables, porque hubo pensamiento económico y liberal desde mucho antes, la convención tiene algún sentido porque la obra de Smith La riqueza de las naciones (1776) fue el punto de partida de la influyente escuela clásica de economía –con figuras como David Ricardo, Thomas Robert Malthus y John Stuart Mill– e incluyó ideas críticas del intervencionismo y defensoras de la libertad de mercado.

Adam Smith nació en Kirkcaldy, cerca de Edimburgo, en enero de 1723. Su padre murió poco antes de nacer él, y Smith, que nunca se casó, vivió siempre con su madre, a la que sobrevivió apenas seis años. Estudió primero en la Universidad de Glasgow y después en Oxford. A comienzos de la década de 1750 es nombrado catedrático de Filosofía Moral en Glasgow, recibe la influencia de la Ilustración escocesa y anuda una gran amistad con David Hume. En 1759 aparece su primer libro: La teoría de los sentimientos morales, a raíz del cual le ofrecen ser tutor del joven duque de Buccleugh; abandona la docencia y emprende con su pupilo un viaje por el continente europeo. De vuelta a casa en 1767, y con una generosa pensión vitalicia que le concedió el duque, dedica los nueve años siguientes a redactar la Riqueza. Dos nombramientos recibiría desde entonces: comisario de Aduanas de Escocia y rector de su alma mater, la Universidad de Glasgow. Adam Smith murió en Edimburgo en julio de 1790.

Nótese que, en una vida relativamente larga y apacible, el escocés publicó muy poco. De hecho, los dos que hemos mencionado fueron sus únicos libros aparecidos mientras vivió. En 1795 sus albaceas publicaron, con su autorización, Ensayos filosóficos, una colección de estudios sobre diversos asuntos relativos a la filosofía de las ciencias y las artes que prueba la amplitud de sus inquietudes intelectuales. Como Smith ordenó la destrucción de sus otros papeles y manuscritos, sus obras se reducen a estos tres títulos, disponibles todos ellos en castellano –Riqueza y Sentimientos morales, en Alianza Editorial, y Ensayos en Ediciones Pirámide–. Mucho tiempo después de su muerte fueron encontrados unos juegos de apuntes tomados por alumnos suyos, sobre filosofía del derecho y sobre retórica y bellas letras. Han sido publicados en inglés, en la cuidada edición de sus obras; y, en el primer caso, existe una traducción española de Lecciones sobre jurisprudencia, en la editorial Comares de Granada.

El principal problema económico para Smith es el crecimiento, y de ahí el título de su segundo libro. Se aparta de las nociones tanto del viejo mercantilismo –que valoraba los metales preciosos, el saldo exportador en el sector exterior y el fomento de determinadas empresas y actividades comerciales e industriales– como de sus contemporáneos los fisiócratas franceses, que circunscribían la productividad exclusivamente al sector agrícola. Para Smith, el fundamento de la riqueza es el trabajo humano en un marco institucional que promueva la propensión de todas las personas a mejorar su propia condición. Sostuvo que la clave de la prosperidad no estribaba en los recursos naturales sino en un contexto propicio, caracterizado por "paz, impuestos moderados y una tolerable administración de justicia".

Sólo en ese restringido marco institucional cabe el establecimiento de lo que llamó "sistema de libertad natural", en el que cada uno persigue su propio interés en un proceso competitivo que, a través de la "mano invisible" del mercado, fomenta la división del trabajo y los intercambios voluntarios y desemboca en un mayor bienestar general, porque en esas condiciones la riqueza se crea y la holgura de unos no equivale a la miseria de otros.

Se trata, por tanto, de algo muy lejano de la caricatura usual de Smith y del liberalismo como partidarios de un "capitalismo salvaje" sin freno alguno a su cruel explotación. El economista escocés defiende precisamente los frenos, y por eso aplaude la competencia y condena severamente a los empresarios que, con toda suerte de excusas, arrancan monopolios, subsidios y protecciones varias del poder político, a expensas del pueblo.

En ningún caso apoyó Adam Smith (ni ningún liberal) un sistema totalmente anárquico, sin leyes ni normas. Y en ningún caso creyó que el mercado era perfecto y funcionaba mágica y automáticamente, sin fallos ni interferencias. Con realismo admitió que un comercio plenamente libre era una utopía; sus temores ante los prejuicios e intereses que conspiran contra el mercado libre fueron confirmados a lo largo del tiempo, como se vio con el notable crecimiento del Estado registrado hasta nuestros días, en contraste con la prédica generalizada acerca de los peligros de un supuesto liberalismo hegemónico que no es sino una pura ficción.

Otra caricatura de Adam Smith y del liberalismo es su consideración del ser humano como frío artefacto asignativo, sólo preocupado por egoístas intereses materiales y desprovisto de ética alguna. A quien más sorprendería esto sería al propio Smith, que fue, como hemos dicho, catedrático de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow y cuyo primer libro, que le interesó hasta el fin de sus días, como lo prueban las importantes modificaciones que introdujo en sucesivas ediciones, fue La teoría de los sentimientos morales.

Jamás respaldó Smith el egoísmo y la inmoralidad. Al contrario, subrayó la preocupación de todos los seres humanos por la suerte del prójimo, y explicó cómo ese proceso de "simpatía" da lugar a principios morales y preceptos legales imprescindibles para la convivencia en paz y libertad. La atención al propio interés no es necesariamente egoísmo, porque es compatible con atender otros intereses, y tampoco es inmoral, puesto que puede cultivarse dentro de límites éticos. La moral, así, opera como freno a nuestra conducta, análogamente a como el mercado limita nuestras aspiraciones y nos fuerza a servir a los demás, a ajustarnos a sus demandas y servirlas si deseamos prosperar.

El pensamiento económico de Adam Smith, por tanto, es muy distinto del que vulgarmente se le supone, y difiere también de la ortodoxia económica ulterior, la teoría neoclásica, porque no enfatiza una asignación de recursos técnica a cargo de un homo economicus abstracto sino las condiciones concretas del crecimiento económico, condiciones históricas, institucionales, imperfectas y constreñidas por pautas morales y jurídicas.

Como sucede con varios de los demás integrantes de la Escuela Escocesa de Filosofía Moral –David Hume, Francis Hutcheson, Adam Ferguson y otros–, Adam Smith tiene una visión interesante para una época en la que supuestamente se idolatró la razón y se arbitraron mecanismos y doctrinas sobre un profundo cambio social. Los escoceses eran notablemente cautos al respecto. No tenían en muy alta estima las capacidades de nuestra razón a la hora de organizar la sociedad: Ferguson afirmó que las instituciones humanas brotaban más de la acción de las personas que de su designio preconcebido, y Adam Smith censuró en La teoría de los sentimientos morales a los arrogantes intelectuales que fantaseaban con que la sociedad era muy sencilla y con que se podía disponer de las personas como quien despliega las piezas en un tablero de ajedrez. En su libro sobre economía también desconfió de los políticos que pretenden actuar en pro del bienestar general: el escocés no pensaba que solían hacerlo, y se fijó más en las aportaciones de las personas corrientes, que con su trabajo silencioso y anónimo eran la genuina fuente de La riqueza de las naciones.

La atención a la gente común se observa también en el criterio que desde Smith emplearán los economistas para medir el desarrollo de un país: ya no será nunca más la opulencia de los príncipes o grandes potentados, sino la de los ciudadanos, cuyos intereses en tanto que consumidores era menester proteger de las usurpaciones de sus mandatarios, y de las de los grupos de presión de productores y comerciantes que medraban a su socaire, consiguiendo prerrogativas para limitar la libre competencia.

Aunque numerosos partidarios del capitalismo y el mercado lo esgrimen desde hace mucho tiempo en su apoyo, el liberalismo de Smith fue matizado, tanto que algunos liberales de nuestro tiempo, en particular miembros de la Escuela Austriaca de Economía, lo han acusado directamente de intervencionista. Y no les falta razón, puesto que Smith, aparte de defender una teoría objetiva del valor, fue capaz de admitir, como ya denunció en 1927 el destacado economista de Chicago Jacob Viner, un amplio abanico de intervenciones del Estado en la economía, incluso algunas de honda raigambre mercantilista, como las Leyes de la Usura, que fijaban los tipos de interés, y las Leyes de Navegación, que protegían a los barcos británicos de la competencia extranjera. No puede olvidarse, sin embargo, que los autores no suelen vivir en burbujas, y que su pensamiento debe por tanto ponderarse a la luz del de sus contemporáneos y predecesores. Y en ese caso el liberalismo de Smith y sus sucesores parece más articulado y sólido que el de buena parte de los economistas anteriores.

A lo largo del siglo XX se registró una creciente insatisfacción por los horizontes demasiado estrechos de la llamada "economía neoclásica", y parte de la reacción que eso produjo comportó una vuelta a Smith y a los clásicos. Así sucedió con la teoría del crecimiento económico y con otros aspectos micro y macroeconónicos donde el papel de las instituciones, como había intuido Smith, tenía interés y relevancia. También ejerció un impacto, como cabía esperar, la práctica social y política, puesto que el final de dicho siglo vio caer el comunismo, con lo que pudo comprobarse que, siendo el liberalismo un sistema claramente imperfecto, el intento de sustituirlo por el socialismo real había sido una catástrofe.

Que la crisis del comunismo –o, a otra escala, el abanico de deficiencias del Estado del Bienestar­– haya impulsado la relectura de Adam Smith y otros liberales más o menos radicales es algo que no debería sorprender.

Monday, October 27, 2008

Cabezas de comando

Nota del editor: Estos son fragmentos traducidos (no por mi) del libro de Daniel Yerguin y Joseph Stalislaw. The Commanding Heights: The Battle for the World Economy. Simon & Schuster. New York. 1998. Los encontre muy ilustrativos especialmente en estas épocas de crisis financiera.

Introducción

Ahora los socialistas de todo el mundo están abrazando el capitalismo, los gobiernos están vendiendo las compañías que habían nacionalizado anteriormente y tratando de atraer a las transnacionales que habían expulsado veinte años antes. El marxismo y el control estatal están siendo lanzados por la borda a favor del espíritu de empresa; el número de las bolsas de valores está creciendo vertiginosamente y los administradores de fondos mutuales se han convertido en verdaderas celebridades.

En la actualidad, los políticos de la izquierda admiten que sus gobiernos ya no pueden pagar el expansivo estado del bienestar social y los "liberales" americanos reconocen que más gobierno pudiera no ser la solución de todos los problemas. Muchas personas se están viendo obligadas a reexaminar y reevaluar los presupuestos básicos de su manera de pensar. Estos cambios están abriendo nuevas perspectivas y nuevas oportunidades en todo el mundo. Pero, para muchos, el cambio también está generando nuevas tensiones e inseguridades. Temen que el gobierno ya no vaya a estar ahí para protegerlos en la medida en que se imbrica cada vez más en una economía global que ignora las fronteras nacionales.

Y expresan inquietud sobre el precio que los mercados exigen de sus participantes. Las crisis y las turbulencias en los mercados internacionales de capital, como las que estremecieron América Latina en 1995 y el Sudeste de Asia en 1997, convierten esas inquietudes en cuestiones fundamentales sobre el peligro e inclusive la legitimidad de los mercados. Pero todos estos puntos de vista necesitan ser puestos en su contexto.

¿Por qué el cambio?
¿Por qué ese desplazamiento al mercado? ¿Por qué y cómo se había efectuado ese cambio de una época en la que el "estado" - los gobiernos nacionales - buscaban capturar y ejercer control sobre sus economías a una época en las que las ideas de la competencia, la apertura, la privatización y la desregulación habían conquistado el pensamiento económico mundial? Estas preguntas, a su vez, generan otras. ¿Son estos cambios irreversibles? ¿Forman parte de un continuo proceso de desarrollo y evolución? ¿Cuáles será las consecuencias y las perspectivas -políticas, económicas y sociales- de esta alteración fundamental en las relaciones entre el gobierno y el mercado? Estas son las preguntas básicas que este libro pretende responder.

La frontera dónde deba fijarse la frontera entre el estado y el mercado nunca ha sido un asunto que pueda resolverse, de una vez por todas, en alguna conferencia de paz. En vez de eso, en el curso de este siglo, ha sido el objeto de enormes batallas intelectuales y políticas así como de constantes escaramuzas. En su conjunto, esta lucha constituye uno de los mayores y decisivos dramas del siglo XX. Hoy el choque es tan importante y tan amplio que está rehaciendo nuestro mundo, y preparando el terreno para el siglo XXI.

La frontera no define los límites entre naciones sino la división de papeles dentro de ellas. ¿Cuál es la responsabilidad del estado en la economía, y qué tipo de protección debe de garantizar a sus ciudadanos? ¿Cuál es el ámbito de la decisión privada, y cuáles son las responsabilidades del individuo? Esta frontera no es clara ni está bien definida. Está cambiando constantemente y es con frecuencia ambigua. Con todo, durante la mayor parte del siglo, el estado ha estado en ascenso, extendiendo su dominio más y más en lo que había sido el territorio del mercado. Sus victorias fueron impulsadas por revoluciones y dos guerras mundiales, por la Gran Depresión, por la ambición de políticos y gobiernos. En las democracias industriales también fue impulsada por la demanda popular de una mayor seguridad y en los países en desarrollo por la búsqueda progreso y de la mejoría en las condiciones de vida - y también por la búsqueda de justicia. Detrás de todo esto, estaba la convicción de que los mercados implicaban excesos, de que podían fallar fácilmente, de que había muchas necesidades y servicios que no podían proporcionar, que los riesgos y el costo humano y social eran demasiado altos y la posibilidad de abuso demasiado grande. Tras las traumáticas alteraciones de la primera mitad del siglo XX, los gobiernos ampliaron sus responsabilidades y obligaciones con sus pueblos y añadieron otras nuevas. "El conocimiento del gobierno," la inteligencia colectiva de los expertos gubernamentales en el centro, fue considerada como superior "al conocimiento del mercado" - la dispersa inteligencia de los consumidores en el mercado y de los que toman decisiones particulares.

En el extremo, la Unión Soviética, la República Popular de China y otros estados comunistas buscaban suprimir completamente la inteligencia del mercado y de la propiedad privada y sustituirlas con la planificación central y la propiedad estatal. Los gobiernos serían omniscientes. En muchos países industrializados de Occidente y en gran parte del mundo en desarrollo, el modelo era la "economía mixta", en la que los gobiernos usaban el saber de sus expertos y jugaban un papel dominante aunque sin asfixiar completamente el mecanismo del mercado. Reconstruían, modernizaban e impulsaban el crecimiento económico; garantizarían equidad, oportunidad y una vida decente. Para conseguirlo, los gobiernos de muchos países buscaban capturar y mantener el control de sus economías - "los puestos de mando."

El término tiene más de tres cuartos de siglo. En noviembre de 1922, cinco años después de llevar a s bolcheviques a la victoria, el enfermo Vladimir Ilich Lenin subió a la plataforma del Cuarto Congreso de la Internacional Comunista en San Peterburgo, por entonces Petrogrado. Fue su penúltima aparición en público. El año anterior, entre medio del caos económico y llevado por la desesperación, Lenin había iniciado la Nueva Política Económica, permitiendo la reanudación del pequeño comercio y la agricultura privada. Ahora, los comunistas militantes lo estaban acusando de buscar compromisos con el capitalismo y por vender la revolución. Respondiendo con su habitual acritud y sarcasmo, pese a su debilitamiento físico, Lenin defendió el programa. Aunque la política permitía el funcionamiento de los mercados, dijo, el estado controlaría "los puestos de mando" , los elementos más importantes de la economía. Y eso, le aseguró Lenin a los que dudaban de él, era lo que importaba. Todo esto fue antes de la colectivización, el estalinismo y la total erradicación de los mercados privados en la Unión Soviética.

La frase llego a Gran Bretaña, vía los fabianos y el Partido Laborista, en los años entre las dos guerras mundiales, luego fue adoptada por Jawaharlal Nehru y el Partido del Congreso en la India, y se difundió a muchas otras partes del mundo. Se utilizara el término o no, el objetivo seguía siendo el mismo: garantizar el control gubernamental de los elementos estratégicos de la economía nacional, sus principales industrias y empresas. En Estados Unidos, el gobierno ejerció su control de las palancas de mando no a través de la propiedad sino más bien a través de la regulación económica, dando origen a un tipo especial norteamericano de capitalismo regulatorio.

En general, el avance del control estatal parecía inexorable. En los primeros años de la postguerra, sólo los gobiernos podían reunir los suficientes recursos como para reconstruir naciones devastadas. Los años 60 parecían probar que ellos podían dirigir sus economías con efectividad. Para principios de los años 70, la economía mixta era prácticamente incontestada en el gobierno seguía expandiéndose. Inclusive en los Estados Unidos, el gobierno republicano de Richard Nixon buscó implementar un masivo programa de detallados controles de precios y salarios.

Con todo, para los años 90, era el gobierno el que estaba retrocediendo. El comunismo no sólo había fallado sino que prácticamente había desaparecido en lo que había sido la Unión Soviética y, al menos como sistema económico, había sido echado de lado en China. En Occidente, los gobiernos estaban desprendiéndose de controles y responsabilidades. En vez de "las insuficiencias del mercado," ahora se hablaba de "las insuficiencias del gobierno" - las dificultades inherentes a estado demasiado amplio y ambicioso y que quiere ser el jugador estelar, en vez del árbitro de la economía. Paul Volcker, que conquistó la inflación como presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, explicó la razón del cambio en términos sencillos: "El gobierno se había vuelto presuntuoso."


La Mayor Venta

Hoy, en respuesta a los altos costos y a la desilusión con su efectividad, los gobiernos están privatizando. Es la mayor venta en la historia del mundo. Los gobiernos están saliendo de los negocios vendiendo billones de dólares en activos. Todo está en venta, desde siderúrgicas, compañías de teléfonos y líneas aéreas hasta hoteles, restaurantes y clubes nocturnos. Está ocurriendo no sólo en la ex Unión Soviética, Europa del Este y China sino también en Europa Occidental, Asia, América Latina y Africa - y en los Estados Unidos, donde los gobiernos locales, estatales y federal están traspasando al mercado muchas de sus actividades tradicionales. En un proceso paralelo que es más estratégicamente importante y menos comprendido, también están desmantelando el aparato regulatorio que ha afectado casi todos los aspectos de la vida cotidiana de Estados Unidos en los últimos 60 años. El objetivo es alejarse del control gubernamental y recurrir a la competencia en el mercado como una forma más eficiente de proteger al público.

Este cambio no significa, de ninguna manera el fin del gobierno. En muchos países, los gobiernos siguen gastando una gran parte del ingreso nacional. En las naciones industriales, la razón es el gasto social. En casi todas partes, el gobierno sigue siendo la solución de última instancia para una serie de demandas sociales. Con todo, el ámbito del gobierno, el espectro de sus deberes en la economía, está en franco retroceso. En todo el mundo, los gobiernos están planificando menos, poseyendo menos y regulando menos, y permitiendo la expansión de las fronteras del mercado.

La retirada del estado de los puestos de mando marca una gran división entre los siglos XX y XXI. Está abriendo las puertas de muchos países anteriormente cerrados al comercio y a la inversión, aumentando enormemente en el proceso el tamaño efectivo del mercado global. Se están creando muchos nuevos empleos. Con todo, son el capital y la tecnología los que, en esta nueva y móvil economía, se desplazan fácilmente por todo el mundo en busca de nuevas oportunidades. El trabajo, que no viaja con tanta facilidad, pudiera quedar atrás. El resultado para los trabajadores es una doble ansiedad: la competencia global y la pérdida de una red de seguridad social.

[...]

El Poder de las Ideas

Subyacente a todo esto ha habido un cambio fundamental en las ideas. En 1936, en las páginas finales de su famosa Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero, el eminente economista británico John Maynard Keynes, escribió que las ideas "son más poderosas de lo que generalmente se entiende. En realidad, el mundo casi no está gobernado por otra cosa. Los locos en el poder, los que escuchan voces en el aire, no hacen sino destilar su frenesí de lo que escribió algún académico años atrás… Tarde o temprano son las ideas, no los intereses creados, las que son peligrosas para bien y para mal".

La dramática redefinición del estado y el mercado en las últimas dos décadas demuestra una vez más la verdad del axioma keynesiano sobre el abrumador poder de las ideas. Ideas y conceptos que estaban decididamente fuera de los criterios establecidos se han desplazado, con bastante rapidez, hacia el centro del escenario y están reconformando las economías de todas partes del mundo. Incluso el mismo Keynes ha sido víctima de su propio frase. Durante el bombardeo de Londres en la II Guerra Mundial, Keynes tomó medidas para que un trasplantado economista austríaco, Friedrich von Hayek, fuera temporalmente alojado en un college de la Universidad de Cambridge. Fue un gesto generoso porque, después de todo, Keynes era el principal economista de su época y Hayek, un oscuro crítico. En los años de la postguerra, las teorías de Keynes sobre la administración gubernamental de la economía parecían inconquistables. Pero cincuenta años más tarde, el que ha sido desechado es Keynes y Hayek, el fiero defensor del mercado libre, es el que ha conquistado la preeminencia. La "nueva economía" keynesiana de Harvard puede haber dominado los gobiernos de Kennedy y Johnson en los años 60, pero es la escuela de mercado libre de la Universidad de Chicago la que es globalmente influyente en los años 90.

Pero si los economistas y otros pensadores son los que tienen las ideas, son los políticos los que las ponen en práctica. Y una de las principales lecciones de este gran cambio es la importancia de los líderes y del liderazgo. Keith Joseph, el auto-titulado "ministro del pensamiento," y su discípula Margaret Thatcher parecían estarse embarcando en un proyecto quijotesco cuando decidieron tratar de transformar la economía mixta de la Gran Bretaña. Pero no sólo triunfaron sino que influyeron en la agenda de buena parte del resto del mundo. Fue un devoto revolucionario, Deng Xiaoping, el que, mientras citaba frases de Marx, presionaba enérgicamente a la mayor economía del mundo para que se desembarazara del comunismo y se integrara a la economía mundial. Y, en Estados Unidos, las victorias de Ronald Reagan obligaron al Partido Demócrata a redefinirse a sí mismo.

El vocabulario de esta marcha hacia el mercado requiere una aclaración. Para los americanos, la batalla global entre el estado y el mercado puede resultar enigmática porque parece plantear "liberalismo" contra "liberalismo". En Estados Unidos, liberalismo significa ser partidario de un gobierno activista, intervencionista que expande su participación y su responsabilidad en la economía. En el resto del mundo, liberalismo significa casi exactamente lo contrario -lo que un liberal americano describiría como conservadurismo. Este tipo de liberalismo es partidario de reducir el papel del estado, garantizar el máximo de libertad individual, la libertad económica, la confianza en el mercado y la descentralización en la toma de decisiones. Tiene sus raíces intelectuales en pensadores como John Locke, Adam Smith y John Stuart Mill. Enfatiza la importancia de los derechos de propiedad y ve el papel del gobierno como el facilitador de la sociedad civil. De esta forma, cuando en este libro se discuta el liberalismo fuera de Estados Unidos, ya sea en la ex Unión Soviética, en América Latina o en cualquier otra parte, significa menos gobierno, no más.(*)


Reconectando el Pasado y el Futuro

La reafirmación de este liberalismo tradicional representa un renacimiento -en realidad, una reconexión con una tradición- ya que éste tuvo su apogeo a fines del siglo XX. En realidad, el mundo de vísperas del siglo XXI se parece al mundo de fines del siglo XIX - un mundo de crecientes oportunidades económicas y constante disminución de las barreras a los viajes y el comercio. Entonces, como ahora, nuevas tecnologías ayudaron a impulsar el cambio. Dos innovaciones del siglo XIX rompieron los límites de los ritmos naturales de los vientos y las mareas que , desde el principio de la civilización, habían definido el comercio. En la primera mitad del siglo XIX, el motor de vapor hizo posible que los ferrocarriles y los barcos ofrecieran un transporte más seguro, más rápido y más fácil de bienes y personas que ningún otro método conocido hasta entonces. En 1819, el barco americano Savannah cruzó el Atlántico usando un motor de vapor para apoyar sus velas. Para mediados del siglo XIX, el vapor estaba empezando a sustituir completamente el poder del viento. Cuando se tendió el primer cable telegráfico a través del Atlántico en 1865, tras tres intentos fallidos, se conectaron los mercados. La difusión de estas tecnologías impulsó una dramática expansión del comercio mundial. Por otra parte, suministró nuevas posibilidades al capital de inversión privado. Los fondos europeos se vertieron en las construcción de ferrocarriles en Norte y Sur América, en Africa y Asia, que conectaban las minas y plantaciones con los puertos. El dinero británico financió una parte tan importante del desarrollo ferrocarrilero de Estados Unidos y el país se convirtió en el campeón de los mercados emergentes del siglo XIX. A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la economía mundial experimentó una era de paz y crecimiento que, tras la carnicería de la I Guerra Mundial, fue recordada como una edad de Oro.


Pruebas Críticas

¿Qué impulsó el regreso hacia el liberalismo tradicional en todo el mundo? La adopción del estado como agente modernizador se convirtió en desilusión con la propiedad estatal y la intervención, debido a los costos inesperadamente grandes y a las consecuencias. La carga financiera sobrepasaba la capacidad administrativa de los gobiernos: las deudas y los déficits se habían hecho demasiado altos. La inflación se había vuelto crónica. En la medida en que iba creciendo el abismo entre las intenciones y los resultados, la confianza se convirtió en cinismo. La implosión del sistema soviético –la estrella polar de la planificación central- desacreditó a los estatismos de todo tipo, mientras que el ascenso y prosperidad de las economías del sudeste asiático apuntaban hacia un equilibrio diferente entre el estado y el mercado y subrayaba las virtudes de la participación en la economía global.

¿Durará este aparente triunfo del mercado? ¿O volverá a crecer el papel del gobierno? Creemos que la respuesta depende de cómo se desenvuelvan las respuestas a varias interrogantes fundamentales. ¿Garantizarán los mercados crecimiento económico, empleo y mejores niveles de vida? Y ¿cómo redefinirán el estado del bienestar social? ¿Serán los resultados justos y equitativos? ¿Qué le sucederá a la identidad nacional en la nueva economía intrnacional? ¿Estarán seguros los pueblos de que el medio ambiente está suficientemente protegido? ¿Cómo afrontarán las economías de mercado el costo de la demografía, el ascenso de los jóvenes en los países en desarrollo y la creciente proporción de viejos en los países industriales? Esas cuestiones, y los temas que representan, será parte de la páginas que siguen.

¿Cómo prosigue la trama de nuestra narrativa? Los primeros tres capítulos explican cómo los gobiernos tomaron control de las palancas de mando en Europa, Estados Unidos y el mundo en desarrollo, alcanzando lo que en los años 70 parecía una posición invencible. El capítulo 4 describe el primer gran contraataque, la revolución Thacherita de los años 80 en Gran Bretaña. El capítulo 5 explica las fuerzas que llevaron a "cambiar de opinión" al mundo en los años 80 y 90 sobre el corecto balance entre el gobierno y el mercado. Los capítulos del 6 al 8 se concentran en Asia, la dinámica de los países del sudeste asiático y las fuerzas que los transformaron después del "milagro," los veinte años del giro del comunismo al capitalismo en China, y los esfuerzos por desmantelar el "Permit Raj" de la India y reorientar esa nación hacia la economía mundial. El doloroso tránsito de América Latina de la dependencia a la terapia de choque es el tema del capítulo 9. El capítulo 10 explica cómo Rusia y Europa emprendieron el camino del mercado, y el abrupto recorrido desde entonces. La lucha de Europa por crear un mercado único y por reducir sus gobiernos –y por afrontar la grave situación del estado del bienestar social- es el tema del capítulo 11. El capítulo 12 estudia a los Estados Unidos en el marco del cambio global, explorando el impacto de la austeridad fiscal sobre un gobierno expansivo y las direcciones contrarias seguidas en cuanto a la regulación económica y los valores sociales. Y, finalmente el capítulo 13 especula sobre el futuro. ¿Cuáles son los problemas económicos, políticos y sociales esenciales que se van a confrontar en las diferentes partes del mundo? ¿Habrá algún retroceso del mercado o los cambios ocurridos son fundamentales y permanentes? ¿Y quién va a controlar los puestos de mando en el próximo siglo, el gobierno o el mercado?

Esta es, pues, nuestra historia. Una narrativa sobre los individuos, las ideas, los conflictos y los virajes que han cambiado el rumbo de las economías y el destino de las naciones en los últimos cincuenta años. La magnitud de la misma impone su propia disciplina. Se pudieran escribir una multitud de volúmenes sobre los Estados Unidos o sobre cualquiera de las otras regiones o países. En vez de eso, aquí los presentamos como parte de algo mayor: la turbulenta batalla sobre las palancas de mando, lo que está en juego, sus consecuencias y las perspectivas del próximo siglo.

Pero empecemos con una conferencia de paz cuya principal preocupación era, realmente, las fronteras políticas tradicionales. El año era 1945. El lugar, Berlín.

[...]

La teoría de la dependencia

El tradicional enfoque estatista en América Latina estuvo muy influido por lo que se conoce como la teoría de la dependencia. Esta racionalizaba el control del estado – altas barreras proteccionistas, una economía cerrada y un menosprecio general por el papel del mercado. Y desde fines de los años 40 hasta los años 80, disfrutó un dominio absoluto. Sus orígenes están en el final ee los años 20 y durante los años 30 y la Gran Depresión cuando el colapso de los precios de las materias primas devastó las economías latinoamericanas orientadas a la exportación. Al mismo tiempo, en consonancia con la época, la “seguridad nacional” se convirtió en una justificación para que los gobiernos se hicieran cargo de los “sectores estratégicos” de la economía con el presunto objetivo de satisfacer las necesidades del país y no las de los inversionistas extranjeros. Esto condujo a la formación de empresas petroleras estatales en un número de países. En Occidente, después de la II Guerra Mundial, el cambio hacia un mayor control estatal se vio impulsado tanto por el desarrollo del estado del bienestar social y el intervencionismo keynesiasno como por el prestigio del marxismo y de la Unión Soviética. Otro factor que también motivó a los economistas latinoamericanos y a sus gobiernos fue el anti-americanismo, la antipatía hacia las grandes empresas norteamericanas que se percibían como explotadoras en América Latina.

Los teóricos de la dependencia rechazaban los beneficios del comercio mundial. A fines de los años 40, los elementos esenciales de su concepción eran expuestos y promovidos por Comisión Económica Para América Latina (CEPAL) de Naciones Unidas y, muy especialmente, por el economista argentino Raúl Prebisch, que dirigió la comisión de 1948 a 1962. Prebisch empezó su carrera como “un firme creyente en las teorías neo-clásicas”. Pero, según dijo, “la primera gran crisis del capitalismo” – la Gran Depresión – me hizo plantearme serias dudas en relación con esas ideas”. Prebisch y sus colegas de la CEPAL propusieron una versión internacional de la inevitabilidad de la lucha de clases. Alegaron que la economía mundial estaba dividida entre el “centro” industrial – Estados Unidos y Europa Occidental – y la “periferia” productora de materias primas. Los términos de intercambio siempre trabajarían en contra de la periferia, lo que significaba que el centro explotaría constantemente a la periferia. Los ricos se harían más ricos y los pobres más pobres. Según esta concepción (1), el comercio internacional no era una forma de elevar el nivel de vida sino más bien una forma de robo y explotación que las naciones industriales y sus corporaciones multinacionales perpetraban sobre los pueblos en vías de desarrollo. Estas ideas se convirtieron en artículos de fe en las universidades latinoamericanas.

¿Qué hacer? La periferia debía de romper ese ciclo siniestro y tomar su propio camino. En vez de exportar materias primas e importar productos manufacturados, estos países debían de desplazarse lo más rápidamente posible hacia lo que llamó la industrialización de “substitución de importaciones’’ (ISI). Esto se podría lograr rompiendo los vínculos con el comercio mundial mediante altas tarifas y otras formas de proteccionismo. La lógica de la infancia de una industria se convirtió en la lógica de toda la industria. Las monedas fueron sobrevaloradas, lo que abarataba las importaciones de los equipos necesarios para la industrialización. Todas las demás importaciones fueron severamente racionadas mediante permisos y licencias. Las monedas sobrevaloradas también desalentaban las exportaciones agrícolas y de otras materias primas al aumentar sus precios y destruir su competitividad. Los precios nacionales eran controlados y manipulados, y los subsidios se multiplicaron. Muchas industrias y actividades fueron nacionalizadas. Una verdadera jungla de controles y regulaciones proliferó por toda la economía. La forma de hacer dinero era aprender a navegar por el laberinto burocrático y no servir al mercado. En general, lo que guiaba la economía eran las decisiones políticas y burocráticas, y no las señales y el feedback del mercado.

Hasta los años 70, este enfoque pareció funcionar. El ingreso real per cápita casi se duplicó entre 1950 y 1970. En el mismo período, el papel del estado siguió ampliándose asi como las empresas estatales. Se subieron las tarifas y otras barreras al comercio. La crítica más popular de la época era que los gobiernos no estaban haciendo lo suficiente, y que se debían de acercar al modelo de una economía centralmente planificada como la de la Unión Soviética y la Europa del este. La profunda debilidad del sistema permanecía fundamentalmente oculta – hasta principios de los años 80.


La década perdida

La crisis de la deuda golpeó muy duro a América Latina. Los préstamos habían sido enormes. Entre 1975 y 1982, la deuda externa de América Latina casi se cuadruplicó, pasando de $45,200 millones a $176,400 millones. Si se suman los préstamos a corto plazo y los créditos del Fondo Monetario Internacional, en 1982 la deuda era de $333,000 millones. Y, sin embargo, nadie le prestaba mucha atención hasta agosto de 1982, cuando México se vio al borde de la mora. Lo que siguió fue una doble bancarrota – financiera e intelectual. Las ideas que habían conformado el sistema económico de América Latina habían fracasado y los países latinoamericanos ya no podían financiarse. La dependencia los había llevado a la bancarrota. Los años que vinieron, en los que América Latina luchaba por reconformar su economía, fueron calificados como “la década perdida”. Y con razón. En 1990, el ingreso per cápita era menor que en 1980.

Con el pasar de los años, se tuvo que reconocer la enorme debilidad intrínseca del viejo sistema. Las empresas industriales – tanto privadas como estatales - que había alentado eran ineficientes debido al proteccionismo, la falta de competencia y el aislamiento de la innovación tecnológica. En su mayor parte, no priorizaba la calidad ni la cantidad del servicio. La agricultura sufrió mucho. Los déficits presupuestarios crecieron enormemente. Con una inflación generalizada y muy difícil de desarraigar, los ahorros familiares fueron arrasados. Por consiguiente, la gente no se podía retirar. La inflación creció niveles increíbles, empujada por los déficits y por una política monetaria relajada. Las economías nacionales perdieron los beneficios del comercio internacional y, como es lógico, no hubo ninguna mejora en la desigualdad social.


(*) ¿Cómo pudo alterarse tanto el significado de esta palabra en Estados Unidos? Durante la I Guerra Mundial, algunos de los principales escritores progresitas comenzaron a usar la palabra liberalismo como sustituto de progresismo, que había quedado maltrecha por su asociación con su héroe, Teodoro Roosevelt, que se había postulado y había perdido en la boleta de un tercer partido, el Progresista. A los liberales tradicionales no les gustó el ver transformado el sentido del nombre. En los años 20, The New York Times criticaba "la expropiación de la tradicional palabra "liberal" y pedía que "la escuela Radical-Roja de pensamiento… devuelva la palabra "liberal" a sus dueños originales". A principio de los años 30, Herbert Hoover y Franklin Roosevelt discutieron quién era el verdadero liberal. Roosevelt ganó, adoptando el término para esquivar las acusaciones de izquierdista. Podía afirmar que el liberalismo era "simple inglés para un cambio de concepto sobre los deberes y responsabilidades del gobierno con la vida económica". Y, desde el New Deal, liberalismo en Estados Unidos ha quedado identificado con la expansión del papel del gobierno en la economía.

Sunday, September 28, 2008

Muerte y resurección de Hayek

Nota del editor: Este artículo de Mario Vargas Llosa salió publicado en la curiosa fecha del 5 de abril de 1992 en el diario El País (Madrid). En el mismo, MVLL explica que sus tres principales fuentes liberales son, primero Popper, seguido de Hayek y Berlin, para luego hacer una interesantísima semblanza de Friedrich August von Hayek, enfatizando el hecho de que recibió el más importante tributo al final de su vida con los hechos económicos y políticos sucedidos a finales del siglo XX. No coincido con MVLL en que Hayek linda en el anarquismo por su excesiva - según él - predilección por el mercado, comentario que ha hecho en otro momento. Pienso que MVLL confunde a Hayek con anarquistas capitalistas como Murray Rothbard o Hans-Hermann Hoppe.

Si tuviera que nombrar los tres pensadores modernos a los que debo más, no vacilaría un segundo: Popper, Hayek e Isaías Berlin. A los tres comencé a leerlos, hace 20 años, cuando salía de las ilusiones y sofismas del socialismo y buscaba, entre las filosofías de la libertad, las que habían desmenuzado mejor las falacias constructivistas (fórmula de Hayek) y las que proponían ideas más radicales para lograr, en democracia, aquello que el colectivismo y el estatismo habían prometido sin conseguirlo nunca: un sistema capaz de congeniar esos valores contradictorios que son la igualdad y la libertad, la justicia y la prosperidad. Entre esos pensadores, ninguno fue tan lejos ni tan a fondo como Frederich von Hayek, el viejo maestro nacido en Viena, nacionalizado británico, profesor en la London School of Economics, en Chicago y en Friburgo —en verdad, ciudadano universal—, que acaba de morir, en sus luminosos 92 años, y a quien el destino deparó acaso la mayor recompensa a que puede aspirar un intelectual: ver cómo la historia contemporánea confirmaba buena parte de sus teorías y hacía añicos las de sus adversarios.

De estas tesis, la más conocida, y hoy tan comprobada que ha pasado a ser poco menos que una banalidad, es la que expuso en su pequeño panfleto de 1944, The road to serfdom (Camino hacia la servidumbre): que la planificación centralizada de la economía mina de manera inevitable los cimientos de la democracia y hace del fascismo y del comunismo dos expresiones de un mismo fenómeno, el totalitarismo, cuyos virus contaminan a todo régimen, aun el de apariencia más libre, que pretenda controlar el funcionamiento del mercado.

La famosa polémica de Hayek con Keynes no fue nunca tal cosa, sino el alegato solitario, y transitoriamente inútil, de un hombre con convicciones contra la cultura de su época. Las teorías intervencionistas del brillante Keynes, según el cual el Estado podía y debía regular el crecimiento económico, supliendo las carencias y corrigiendo los excesos del laissez-faire, eran ya un axioma incontrovertible de socialistas, socialdemócratas, conservadores y aun supuestos liberales del viejo y nuevo mundo, cuando Hayek lanzó aquel formidable llamado de atención al gran público, que resumía lo que venía sosteniendo en sus trabajos académicos y técnicos desde que, en los años treinta, junto a Ludwig von Mises, inició la reivindicación y actualización del liberalismo clásico de Adam Smith. Aunque The road to serfdom alcanzó cierto éxito, sus ideas sólo tuvieron eco en grupos marginales del mundo académico y político, y, por ejemplo, el país en el que fue escrito el libro, Gran Bretaña, inició en esos años su marcha hacia el populismo laborista y el Estado-benefactor, es decir, hacia la inflación y la decadencia que sólo vendría a interrumpir el formidable (pero, por desgracia trunco) sobresalto libertario de Margaret Thatcher. Como Von Mises, como Popper, Hayek no puede ser encasillado dentro de una especialidad, en su caso la economía, porque sus ideas son tan renovadoras en el campo económico como en los de la filosofía, el derecho, la sociología, la política, la historia y la ética. En todos ellos hizo gala de una originalidad y un radicalismo que no tiene parangón dentro de los pensadores modernos. Y, siempre, manteniendo el semblante de un escrupuloso respeto de la tradición clásica liberal y de las formas rigurosas de la investigación académica. Pero sus trabajos están impregnados de fiebre polémica, irreverencia contra lo establecido, creatividad intelectual y, a menudo, de propuestas explosivas, como la de privatizar y librar al mercado la fabricación del dinero de las naciones.

Su obra magna es, tal vez, Constitution of liberty (La constitución de la libertad), de 1960, a la que vendrían a enriquecer los tres densos volúmenes de Derecho, Legislación y Libertad en la década de los setenta. En estos libros está explicado, con una lucidez conceptual que se apoya en un enciclopédico conocimiento de la práctica, de lo vivido en el curso de la civilización, lo que es el mercado, ese sistema casi infinito de relación entre los seres que conforman una sociedad, y de las sociedades entre sí, para comunicarse recíprocamente sus necesidades y aspiraciones, para satisfacerlas y materializarlas, para organizar la producción y los recursos en función de aquéllas, y los inmensos beneficios en todos los órdenes que trajo al ser humano aquel sistema que nadie inventó, que fue naciendo y perfeccionándose a resultas del azar y, sobre todo, de la irrupción de ese accidente en la historia humana que es la libertad.

Sólo para los ignorantes y para sus enemigos, empeñados en caricaturizar la verdad a fin de mejor refutarla, es el mercado un sistema de libres intercambios. La obra entera de Hayek es un prodigioso esfuerzo científico e intelectual para demostrar que la libertad de comerciar y de producir no sirve de nada —como lo están comprobando esos recién venidos a la filosofía de Hayek que son los países ex socialistas de Europa central y de la ex Unión Soviética y las repúblicas mercantilistas de América Latina— sin un orden legal estricto que garantice la propiedad privada, el respeto de los contratos y un poder judicial honesto, capaz y totalmente independiente del poder político. Sin estos requisitos básicos, la economía de mercado es una pura farsa, es decir, una retórica tras de la cual continúan las exacciones y corruptelas de una minoría privilegiada a expensas de la mayoría de la sociedad.

Quienes, por ingenuidad o mala fe, esgrimen hoy las dificultades que atraviesan Rusia, Venezuela y otros países que inician (y, a menudo, mal) el tránsito hacia el mercado, como prueba del fracaso del liberalismo, deberían leer a Hayek. Así sabrían que el liberalismo no consiste en soltar los precios y abrir las fronteras a la competencia internacional, sino en la reforma integral de un país, en su privatización y descentralización a todos los niveles y en la transferencia a la sociedad civil, a la iniciativa de los individuos, soberanos de todas las decisiones económicas. Y en la existencia de un consenso respecto a unas reglas de juego que privilegien siempre al consumidor sobre el productor, al productor sobre el burócrata, al individuo frente al Estado y al hombre vivo y concreto de aquí y de ahora sobre esta abstracción: la humanidad futura. El gran enemigo de la libertad es el constructivismo, aquella fatídica pretensión (así se titula el último libro de Hayek, Fatal conceit, de 1989) de querer organizar, desde un centro cualquiera de poder, la vida de la comunidad, sustituyendo las formas espontáneas, las instituciones surgidas sin premeditación ni control, por estructuras artificiales y encaminadas a objetivos como racionalizar la producción, redistribuir la riqueza, imponer el igualitarismo o uniformar al todo social en una ideología, cultura o religión. La crítica feroz de Hayek al constructivismo no se detiene en el colectivismo de los marxistas ni en el Estado-benefactor de socialistas y socialdemócratas, ni en lo que el socialcristianismo llama el principio de la supletoridad, ni en esa forma degenerada del capitalismo que es el mercantilismo, es decir, las alianzas mafiosas del poder político y empresarios influyentes para, prostituyendo el mercado, repartirse dádivas, monopolios y prebendas.

No se detiene en nada, en verdad. Ni siquiera en el sistema del que ha sido, acaso, el más pugnaz valedor de nuestro tiempo: la democracia. A la que, en sus últimos años, el indomable Hayek se dedicó a autopsiar de manera muy crítica, describiendo sus deficiencias y deformaciones, una de las cuales es el mercantilismo y, otra, la dictadura de las mayorías sobre las minorías, tema que lo hizo proclamar que temía por el futuro de la libertad en el mundo en los precisos momentos en que se celebraba, con la caída de los regímenes comunistas, lo que a otros parecía la apoteosis del sistema democrático en el planeta. Para contrarrestar aquel monopolio del poder que las mayorías ejercen en las sociedades abiertas y garantizar la participación de las minorías en el Gobierno y en la toma de decisiones, Hayek imaginó un complicado sistema —que no vacilo en llamar utopía— llamado la demarquía, en el que una Asamblea legislativa, elegida por 15 años, entre ciudadanos mayores de 45 años y por hombres y mujeres de esa misma edad, se encargaría de velar por los derechos fundamentales, en tanto que un Parlamento, semejante a los existentes en los países democráticos, estaría dedicado a los asuntos corrientes y a los temas de actualidad.

La única vez que conversé con Hayek alcancé a decirle que, leyéndolo, había tenido a ratos la impresión de que algunas de sus teorías (no la demarquía) materializaban aquel ambicionado fuego fatuo: el rescate, por el liberalismo, del ideal anarquista de un mundo sin coerción, de pura espontaneidad, con un mínimo de autoridad y un máximo de libertad, enteramente construido alrededor del individuo. Me miró con benevolencia e hizo una cita burlona de Bakunin, por quien, naturalmente, no podía tener la menor simpatía.

Y, sin embargo, en algo se parecen el desmelenado príncipe decimonónico de vida aventurera que quería romper todas las cadenas que frenan o ciegan los impulsos creativos del hombre, y el metódico y erudito profesor de mansa vida que, poco antes de morir, afirmaba en una entrevista: “Todo liberal debe ser un agitador”. En la fe desmedida que ambos profesaron siempre a esa hija de azar y la imaginación que es la libertad —la más preciosa criatura que el Occidente haya aportado al mundo— para dar soluciones a todos los problemas y catapultar la aventura humana siempre a nuevas y riesgosas hazañas.