Liberal Thinking

Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal

Saturday, February 24, 2018

Capitalismo y socialismo: Entrevista a Friedrich August von Hayek

Carlos Rangel entrevistó a Friedrich August von Hayek el 17 de mayo de 1981 acerca del capitalismo y el socialismo en Caracas, Venezuela. Esta entrevista fue publicada originalmente en junio del mismo año en el diario El Universal de Venezuela.

Carlos Rangel: Gran parte de su labor intelectual ha consistido en una comparación crítica entre elcapitalismo y el socialismo, entre el sistema basado en la propiedad privada y la economía de mercado, y el sistema basado en la estatización de los medios de producción y la planificación central. Como es bien sabido, usted ha sostenido que el primero de estos sistemas es abrumadoramente superior al segundo. ¿En qué basa usted esa posición?
Friedrich August von Hayek: Yo iría más lejos que la afirmación de una superioridad del capitalismo sobre el socialismo. Si el sistema socialista llegare a generalizarse, se descubriera que ya no sería posible dar ni una mínima subsistencia a la actual población del mundo y mucho menos a una población aun más numerosa. La productividad que distingue al sistema capitalista se debe a su capacidad de adaptación a una infinidad de variables impredecibles, y a su empleo, por vías automáticas, de un enorme volumen de información extremadamente dispersa entre millones y millones de personas (toda la sociedad), información que por lo mismo jamás estará a la disposición de planificadores. En el sistema de economía libre, esa información puede decirse que ingresa de forma continua a una especie de supercomputadora: el mercado, que allí es procesada de una manera no sólo abrumadoramente superior, como usted expresó, sino de una manera realmente incomparable con la torpeza primaria de cualquier sistema de planificación.
CR: Últimamente se ha puesto de moda entre los socialistas admitir que la abolición de la propiedad privada y de la economía de mercado en aquellos países que han adoptado el socialismo, no ha producido los resultados esperados por la teoría. Pero persisten en sostener que algún día, en alguna parte, habrá un socialismo exitoso. Exitoso políticamente, puesto que no sólo no totalitario sino generador de mayores libertades que el capitalismo; y exitoso económicamente. ¿Qué dice usted de esa hipótesis?
FAvH: Yo no tengo reprobación moral contra el socialismo. Me he limitado a señalar que los socialistas están equivocados en su manejo de la realidad. Si se tratara de contrastar juicios de valor, un punto de vista divergente al de uno sería por principio respetable. Pero no se puede ser igualmente indulgente con una equivocación tan obvia y tan costosa. Esa masa de información a la que me referí antes, y de la cual el sistema de economía de mercado y de democracia política hace uso en forma automática, ni siquiera existe toda en un momento determinado, sino que está constantemente siendo enriquecida por la diligencia de millones de seres humanos motivados por el estímulo de un premio a su inteligencia y a su esfuerzo. Hace sesenta años Mises demostró definitivamente que en ausencia de una economía de mercado funcional, no puede haber cálculo económico. Por allí se dice a su vez que Oskar Lange refutó a Mises, pero mal puede haberlo hecho ya que nunca ni siquiera lo comprendió. Mises demostró que el cálculo económico es imposible sin la economía de mercado. ¡Lange sustituye “contabilidad” por “cálculo”, y enseguida derriba una puerta abierta demostrando a su vez que la contabilidad, el llevar cuentas, es posible en el socialismo!
CR: Un punto de vista muy extendido consiste en creer que es posible mantener las ventajas de la economía de mercado y a la vez efectuar un grado considerable de planificación que corrija los defectos del capitalismo.
FAvH: Esa es una ilusión sin base ni sentido. El mercado emite señales muy sutiles que los seres humanos detectan bien o mal, según el caso, en un proceso que nadie podrá jamás comprender enteramente. La idea de que un gobierno pueda “corregir” el funcionamiento de un mecanismo que nadie domina, es disparatada. Por otra parte, cuando se admite una vez la bondad del intervencionismo gubernamental en la economía, se crea una situación inestable, donde la tendencia a una intervención cada vez mayor y más destructiva será finalmente incontenible. Claro que no se debe interpretar esto en el sentido que no se deba reglamentar el uso de la propiedad. Por ejemplo, es deseable y necesario legislar para que las industrias no impongan a la sociedad el costo que significa la contaminación ambiental.
CR: En su juventud usted creyó en el socialismo. ¿Cuándo y por qué cambió usted tan radicalmente?
FAvH: La idea de que si usamos nuestra inteligencia nosotros podremos organizar la sociedad mucho mejor, y hasta perfectamente, es muy atractiva para los jóvenes. Pero tan pronto como inicié mis estudios de economía, comencé a dudar de semejante utopía. Justamente entonces, hace exactamente casi sesenta años, Ludwig von Mises publicó en Viena el artículo donde hizo su famosa demostración de que el cálculo económico es imposible en ausencia del complejísimo sistema de guías y señales que sólo puede funcionar en una economía de mercado. Ese artículo me convenció completamente de la insensatez implícita en la ilusión de que una planificación central pueda mejorar en lo más mínimo la sociedad humana. Debo decir que a pesar del poder de convicción de ese artículo de Mises, luego me di cuenta de que sus argumentos eran ellos mismos demasiado racionalistas. Desde entonces he dedicado mucho esfuerzo a plantear la misma tesis de una manera un tanto diferente. Mises nos dice: Los hombres deben tener la inteligencia para racionalmente escoger la economía de mercado y rechazar el socialismo. Pero desde luego no fue ningún raciocinio humano lo que creó la economía de mercado, sino un proceso evolutivo. Y puesto que el hombre no hizo el mercado, no lo puede desentrañar jamás completamente o ni siquiera aproximadamente. Reitero que es un mecanismo al cual todos contribuimos, pero que nadie domina. Mises combinó su creencia en la libertad con el utilitarismo, y sostuvo que se puede y se debe, mediante la inteligencia, demostrar que el sistema de mercado es preferible al socialismo, tanto política como económicamente. Por mi parte creo que lo que está a nuestro alcance es reconocer empíricamente cuál sistema ha sido en la práctica beneficioso para la sociedad humana, y cuál ha sido en la práctica perverso y destructivo.
CR: ¿Por qué usted, un economista, escribió un libro político como El camino hacia la servidumbre(The Road to Serfdom, 1943) una de cuyas consecuencias no podía dejar de ser una controversia perjudicial a sus trabajos sobre economía?
FAvH: Yo había emigrado a Inglaterra varios años antes; y aún antes de que sobreviniera la segunda guerra, me consternaba que mis amigos ingleses “progresistas” estuvieran todos convencidos de que el nazismo era una reacción antisocialista. Yo sabía, por mi experiencia directa del desarrollo del nazismo, que Hitler era él mismo socialista. El asunto me angustió tanto que comencé a dirigir memoranda internos a mis colegas en la London School of Economics para tratar de convencerlos de su equivocación. Esto produjo entre nosotros conversaciones y discusiones de las cuales finalmente surgió el libro. Fue un esfuerzo por persuadir a mis amigos ingleses de que estaban interpretando la política europea en una forma trágicamente desorientada. El libro cumplió su cometido. Suscitó una gran controversia y hasta los socialistas ingleses llegaron a admitir que había riesgos de autoritarismo y de totalitarismo en un sistema de planificación central. Paradójicamente donde el libro fue recibido con mayor hostilidad fue en el supuesto bastión del capitalismo: los Estados Unidos. Allí había en ese entonces una especie de inocencia en relación a las consecuencias del socialismo, y una gran influencia socialista en las políticas del “Nuevo Trato” roosveltiano. A todos los intelectuales estadounidenses, casi sin excepción, el libro apareció como una agresión a sus ideales y a su entusiasmo.
CR: En Los fundamentos de la libertad, que es de 1959, usted afirma lo siguiente de manera terminante: “En Occidente, el socialismo está muerto”. ¿No incurrió usted en un evidente exceso de optimismo?
FAvH: Yo quise decir que está muerto en tanto que poder intelectual; vale decir, el socialismo según su formulación clásica: la nacionalización de los medios de producción, distribución e intercambio. El ánimo socialista, ya mucho antes de 1959 había, en Occidente, buscado otras vías de acción a través del llamado “Estado Bienestar” (Welfare State) cuya esencia es lograr las metas del socialismo, no mediante nacionalizaciones, sino por impuestos a la renta y al capital que transfieran al Estado una porción cada vez mayor del PTB (Producto Total Bruto), con todas las consecuencias que eso acarrea.
CR: Sin embargo, François Miterrand acaba de ser electo presidente de Francia habiendo ofrecido un programa socialista bastante clásico, en cuanto que basado en extensas nacionalizaciones…
FAvH: Pues va a meterse en líos terribles.
CR: Pero eso no refuta el hecho de que su oferta electoral fue socialista, y fue aceptada por un país tan centralmente occidental como Francia, bastante después de que usted extendiera la partida de defunción del socialismo en Occidente.
FAvH: Usted tiene toda la razón. Me arrincona usted y me obliga a responderle que nunca he podido comprender el comportamiento político de los franceses…
CR: Permítame ser abogado del diablo. Se puede argumentar con mucha fuerza que no sólo no está muerto el socialismo en Occidente, sino que tal como lo sostuvo Marx, es el capitalismo el sistema que se ha estado muriendo y que se va a morir sin remedio. Es un hecho que muy poca gente, aún en los países de economía de mercado admirable y floreciente, parecen darse cuenta de que el bienestar y la libertad que disfrutan tiene algo que ver con el sistema capitalista, y a la vez tienden a atribuir todo cuanto identifican como reprobable en sus sociedades, precisamente al capitalismo.
FAvH: Eso es cierto, y es una situación peligrosa. Pero no es tan cierto hoy como lo fue ayer. Hace cuarenta años la situación era infinitamente peor. Todos aquellos a quienes he llamado “diseminadores de ideas de segunda mano”: maestros, periodistas, etc., habían sido desde mucho antes conquistados por el socialismo y estaban todos dedicados a inculcar la ideología socialista a los jóvenes y en general a toda la sociedad, como un catecismo. Parecía ineluctable que en otros veinte años el socialismo abrumaría sin remedio al liberalismo. Pero vea usted que eso no sucedió. Al contrario, quienes por haber vivido largo tiempo podemos comparar, constatamos que mientras los dirigentes políticos siguen empeñados por inercia en proponer alguna forma de socialismo, de asfixia o de abolición de la economía de mercado, los intelectuales de las nuevas generaciones están cuestionando cada vez más vigorosamente el proyecto socialista en todas sus formas. Si esta evolución persiste, como es dable esperar, llegaremos al punto en que los diseminadores de ideas de segunda mano a su vez se conviertan en vehículos del cuestionamiento del socialismo. Es un hecho recurrente en la historia que se produzca un descalco entre la práctica política y la tendencia próxima futura de la opinión pública, en la medida en que ésta está destinada a seguir por el camino que están desbrozando los intelectuales, que será enseguida tomado por los subintelectuales (los diseminadores de ideas de segunda mano) y finalmente por la mayoría de la sociedad. Es así como puede ocurrir lo que hemos visto en Francia: que haya todavía una mayoría electoral para una ideología —el socialismo— que lleva la muerte histórica inscrita en la frente.
CR: Según el marxismo la autodestrucción de la sociedad capitalista ocurrirá inexorablemente por una de dos vías, o por sus efectos combinados y complementados: (1) La asfixia de las nuevas, inmensas fuerzas productivas suscitadas por el capitalismo, por la tendencia a la concentración del capital y a la disminución de los beneficios. (2) La rebelión de los trabajadores, desesperados por su inevitable pauperización hasta el mínimo nivel de subsistencia. Ni una cosa ni la otra han sucedido. En cambio se suele pasar por alto una tercera crítica de Marx a la sociedad liberal, terriblemente ajustada a lo que sí ha venido sucediendo: “La burguesía (leemos en el Manifiesto comunista) no puede existir sin revolucionar constantemente los instrumentos de producción y con ello las relaciones sociales. En contraste, la primera condición de existencia de las anteriores clases dominantes fue la conservación de los viejos modos de producción. Lo que distingue la época burguesa de todas las anteriores, es esa constante revolución de la producción, esa perturbación de todas las condiciones sociales, esa inseguridad y agitación eternas. Todas las relaciones fijas, congeladas, son barridas junto con su secuela de opiniones y prejuicios antiguos y venerables. Todas las opiniones que se forman nuevas, a su vez se hacen anticuadas antes de que puedan consolidarse. Todo cuanto es sólido se disuelve en el aire. Todo lo sagrado es profanado. Y así el hombre se encuentra por fin obligado a enfrentar, con sus sentidos deslastrados, sus verdaderas condiciones de vida, y sus verdaderas relaciones con sus semejantes”. ¿No corresponde en efecto esa descripción a lo que sucede en la sociedad capitalista? ¿Y no es eso suficiente para explicar el desapego de tanta gente a las ventajas de esa sociedad sobre su alternativa socialista?
FAvH: En cierto sentido sí. Lo que usted llama ventajas del sistema capitalista, han sido posibles, allí donde la economía de mercado ha dado sus pruebas, mediante la domesticación de ciertas tendencias o instintos de los seres humanos, adquiridos durante millones de años de evolución biológica y adecuados a un estadio cuando nuestros antepasados no tenían personalidad individual. Fue mediante la adquisición cultural de nuevas reglas de conducta que el hombre pudo hacer la transición desde la microsociedad primitiva a la microsociedad civilizada. En aquella los hombres producían para sí mismos y para su entorno inmediato. En esta producimos no sabemos para quién, y cambiamos nuestro trabajo por bienes y servicios producidos igualmente por desconocidos. De ese modo la productividad de cada cual y por ende la del conjunto de la sociedad ha podido llegar a los niveles asombrosos que están a la vista. Ahora bien, la civilización para funcionar y para evolucionar hasta el estadio de una economía de mercado digna de ese nombre requiere, como antes dije, remoldear al hombre primitivo que fuimos, mediante sistemas legales y sobre todo a través del desarrollo de cánones éticos culturalmente inculcados, sin los cuales las leyes serían por lo demás inoperantes. Es importante señalar que hasta la revolución industrial esto no produjo esa incomprensión, hoy tan generalizada, sobre las ventajas de la economía de mercado; un gran paradoja, en vista que ha sido desde entonces cuando este sistema ha dado sus mejores frutos en forma de bienes y servicios, pero también de libertad política, allí donde ha prevalecido. La explicación es que hasta el siglo XVIII las unidades de producción eran pequeñas. Desde la infancia todo el mundo se familiarizaba con la manera de funcionar de la economía, palpaba eso que llamamos el mercado. Fue a partir de entonces que se desarrollaron las grandes unidades de producción, en las cuales (y en esto Marx vio justo) los hombres se desvinculan de una comprensión directa de los mecanismos y por lo tanto de la ética de la economía de mercado. Esto tal vez no hubiera sido decisivo sino hubiera coincidido con ciertos desarrollos de las ideas que no fueron por cierto causados por la revolución industrial, sino que en su origen la anteceden. Me refiero al racionalismo de Descartes: el postulado de que no debe creerse en nada que no pueda ser demostrado mediante un razonamiento lógico. Esto, que en un principio se refería al conocimiento científico, fue enseguida trasladado a los terrenos de la ética y de la política. Los filósofos comenzaron a predicar que la humanidad no tenía por qué continuar ateniéndose a normas éticas cuyo fundamento racional no pudiese ser demostrado. Hoy, después de dos siglos, estamos dando la pelea —la he dado yo toda mi vida— por demostrar que hay fortísimas razones para pensar que la propiedad privada, la competencia, el comercio (en una palabra, la economía de mercado) son los fundamentos de la civilización y desde luego de la evolución de la sociedad humana hacia la tolerancia, la libertad y el fin de la pobreza. Pero cuando la ética de la economía de mercado fue de pronto cuestionada en el siglo XVIII por Rousseau y luego, con la fuerza que sabemos, por Marx, parecía no haber defensa posible ni manera de objetar la proposición de que era posible crear una “nueva moral” y un “hombre nuevo”, conformes ambos, por lo demás, a la “verdadera” naturaleza humana, supuestamente corrompida por la civilización y más que nunca contradicha por el capitalismo industrial y financiero. Debo decir que para quien persista en estar persuadido por la ilusión rousseaunania-marxista de que está en nuestro poder regresar a nuestra “verdadera” naturaleza con tal de abolir la economía de mercado, la argumentación socialista resultará irresistible. Por fortuna ocurre que va ganando terreno la convicción contraria, por la constatación de que prácticamente todo cuanto estimamos en política y en economía deriva directamente de la economía de mercado, con su capacidad de sortear los problemas y de hallar soluciones (en una forma que no puede ser sustituida por ningún otro sistema) mediante la adaptación de un inmenso número de decisiones individuales a estímulos que no son ni pueden ser objeto de conocimiento y mucho menos de catalogación y coordinación por planificadores. Nos encontramos, pues, en la posición siguiente (y espero que esto responda a su pregunta): (1) La civilización capitalista, con todas sus ventajas, pudo desarrollarse porque existía para ella el piso de un sistema ético y de un conjunto orgánico de creencias que nadie había construido racionalmente y que nadie cuestionaba. (2) El asalto racionalista contra ese fundamento de costumbres, creencias y comportamientos, en coincidencia con la desvinculación de la mayoría de los seres humanos de aquella vivencia de la economía de mercado que era común en la sociedad preindustrial, debilitó casi fatalmente a la civilización capitalista, creando una situación en la cual sólo sus defectos eran percibidos, y no sus beneficios. (3) Puesto que el socialismo ya no es una utopía, sino que ha sido ensayado y están a la vista sus resultados, es ahora posible y necesario intentar rehabilitar la civilización capitalista. No es seguro que este intento sea exitoso. Tal vez no lo será. De lo que si estoy seguro es de que en caso contrario (es decir, si el socialismo continúa extendiéndose) la actual inmensa y creciente población del mundo no podrá mantenerse, puesto que sólo la productividad y la creatividad de la economía de mercado han hecho posible esto que llaman la “explosión demográfica”. Si el socialismo termina por prevalecer, nueve décimos de la población del mundo perecerán de hambre, literalmente.
CR: Algunos de los más eminentes y profundos pensadores liberales, como Popper y Schumpeter, han expresado el temor de que la sociedad liberal, no obstante ser incomparablemente superior al socialismo, sea precaria y tal vez no sólo no esté destinada a extenderse al mundo entero —como se pensó hace un siglo— sino que termine por autodestruirse, aún allí donde ha florecido. Karl Popperseñala que el proyecto socialista responde a la nostalgia que todos llevamos dentro, por la sociedad tribal, donde no existía el individuo. Schumpeter sostuvo que la civilización capitalista, por lo mismo que es consustancial con el racionalismo, el libre examen, la crítica constante de todas las cosas, permite, pero además propicia, estimula y hasta premia el asalto ideológico contra sus fundamentos, con el resultado de que finalmente hasta los empresarios dejan de creer en la economía de mercado.
FAvH: En efecto, Joseph Schumpeter fue el primer gran pensador liberal en llegar a la conclusión desoladora de que el desapego por la civilización capitalista, que ella misma crea, terminará por conducir a su extinción y que, en el mejor de los casos, un socialismo de burócratas administradores está inscrito en la evolución de las ideas. Pero no olvidemos que Schumpeter escribió estas cosas (en Capitalismo, socialismo y democracia) hace más de cuarenta años. Ya he dicho que en el clima intelectual de aquel momento, el socialismo parecía irresistible y con ellos la segura destrucción de las bases mínimas de la existencia de la mayoría de la población del mundo. Esto último no lo percibió Schumpeter. Era un liberal, como usted ha dicho, y además un gran economista, pero compartía la ilusión de muchos en nuestra profesión de que la ciencia económica matemática hace posible una planificación tolerablemente eficiente. De modo que, a pesar de estar él mismo persuadido de que la economía de mercado es preferible, suponía soportable la pérdida de eficiencia y de productividad inevitable al ser la economía de mercado donde quiera sustituida por la planificación. Es decir, que no se dio cuenta Schumpeter hasta qué punto la supervivencia de la economía de mercado, por lo menos allí donde existe, es una cuestión de vida o muerte para el mundo entero.
CR: Eso puede ser cierto, y de serlo debería inducir a cada hombre pensante a resistir el avance del socialismo. Pero lo que vemos (y de nuevo me refiero a Schumpeter) es que los intelectuales de Occidente, con excepciones, han dejado de creer que la libertad sea el valor supremo y además la condición óptima de la sociedad. Ni siquiera el ejemplo de lo que invariablemente le sucede a los intelectuales en los países socialistas, los desanima de seguir propugnando el socialismo para sus propios países y para para el mundo.
FAvH: Para el momento cuando Schumpeter hizo su análisis y descripción del comportamiento de los intelectuales en la civilización capitalista, yo estaba tan desesperado y era tan pesimista como él. Pero ya no es cierto que sean pocas las excepciones. Cuando yo era muy joven, sólo algunos ancianos (entre los intelectuales) creían en las virtudes y en las ventajas de la economía libre. En mi madurez, éramos un pequeño grupo, se nos consideraba excéntricos, casi dementes y se nos silenciaba.
Pero hoy, cuarenta años más tarde, nuestras ideas son conocidas, son escuchadas, están siendo debatidas y consideradas cada vez más persuasivas. En los países periféricos los intelectuales que han comprendido la infinita capacidad destructiva del socialismo todavía son pocos y están aislados. Pero en los países que originaron la ideología socialista —Gran Bretaña, Francia, Alemania— hay un vigoroso movimiento intelectual a favor de la economía de mercado como sustento indispensable de los valores supremos del ser humano. Los protagonistas de este renacimiento del pensamiento liberal son hombres jóvenes, y a su vez tienen discípulos receptivos y atentos en sus cátedras universitarias. Debo admitir, sin embargo, que esto ha sucedido cuando el terreno perdido había sido tanto, que el resultado final permanece en duda. Por inercia, los dirigentes políticos en casi todos los casos siguen pensando en términos de la conveniencia, o en todo caso de la inevitabilidad de alguna forma de socialismo y, aún liberales, suponen políticamente no factible desembarazar a sus sociedades de todos los lastres, impedimentos, distorsiones y aberraciones que se han ido acumulando, incorporados a la legislación, pero también a las costumbres de la administración pública, por la influencia de la ideología socialista. Es decir, que el movimiento político persiste en ir en la dirección equivocada; pero ya no el movimiento intelectual. Esto lo digo con conocimiento de causa. Durante años, tras la publicación de El camino de la servidumbre, me sucedía que al dar una conferencia en alguna parte, frente a públicos académicos hostiles, con un fuerte componente de economistas persuadidos de la omnipotencia de nuestra profesión y en la consiguiente superioridad de la planificación sobre la economía de mercado, luego se me acercaba alguien y me decía: quiero que sepa que yo por lo menos estoy de acuerdo con usted. Eso me dio la idea de fundar la Sociedad Mont Pelerin, para que estos hombres aislados y a la defensiva tuvieran un nexo, conocieran que no estaban solos y pudieran periódicamente encontrarse, discutir, intercambiar ideas, diseñar planes de acción. Pues bien, treinta años más tarde parecía que la Sociedad Mont Pelerin ya no era necesaria, tal era la fuerza, el número, la influencia intelectual en las universidades y en los medios de comunicación de los llamados neoliberales. Pero decidimos mantenerla en actividad porque nos dimos cuenta de que la situación en que habíamos estado años antes en Europa, en los Estados Unidos y en el Japón, es la situación en la cual se encuentran hoy quienes defienden la economía de mercado en los países en desarrollo y más bien con mucha desventaja para ellos, puesto que se enfrentan al argumento de que el capitalismo ha impedido o frenado el desarrollo económico, político y social de sus países, cuando lo cierto es que nunca ha sido verdaderamente ensayado.
CR: Una de las maneras más eficaces que han empleado los ideólogos socialistas para desacreditar el pensamiento liberal, es calificarlo de “conservador”. De tal manera que, casi todo el mundo está convencido, de buena fe, de que usted es un conservador, un defensor a ultranza del orden existente, un enemigo de toda innovación y de todo progreso.
FAvH: Estoy tan consciente de eso que dediqué todo el último capítulo de mi libro Los fundamentos de la libertad precisamente a refutar esa falacia. En ese capítulo cito a uno de los más grandes pensadores liberales, Lord Acton, quien escribió: “Reducido fue siempre el número de los auténticos amantes de la libertad. Por eso, para triunfar, frecuentemente debieron aliarse con gente que perseguían objetivos bien distintos a los que ellos propugnaban. Tales asociaciones, siempre peligrosas, a veces han resultado fatales para la causa de la libertad, pues brindaron a sus enemigos argumentos abrumadores”. Así es: los verdaderos conservadores merecen el descrédito en que se encuentran, puesto que su característica esencial es que aman la autoridad y temen y resisten el cambio. Los liberales amamos la libertad y sabemos que implica cambios constantes, a la vez que confiamos en que los cambios que ocurran mediante el ejercicio de la libertad serán los que más convengan o los que menos daño hagan a la sociedad.

Thursday, April 09, 2015

La pretensión del conocimiento

Nota del editor:  Prize Lecture de Friedrich Hayek en la recepción del Premio Nobel de Economía 1974,  en homenaje de Alfred Nobel. Conferencia pronunciada el 11 de diciembre de 1974.

La ocasión particular de esta conferencia, combinada con el principal problema práctico que afrontan hoy los economistas, ha vuelto casi inevitable la selección de este tema. Por una parte, el establecimiento aún reciente del Premio Nobel en Economía marca un punto importante del proceso por el cual, en la opinión pública, la economía ha recibido la dignidad y el prestigio de las ciencias físicas. Por la otra, se está pidiendo ahora a los economistas que expliquen cómo el mundo libre podrá librarse de la grave amenaza de la inflación acelerada, una amenaza creada -debemos admitirlo- por las políticas recomendadas y aun aconsejadas a los gobiernos por la mayoría de los economistas. En efecto, tenemos escasas razones para sentirnos orgullosos: como profesionales hemos enredado las cosas.
Me parece que esta incapacidad de los economistas para guiar la política económica con mayor fortuna se liga estrechamente a su inclinación a limitar en la mayor medida posible los procedimientos de las ciencias físicas que han alcanzado éxitos tan brillantes, un intento que en nuestro campo puede conducir directamente al fracaso. Es este un enfoque que se ha descrito como la actitud "científica" y que en realidad, como lo definí hace cerca de treinta años, "es decididamente anticientífica en el verdadero sentido del término, ya que implica una aplicación mecánica y nada crítica de hábitos de pensamiento a campos distintos de aquellos en que tales hábitos se han formado". Ahora quiero empezar por explicar cómo algunos de los errores más graves de la política económica reciente son una consecuencia directa de este error científico.

La teoría que ha venido guiando la política monetaria y financiera durante los últimos treinta años, y que en mi opinión proviene en gran medida de esa concepción errónea del procedimiento científicamente adecuado, consiste en la afirmación de que existe una correlación positiva simple entre el empleo total y la magnitud de la demanda agregada de bienes y servicios; ello conduce a la creencia de que podemos asegurar permanentemente el empleo pleno manteniendo a un nivel adecuado el gasto monetario total. Entre las diversas teorías propuestas para explicar el gran nivel de desempleo esta es probablemente la única a cuyo favor pueden aducirse fuertes pruebas cuantitativas. Sin embargo, yo considero esta teoría fundamentalmente falsa, y creo muy peligrosa la actuación basada en ella, como ahora ocurre.

Esto me lleva a la cuestión fundamental. Al revés de lo que ocurre en las ciencias físicas, en la economía y otras disciplinas que se ocupan esencialmente de fenómenos complejos, los aspectos de los hechos que deben explicarse, acerca de los cuales podemos obtener datos cuantitativos son necesariamente limitados y pueden no incluir los más importantes. Mientras en las ciencias físicas se supone generalmente, quizá con razón, que todo factor importante que determina los hechos observados podrá ser directamente observable y medible, en el estudio de fenómenos tan complejos como el mercado, que depende de las acciones de muchos individuos, es muy improbable que puedan conocerse o medirse por completo todas las circunstancias que determinarán el resultado de un proceso, por razones que explicaré más tarde. y mientras que en las ciencias físicas el investigador podrá medir lo que considera importante de acuerdo con una teoría previa, en las ciencias sociales se trata a menudo como importante lo que resulte ser accesible a la medición. Esto se lleva en ocasiones hasta el punto de que se exija que nuestras teorías se formulen en términos tales que se refieran sólo a magnitudes medibles.

No puede negarse que tal exigencia limita en forma por demás arbitraria los hechos que habrán de admitirse como causas posibles de los hechos que ocurren en el mundo real. Esta concepción, que a menudo se acepta muy ingenuamente como algo requerido por el procedimiento científico, tiene algunas consecuencias paradójicas. Por supuesto, sabemos de muchos hechos referentes al mercado y estructuras sociales similares que no pueden medirse y a cerca de los cuales tenemos en efecto apenas alguna información muy imprecisa y general. Y dado que los efectos de estos hechos en cualquier caso particular no pueden ser confirmados por pruebas cuantitativas, simplemente son descartados por quienes se han comprometido a admitir sólo lo que consideran como pruebas científicas; luego proceden alegremente con la ficción de que los factores que pueden medir son los únicos importantes.

Por ejemplo, la correlación entre la demanda agregada y el empleo total sólo puede ser aproximada, pero en virtud de que es la única acerca de la cual podemos contar con datos cuantitativos, se acepta como la única relación causal que importa. Según este criterio, pueden existir sin duda mejores pruebas "científicas" a favor de una teoría falsa, que se aceptará porque es más "científica", que a favor de una explicación válida, rechazada porque no se apoya en suficientes pruebas cuantitativas.

Ilustraré este punto con un bosquejo breve de lo que considero la principal causa real del desempleo generalizado, una descripción que explicará también por qué tal desempleo no puede ser corregido en forma duradera por las políticas inflacionarias recomendadas por la teoría que ahora está de moda. Me parece que esta explicación correcta es la existencia de discrepancias entre la distribución de la demanda en los diversos bienes y servicios y la asignación de la mano de obra y otros recursos en la producción de tales bienes y servicios. Poseemos un conocimiento "cualitativo" bastante bueno de las fuerzas que producen una correspondencia entre la demanda y la oferta en los diversos sectores del sistema económico, de las condiciones en que se logra tal correspondencia y de los factores que tenderán a impedir tal ajuste. Los diversos pasos de la descripción de este proceso descansan en hechos de la experiencia diaria, y pocos de quienes se tomen el trabajo de seguir el argumento cuestionarán la validez de los supuestos empíricos o la correlación lógica de las conclusiones obtenidas de ellos. Tenemos en efecto buenas razones para creer que el desempleo indica que la estructura de los precios y salarios relativos ha sido distorsionada (de ordinario por la fijación monopólica o gubernamental de los precios), y que para restaurar la igualdad entre la demanda y la oferta de la mano de obra en todos los sectores se requerirán cambios de los precios relativos y algunas transferencias de la mano de obra.

Pero cuando se nos piden pruebas cuantitativas de la estructura particular de los precios y salarios que se requeriría para asegurar una venta continua y regular los productos y servicios ofrecidos, debemos admitir que no tenemos tal información. En otras palabras, conocemos las condiciones generales en que se establecerá por sí solo lo que llamamos, en forma un tanto equívoca, un equilibrio; pero nunca sabemos cuáles son los precios o salarios particulares que existirían si el mercado produjera tal equilibrio. Sólo podemos señalar cuáles son las condiciones en que podemos esperar que el mercado establezca los precios y salarios en que la demanda se igualará a la oferta. Pero nunca podremos producir información estadística que indique la medida en que los precios y salarios prevalecientes se desvían de los que asegurarían una venta continua de la oferta de mano de obra actual. Aunque esta descripción de las causas del desempleo es una teoría empírica en el sentido de que podría demostrarse su falsedad si, por ejemplo con una oferta monetaria constante, un aumento general de los salarios no condujera al desempleo, esta no es ciertamente la clase de teoría que podríamos utilizar para obtener predicciones numéricas específicas acerca de las tasas de salarios, o la distribución de la mano de obra, que deban esperarse.
 
Sin embargo, ¿por qué habríamos de suponer, en economía, la ignorancia de la clase de hechos acerca de los cuales, en el caso de una teoría física, se esperaría sin duda que un científico ofreciese una información precisa? Probablemente no deba sorprendernos que quienes se han impresionado por el ejemplo de las ciencias físicas encuentran muy poco satisfactoria esta posición e insistan en los criterios de prueba que se encuentran en tales ciencias. La razón de este estado de cosas es el hecho, al que ya hice breve referencia, de que las ciencias sociales, como gran parte de la biología pero al revés de la mayoría de los campos de las ciencias físicas, deben ocuparse de estructuras dotadas de una complejidad esencial; es decir, de estructuras cuyas propiedades características sólo pueden mostrarse por modelos integrados por un número relativamente grande de variables. La competencia, por ejemplo, es un proceso que producirá ciertos resultados sólo si ocurre en un número bastante grande de agentes económicos.

En algunos campos, sobre todo cuando ocurren problemas similares en las ciencias físicas, las dificultades pueden superarse utilizando, en lugar de una información específica acerca de los elementos individuales, datos acerca de la frecuencia relativa o la probabilidad de la presentación de las diversas propiedades distintivas de los elementos. Pero sólo se aplica cuando debemos ocuparnos de lo que el doctor Warren Weaver (anteriormente miembro de la Fundación Rockefeller) llamó, con una distinción que debiera estar mucho más generalizada, "fenómenos de complejidad desorganizada", por oposición a los "fenómenos de complejidad organizada", como ocurre en las ciencias sociales. La complejidad organizada significa aquí que el carácter de las estructuras que la presentan depende no sólo de las propiedades de los elementos individuales de que se componen, y de la frecuencia relativa con que ocurran tales propiedades, sino también de la forma en que los elementos individuales se conecten entre sí. Por esta razón, en la explicación del funcionamiento de tales estructuras no podemos sustituir la información relativa a los elementos individuales con información estadística, sino que requerimos una información completa acerca de cada elemento para que nuestra teoría pueda obtener pronósticos específicos acerca de hechos individuales. Sin tal información determinada acerca de los elementos individuales, estaremos confinados a lo que otra ocasión he llamado los meros pronósticos de patrones, o sea los pronósticos acerca de algunos de los atributos generales de las estructuras que se formarán, pero sin contener enunciados específicos acerca de los elementos individuales de que se compondrán las estructuras. 

Esto es verdad en particular con relación a nuestras teorías que se ocupan de la determinación de los sistemas de precios y salarios relativos que se formarán en un mercado que funcione bien. En la determinación de estos precios y salarios intervendrán los efectos de la información particular poseída por cada uno de los participantes en el proceso del mercado, una suma de hechos que en su totalidad no puede conocer el observador científico, ni ningún otro cerebro singular. Esta es en efecto la fuente de la superioridad del orden del mercado, y la razón de que, cuando no se ve suprimido por los poderes del gobierno, el mercado desplace regularmente a todos los demás tipos de orden, de que en la asignación de recursos resultante se utilizará una cantidad de conocimientos de hechos particulares, que sólo existen dispersos entre innumerables personas, mayor que la que pueda poseer cualquier individuo. Pero en virtud de que nosotros, los científicos observadores, no podemos conocer entonces todos los determinantes de tal orden, y en consecuencia tampoco podemos saber en cuál estructura particular de precios y salarios será igual en todas partes la demanda a la oferta, no podremos medir las desviaciones de ese orden; tampoco podremos verificar estadísticamente nuestra teoría de que las desviaciones de ese sistema de "equilibrio" de precios y salarios son las que vuelven imposible la venta de algunos de los productos y servicios a los precios a que se ofrecen,

Antes de continuar con lo que realmente me interesa, los efectos de todo esto sobre las políticas de empleo que ahora se siguen, trataré de identificar en forma más específica las limitaciones inherentes de nuestro conocimiento numérico que se olvidan tan a menudo. Quiero hacerlo para no dar la impresión de que rechazo en general el método matemático en la economía. En realidad, considero que la mayor ventaja de la técnica matemática consiste en que nos permite describir, por medio de ecuaciones algebraicas, el carácter general de un patrón aun cuando ignoremos los valores numéricos que determinarán su manifestación particular. Sin esta técnica algebraica, no habríamos podido lograr esa representación comprensiva de las interdependencias recíprocas existentes entre los diversos hechos de un mercado. Sin embargo, esa técnica ha creado la impresión de que podemos utilizarla para la determinación y el pronóstico de los valores numéricos de tales magnitudes; esto ha conducido a una búsqueda vana de constantes cuantitativas o numéricas. Esto ha ocurrido a pesar de que los fundadores modernos de la economía matemática no albergaban tales ilusiones. Es cierto que sus sistemas de ecuaciones que describen el patrón de un equilibrio de mercado se formulan como si pudiéramos llenar todos los espacios en blanco de las fórmulas abstractas; es decir, si conociéramos todos los parámetros de estas ecuaciones, podríamos calcular los precios y las cantidades de todos los bienes y servicios vendidos. Pero como enunció claramente Vilfredo Pareto, uno de los fundadores de esta teoría, su propósito no puede ser el de "llegar a un cálculo numérico de los precios" porque, como dijo Pareto, sería "absurdo" suponer que pudiéramos tener todos los datos. En realidad, el punto principal había sido apreciado ya por esos notables precursores de la economía moderna, los escolásticos españoles del siglo XVI, quienes hicieron hincapié en que lo que ellos llamaban pretium mathematicum, el precio matemático, dependía de tantas circunstancias particulares que no podría ser conocido jamás por el hombre, sino sólo por Dios. A veces quisiera que nuestros economistas matemáticos hubiesen entendido esto a la perfección. Debo confesar que todavía dudo que su búsqueda de magnitudes medibles haya hecho alguna aportación importante a nuestro entendimiento teórico de los fenómenos económicos, por oposición a su valor como una descripción de situaciones particulares. Tampoco puedo aceptar la excusa de que esta rama de la investigación es todavía demasiado joven. Después de todo, Sir William Petty, el fundador de la econometría, ¡era más viejo que Sir Isaac Newton, su colega en la Real Sociedad Británica!

Quizá hay pocos casos en que la superstición de que sólo pueden ser importantes las magnitudes medibles haya causado verdadero daño en el campo económico. Pero los problemas actuales de la inflación y el empleo son muy graves. Su efecto ha sido que la mayoría de los economistas de mente científica han pasado por alto lo que probablemente constituye la verdadera causa del desempleo generalizado, en virtud de que su operación no podría ser confirmada por la existencia de relaciones directamente observables entre magnitudes medibles, y en virtud de que una concentración casi exclusiva en los fenómenos superficiales cuantitativamente medibles ha producido una política que ha empeorado las cosas.

Por supuesto, debe admitirse sin reparos que la clase de teoría que yo considero la verdadera explicación del desempleo es una teoría de contenido limitado porque sólo nos permite formular pronósticos muy generales acerca de la clase de hechos que debemos esperar en una situación dada. Pero los efectos de las construcciones más ambiciosas sobre la política no han sido muy afortunados y debo confesar que prefiero el conocimiento verdadero, aunque imperfecto, a pesar de que deje muchas cosas indeterminadas e imprevisibles, a una pretensión de conocimiento exacto que probablemente será falso. Como demuestra este ejemplo, el crédito que puedan ganar las teorías aparentemente sencillas pero falsas por su aparente conformidad con criterios científicos reconocidos, puede tener consecuencias graves.

En realidad, en el caso que comentamos, las mismas medidas recomendadas por la teoría "macroeconómica" dominante como un remedio para el desempleo, o sea el incremento de la demanda agregadas, se han convertido en una de las causas de la mala asignación muy generalizada de los recursos que probablemente volverá inevitablemente el desempleo posterior a gran escala. La inyección continua de cantidades adicionales de dinero en algunos puntos del sistema económico donde crea una demanda temporal que debe cesar cuando el incremento de la cantidad de dinero cese o se vuelva más lento, aunada a la expectativa de un aumento continuo de los precios, canaliza la mano de obra y otros recursos hacia empleos que sólo pueden durar mientras el incremento de la cantidad de dinero continúe al mismo ritmo, o quizá sólo mientras continúe acelerándose a una tasa dada. Lo que ha producido esta política no es tanto un nivel de empleo que no habría podido producirse en otras formas, sino la distribución del empleo que no puede mantenerse indefinidamente y que después de algún tiempo sólo podrá mantenerse por una tasa de inflación que conducirá rápidamente a la desorganización de toda la actividad económica. El hecho es que debido a una concepción teórica errónea hemos llegado a la posición precaria en la que no podemos impedir la reaparición de un desempleo considerable; esto no se debe -como se sostiene en ocasiones a una mala interpretación de nuestra postura- a que el desempleo se produzca deliberadamente para combatir la inflación, sino porque debe ocurrir como una consecuencia lamentable pero inevitable de las políticas erróneas del pasado, tan pronto como la inflación deja de acelerarse.

Sin embargo, ahora debo abandonar estos problemas de importancia práctica inmediata que he introducido sobre todo como una ilustración de las consecuencias catastróficas que pueden provenir de los errores relativos a los problemas abstractos de la filosofía de la ciencia. Hay tanta razón para preocuparnos por los peligros a largo plazo creados en un campo mucho más amplio por la aceptación sin sentido crítico de afirmaciones que tienen la apariencia de ser científicas, como en el caso de los problemas que he discutido. Lo que quería señalar sobre todo con la ilustración particular es que sin duda en mi campo, pero creo que también en general en las ciencias del hombre, lo que parece superficialmente el procedimiento más científico es a menudo el menos científico, y además que en estos campos hay límites definidos que la ciencia no podrá alcanzar. Esto significa que si encargamos a la ciencia -o al control deliberado de acuerdo con principios científicos- más de lo que el método científico puede lograr, podemos obtener efectos deplorables. Por supuesto, el progreso de las ciencias naturales en la época moderna ha superado tanto todas las expectativas que toda sugerencia de que puedan existir límites despertará inevitablemente sospechas. Sobre todo se opondrán a ese enfoque quienes tienen esperanzas de que nuestro creciente poder de pronóstico y control, considerado generalmente como el resultado característico del adelanto científico, aplicado a los procesos de la sociedad, pronto nos permitirá moldear la sociedad totalmente de acuerdo con nuestros gustos. Es cierto que, por contraste con el entusiasmo que tienden a producir los descubrimientos de las ciencias físicas, las percepciones que obtenemos del estudio de la sociedad tienen a menudo un efecto negativo sobre nuestras aspiraciones, y quizá no deba sorprendernos que los miembros más jóvenes e impetuosos de nuestra profesión no estén siempre dispuestos a aceptarlo. Pero la confianza en el poder ilimitado de la ciencia se basa a menudo en una creencia falsa de que el método científico consiste en la aplicación de una técnica hecha a la medida, o en la imitación de la forma y no de la sustancia del procedimiento científico, como si sólo necesitáramos seguir algunas recetas de cocina para resolver todos los problemas sociales. A veces parece que las técnicas de la ciencia se aprendieran con facilidad mucho mayor que el pensamiento que nos muestra cuáles son los problemas y cómo debemos enfocarlos.

El conflicto entre lo que espera ahora el público que la ciencia logre para satisfacer las aspiraciones populares y lo que realmente puede lograr es un asunto grave porque, aun si los verdaderos científicos reconocieran las limitaciones de lo que pueden hacer en el campo de los asuntos humanos, mientras el público espere más habrá siempre alguien que pretenda, y quizá que crea honestamente, que puede lograr más para satisfacer las demandas populares. Con frecuencia resulta muy difícil para el experto, y sin duda es imposible en muchos casos para el lego, distinguir entre las pretensiones legítimas y las ilegítimas formulada en nombre de la ciencia. La publicidad enorme concedida recientemente por los medios de difusión a un informe que se pronunciaba en nombre de la ciencia sobre Los límites del crecimiento, y el silencio de los mismos medios de difusión acerca de la crítica devastadora que ha recibido este informe a manos de los expertos competentes, debe hacernos sentir cierto temor por el uso que puede darse al prestigio de la ciencia. Pero no es en modo alguno sólo en el campo de la economía que se formulan grandes pretensiones en aras de una dirección más científica de todas las actividades humanas y de la conveniencia de sustituir los procesos espontáneos por el "control humano consciente". Si no estoy equivocado, a psicología, la psiquiatría y algunas ramas de la sociología, para no decir nada de la llamada filosofía de la historia, se ven más afectadas aún por lo que he llamado el prejuicio científico y por las pretensiones falsas acerca de lo que la ciencia puede lograr. 

Para salvaguardar la reputación de la ciencia e impedir la arrogancia del conocimiento basado en una similitud superficial del procedimiento con el utilizado en las ciencias físicas, tendremos que hacer grandes esfuerzos para destruir tales arrogancias, algunas de las cuales pueden haberse convertido ya en los intereses creados de departamentos universitarios bien establecidos. Nunca podremos agradecer demasiado a filósofos modernos de la ciencia como Sir Karl Popper por habernos dado una prueba para distinguir entre lo que podemos aceptar como científico y lo que no lo es; una prueba que seguramente no pasarían algunas tesis aceptadas ahora generalmente como científicas. Sin embargo, hay algunos problemas especiales en relación con esos fenómenos esencialmente complejos, de los que las estructuras sociales constituyen un ejemplo tan importante, que me llevan a tratar de concluir enunciando en términos más generales las razones por las cuales no hay en estos campos sólo obstáculos absolutos para el pronóstico de hechos específicos; pero actuar como si poseyésemos un conocimiento científico que nos permita superarlos puede convertirse en sí mismo en un obstáculo grave para el adelanto del intelecto humano.

El punto principal que debemos recordar es que el adelanto grande y rápido de las ciencias físicas ocurrió en campos donde se probó que la explicación y el pronóstico podrían basarse en leyes que describen los fenómenos observados como funciones de un número relativamente pequeño de variables, ya fuesen hechos particulares o frecuencias relativas de los hechos. Esta puede ser aun la razón final de que destaquemos estos campos como "físicos" por oposición a las estructuras más altamente organizadas que he llamado aquí fenómenos esencialmente complejos. No hay razón para que la posición deba ser la misma en unos campos y en otros. Las dificultades que encontramos en los campos citados en último término no son, como podría creerse a primera vista, dificultades acerca de la formulación de teorías para la explicación de los hechos observados, aunque también causan dificultades especiales en relación con la verificación de las explicaciones propuestas y por lo tanto en relación con la eliminación de las malas teorías. Tales dificultades se deben al problema principal que surge cuando aplicamos nuestras teorías a cualquier situación particular del mundo real. Una teoría de fenómenos esencialmente complejos debe referirse a un gran número de hechos particulares, y para obtener un pronóstico de tal teoría, o para verificarla, debemos determinar todos esos hechos particulares. Una vez que lo lográramos, no habría dificultad particular para derivar pronósticos verificables; con el auxilio de las computadoras modernas sería muy fácil la inserción de estos datos en los espacios en blanco correspondientes de las fórmulas teóricas y la obtención de un pronóstico. La verdadera dificultad, para cuya solución la ciencia tiene poco que aportar, y que a veces es en efecto insoluble, consiste en la determinación de los hechos particulares.

Un ejemplo mostrará la naturaleza de esta dificultad. Consideremos un partido de béisbol entre unos cuantos jugadores de habilidad aproximadamente igual. Si conociésemos unos cuantos hechos particulares además de nuestro conocimiento general de la capacidad de los jugadores individuales, tales como su estado de atención, sus percepciones y el estado de sus corazones, pulmones, músculos, etcétera, en cada momento del juego, probablemente podríamos pronosticar el resultado. En realidad, si estuviésemos familiarizados con el juego y con los equipos, probablemente tendríamos una idea muy buena de los factores de los cuales dependerá el resultado. Pero por supuesto no podremos determinar estos hechos y en consecuencia el resultado del partido quedará fuera del alcance de lo científicamente pronosticable, por bien que conozcamos los efectos que algunos hechos particulares tendrán sobre dicho resultado. Esto no significa que no podamos formular ningún pronóstico acerca del curso del partido. Si conocemos las reglas de los diversos juegos, al observar uno de ellos sabremos muy pronto cuál juego se está desarrollando, qué tipo de acciones podemos esperar y cuáles no. Pero nuestra capacidad de pronóstico estará limitada a esas características generales de los hechos que pueden esperarse y no incluirá la capacidad de vaticinar hechos individuales particulares.

Esto corresponde a lo que he llamado antes los pronósticos del mero patrón, a los que nos limitamos cada vez más a medida que pasamos del campo donde prevalecen leyes relativamente sencillas al campo de fenómenos regido por la complejidad organizada. A medida que avanzamos encontramos cada vez con más frecuencia que en efecto sólo podemos determinar algunas de las circunstancias particulares, pero no todas, que determinan el resultado de un proceso dado, y en consecuencia sólo podemos pronosticar algunas propiedades del resultado que debemos esperar, aunque no todas. A menudo sólo podremos pronosticar alguna característica abstracta del patrón que aparecerá; algunas relaciones entre clases de elementos acerca de los cuales sabemos muy poco individualmente. Sin embargo, me interesa mucho recalcar que todavía podremos formular pronósticos susceptibles de ser refutados y que por lo tanto tienen una importancia empírica.

Por supuesto, por comparación con los pronósticos precisos que hemos aprendido a esperar de las ciencias físicas, esta clase de pronósticos del mero patrón es una alternativa menos buena con la que no quisiéramos conformarnos. Pero el peligro que quiero prevenir es precisamente la creencia de que para tener una pretensión que se acepte como científica es necesario lograr más. Por este camino se llega a la charlatanería y a cosas peores. El hecho de actuar en la creencia de que poseemos el conocimiento y el poder que nos permitirá moldear los procesos de la sociedad por entero a nuestro gusto, un conocimiento que en realidad no poseemos, nos causará probablemente mucho daño. En las ciencias físicas puede haber escasa objeción al esfuerzo por lograr lo imposible; aun podríamos creer que no debemos desalentar a quien se muestre demasiado optimista porque después de todo sus experimentos pueden producir algunas percepciones nuevas. Pero en el campo social, la creencia errónea de que el ejercicio de cierto poder tendría consecuencias benéficas tenderá a producir un nuevo poder para ejercer coerción sobre otros hombres a nombre de cierta autoridad. Aun si tal poder no es en sí mismo malo, su ejercicio tenderá a impedir el funcionamiento de las fuerzas ordenadoras espontáneas cuyo entendimiento ayuda en efecto en tan gran medida al hombre en la consecución de sus objetivos. Apenas empezamos a entender cuán sutil es el sistema de comunicación en que se basa el funcionamiento de una sociedad industrial avanzada; un sistema de comunicaciones que llamamos el mercado y que resulta ser un mecanismo para el procesamiento de información dispersa más eficiente que cualquier otro mecanismo diseñado deliberadamente por el hombre.

Para que el hombre no haga más mal que bien en sus esfuerzos por mejorar el orden social, deberá aprender que aquí, como en todos los demás campos donde prevalece la complejidad esencial organizada, no puede adquirir todo el conocimiento que permitirá el dominio de los acontecimientos. En consecuencia, tendrá que usar el conocimiento que pueda alcanzar, no para moldear los resultados como el artesano moldea sus obras, sino para cultivar el crecimiento mediante la provisión del ambiente adecuado, a la manera en que el jardinero actúa con sus plantas. En el sentimiento de excitación generado por el poderío siempre creciente engendrado por el adelanto de las ciencias físicas, y que tienta al hombre, existe el peligro de que éste, "embriagado de éxito", para usar una frase característica del comunismo inicial, trate de someter al control de una voluntad humana no sólo nuestro ambiente natural sino también el ambiente humano. En realidad, el reconocimiento de los límites insuperables de su conocimiento debiera enseñar al estudioso de la sociedad una lección de humildad que lo protegiera en contra de la posibilidad de convertirse en cómplice de la tendencia fatal de los hombres a controlar la sociedad, una tendencia que no sólo los convierte en tiranos de sus semejantes sino que puede llevarlos a destruir una civilización no diseñada por ningún cerebro, alimentada de los esfuerzos libres de millones de individuos.

Monday, June 11, 2012

Liberalismo

Nota del editor: Texto escrito por Friedrich Hayek en 1973 para la «Enciclopedia del Novecento» (Italia) y publicado en 1978. Tomado del libro Friedrich A. Hayek: «PRINCIPIOS DE UN ORDEN SOCIAL LIBERAL» Edición de Paloma de la Nuez Unión Editorial, Madrid, 2001; p 53-57 y 72-99.

Las distintas acepciones del término liberalismo

El término “liberalismo” se usa hoy con una variedad de significados que poco tienen en común aparte de designar una apertura hacia ideas nuevas, entre ellas algunas directamente contrarias a las que, en el siglo XIX y principios del XX, se designaban con esta palabra. Aquí nos ocuparemos únicamente de aquella vasta corriente de ideales políticos que en el mencionado periodo constituyó –bajo el nombre de liberalismo– una de las fuerzas intelectuales más influyentes que rigieron el desenvolvimiento de los acontecimientos en Europa occidental y central. Este movimiento, sin embargo, tiene dos orígenes muy diferentes, y las dos tradiciones que de ellos se derivan, aunque combinadas en distinta medida, han coexistido únicamente en relaciones de convivencia muy difíciles, por lo que es preciso mantenerlas cuidadosamente separadas para poder entender el desarrollo del movimiento liberal.

La primera tradición, mucho más antigua que el término “liberalismo”, hunde sus raíces en la antigüedad clásica, y sólo en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo siguiente revistió su forma moderna, como conjunto de los principios políticos de los whigs ingleses, dando origen al modelo de instituciones políticas al que, por lo general, se conformó el liberalismo europeo del siglo XIX. En efecto, fue aquella libertad individual que un «gobierno sometido a la ley» había asegurado a los ciudadanos de Gran Bretaña, la que inspiró el movimiento a favor de la libertad en los países del continente, en los que el absolutismo había destruido en gran parte las libertades medievales que, por el contrario, se habían conservado ampliamente en Inglaterra. En el continente, esas instituciones se interpretaron a la luz de una orientación racionalista o constructivista que postulaba una reconstrucción intencionada de las sociedades en su conjunto según principios racionales. Este planteamiento tenía su origen en la filosofía racionalista, elaborada sobretodo por Descartes (pero también por Hobbes en Inglaterra), y alcanzó el punto culminante de su influencia en el siglo XVIII, a través de las obras de los filósofos de la Ilustración francesa, Voltaire y Rousseau fueron las dos figuras más eminentes del movimiento intelectual que culminó en la Revolución francesa y que inspiró el liberalismo continental de tipo constructivista. El núcleo de este movimiento no estaba formado, como en la tradición inglesa, por una doctrina política rigurosamente definida, sino por una actitud mental general, por la reivindicación de la emancipación de todo prejuicio y de toda creencia que no pudiera justificarse racionalmente, así como por la liberación respecto a la autoridad de «curas y reyes». Su mejor formulación sigue siendo probablemente la de Spinoza, según el cual: «un hombre libre es aquel que vive sólo según los dictados de la razón».

Estos dos filones intelectuales (que constituyeron los principales elementos de lo que en el siglo XIX se llamaría liberalismo) coincidían en algunos postulados esenciales –como la libertad de pensamiento, de palabra y de prensa– en medida suficiente para justificar una oposición común contra las concepciones conservadoras y autoritarias, y por lo tanto para presentarse como partes de un único movimiento. La mayoría de sus partidarios profesaba, además, algún tipo de creencia en la libertad de acción del individuo y en alguna especie de igualdad de todos los hombres. Pero un análisis más detenido pone de relieve cómo la coincidencia era en parte meramente verbal, ya que los términos clave –“libertad” e “igualdad”– se empleaban en acepciones diferentes. En efecto, para la más antigua tradición inglesa, el valor supremo radicaba en la libertad individual, entendida como protección mediante la ley contra toda forma de coacción arbitraria, mientras que en la tradición continental se destacaba sobretodo la reivindicación del derecho que todo grupo tiene a determinar su propia forma de gobierno. Lo cual no tardó en llevar a asociar –e incluso a identificar– el movimiento liberal continental con el movimiento a favor de la democracia, que afrontaba un dilema distinto al que había sido central en la tradición liberal de tipo inglés.

Este manojo de ideas, que sólo a lo largo del siglo XIX se conoció como liberalismo, en su periodo de formación no fue aún designado de este modo. El adjetivo “liberal” fue asumiendo gradualmente su connotación política durante la última parte del siglo XVIII, cuando fue ocasionalmente empleado, por ejemplo por Adam Smith, en expresiones como «proyecto liberal de igualdad, de libertad y de justicia». Como denominación de un movimiento político el término “liberalismo” hizo su aparición sólo a principios del siglo siguiente, cuando fue empleado por el partido español de los liberales y, poco después, cuando fue adoptado como denominación de partido en Francia. En Inglaterra este uso del término liberalismo apareció sólo después de la unificación de whigs y radicales en un único partido, que a partir de los años cuarenta fue conocido como Partido Liberal. Y como los radicales se inspiraban en gran medida en la que hemos designado como tradición continental, también el Partido Liberal inglés, en la época de su máxima influencia, hizo suyas ambas tradiciones arriba mencionadas.

A la luz de todo esto, sería erróneo calificar como “liberal” exclusivamente a una u otra de estas dos diferentes tradiciones. Estas se han designado a veces como de tipo “inglés”, “clásico” o “evolucionista”, o bien como de tipo “continental” o “constructivista”. En la siguiente reseña histórica examinaremos ambos tipos. Sin embargo, como tan sólo del primero del primero se ha derivado una doctrina política definida, el capítulo siguiente, dedicado a trazar una exposición teórica sistemática, deberá concentrarse sobre el mismo.

Conviene señalar que los Estados Unidos jamás conocieron un movimiento liberal comparable al que se difundió a lo largo del siglo XIX en la mayor parte de los países europeos, donde tuvo que competir con los más jóvenes movimientos nacionalista y socialista. En Europa su influencia llegó al máximo en el decenio entre 1870 y 1880, y seguidamente, aunque en lenta decadencia, permaneció hasta 1914 como el elemento determinante del clima político. La razón de la ausencia de semejante movimiento liberal en Estados Unidos hay que buscarla esencialmente en el hecho de que las principales aspiraciones del liberalismo europeo se hallan encarnadas en las instituciones de ese país ya desde su fundación y, en menor medida, en el hecho de que en Estados Unidos la escena política no era favorable al desarrollo de partidos de base ideológica. En efecto, lo que en Europa se suele –o solía– definir como “liberal”, en los Estados Unidos de hoy se etiqueta, más bien, no sin cierta justificación, como “conservador”, mientras que más recientemente el término “liberal” se ha empleado para designar lo que en Europa más bien se habría clasificado de socialista.

La concepción liberal de la libertad

Puesto que sólo el liberalismo de tipo “inglés” o evolucionista ha elaborado un programa político definido con precisión, un intento de exposición sistemática de los principios del liberalismo deberá centrarse sobre el mismo. Mencionaremos, sin embargo, por vía de contraste, las concepciones propias de la versión continental o constructivista. Lo cual comporta también el rechazo de la distinción –que a menudo se hace en la Europa continental, pero que no puede aplicarse al tipo inglés– entre liberalismo político y liberalismo económico (elaborada en particular por Benedetto Croce como distinción entre “liberalismo” y “liberismo”). Para la tradición inglesa, ambos liberalismos son inseparables. En efecto, el principio fundamental por el que la intervención coactiva de la autoridad estatal debe limitarse a garantizar el cumplimiento de las normas generales de comportamiento priva al gobierno de poder dirigir y controlar las actividades económicas de los individuos. Si así no fuera, la atribución de tales facultades daría al gobierno un poder sustancialmente arbitrario y discrecional que se resolvería en una limitación de aquellas libertades de elección de los objetivos individuales que todos los liberales quieren garantizar. La libertad en la ley implica libertad económica, mientras que el control económico posibilita –en cuanto control de los medios necesarios para la realización de todos los fines– la restricción de todas las libertades.

Desde este punto de vista, la aparente coincidencia de las diversas corrientes liberales sobre la reivindicación de la libertad individual –y sobre el respeto a la personalidad que implica– oculta una importante divergencia. En la época de oro del liberalismo esta concepción de la libertad tenía un significado bien preciso: indicaba ante todo que la persona libre no estaba sometida a ninguna coacción arbitraria. Pero, para el hombre que vive en la sociedad la protección contra esa coacción exige la imposición de una obligación, extendida a todos los individuos, que les priva de la facultad de coaccionar a los demás. La libertad para todos sólo puede realizarse si, como afirma la famosa formulación de Kant, la libertad de cada uno no va más allá de lo que es compatible con la igual libertad de los demás. La concepción liberal es, pues, necesariamente la de una libertad en la ley, una ley que limita la libertad de cada uno con el fin de garantizar la misma libertad para todos. La misma no coincide con la que a veces se ha descrito como la “libertad natural” de un individuo aislado, sino que es más bien la libertad posible en sociedad, y por lo tanto limitada por las normas necesarias para garantizar la libertad de los demás. En este aspecto el liberalismo se distingue netamente del anarquismo y reconoce que, para que todos sean iguales en la mayor medida posible, la coacción no puede eliminarse completamente, sino sólo reducirse al mínimo indispensable para impedir que cualquiera –individuo o grupo– ejerza una coacción arbitraria en perjuicio de otros. Es una libertad dentro de una esfera limitada de normas conocidas que pone al individuo a cubierto de toda coacción, siempre que cabalmente se mantenga dentro de tales límites. Además, esta libertad sólo puede asegurarse a quien sea capaz de observar las normas destinadas a garantizarla. Sólo el individuo adulto y mentalmente sano, plenamente responsable de sus acciones, es considerado titular de esta libertad. Para los menores de edad y las personas que no tienen la plena posesión de sus facultades mentales se contemplan formas de tutela en diversos grados. Y la violación de las normas destinadas a asegurar la misma libertad para todos puede conllevar la pérdida de aquellas garantías de que disfrutan quienes respetan esas normas.

Esta libertad, reconocida a todos los que se consideran responsables de sus propias acciones, les hace al mismo tiempo responsables de su destino: al tiempo que la protección ofrecida por la ley consiste en permitir a cada uno perseguir sus propios objetivos, esto no implica sin embargo que el gobierno tenga que garantizar al individuo particular un determinado resultado de sus esfuerzos. Hacer que el individuo sea capaz de hacer uso de sus propios conocimientos y de su capacidad para perseguir los objetivos elegidos con autonomía, se consideraba, por un lado, como la mayor ventaja que el gobierno puede garantizar a todos y, por otro, como el mejor modo para inducir a estos individuos a aportar la mayor contribución al bienestar de los demás. Realizar el mayor esfuerzo de que un individuo es capaz en su situación particular y según sus particulares capacidades (que ninguna autoridad es capaz de determinar) se consideraba la principal ventaja que la libertad de cada uno puede aportar a todos los demás.

La concepción liberal de la libertad se ha definido a menudo, y con razón, como puramente negativa. Como la paz y la justicia, hace referencia a la ausencia de un mal, es decir a una condición que ofrece posibilidades sin ofrecer por ello ventajas definidas. Se pensaba, sin embargo, que, siguiendo este camino, serían mayores las probabilidades de disponer de los medios necesarios para conseguir los distintos fines privados. La libertad que el liberalismo reivindica exige, pues, la eliminación de todos los obstáculos de naturaleza social que encuentran los esfuerzos individuales, pero no la concesión de ventajas concretas por parte de la autoridad estatal. Si bien no se opone a esta función colectiva cuando ello se juzgue necesario o se estime como el modo más eficaz para garantizar ciertos servicios, la convierte en todo caso en una cuestión de mera oportunidad, cuyos límites, por consiguiente, están marcados por el principio fundamental de la igual libertad de todos bajo la ley. El declive de la doctrina liberal, iniciado después de 1870, se halla estrechamente ligado a una reinterpretación de la libertad como disponibilidad (obtenida a través de la acción del Estado) de los medios necesarios para alcanzar una amplia gana de fines.

La concepción liberal del derecho

El significado de la concepción liberal de la libertad como libertad en la ley (o ausencia de toda coacción arbitraria) depende del valor que en este contexto se atribuya a los conceptos de “derecho” y “arbitrariedad”. A las diferencias en el uso de estos términos se debe en parte la existencia, dentro de la tradición liberal, de un conflicto entre quienes (por ejemplo Locke) piensan que la libertad sólo puede existir en la ley («pues ¿quién podría ser libre si dependiera del capricho de otros hombres?») y los numerosos liberales continentales, y con ellos también Jeremy Bentham, que entienden, según palabras de este último que: «toda ley es un mal, ya que toda ley es una violación de la libertad». Es claro que la ley puede emplearse para destruir la libertad, pero no todo lo que produce la actividad legislativa se configura como ley en el sentido en que la entendían Locke, Hume, Smith o Kant o, también más tarde, los whigs ingleses que veían en la ley la salvaguardia de la libertad. Lo que ellos entendían por ley cuando hablaban de la ley como salvaguardia indispensable de la libertad, no era otra cosa que aquel conjunto de normas de mera conducta que constituyen el derecho privado y el derecho penal, y no cualquier prescripción emanada de la autoridad legislativa. Para cualificarse como ley, en el sentido empleado por la tradición liberal inglesa para definir las condiciones de la libertad, las normas impuestas por el gobierno tienen que poseer determinados atributos, intrínsecos al derecho de la common law inglesa pero que no se hallan necesariamente presentes en todo lo que produce la legislación positiva. Es decir, tienen que ser normas generales de conducta individual, aplicables a todos con el mismo título, en un número indefinido de circunstancias futuras, y ser capaces de circunscribir la esfera protegida de la acción individual, asumiendo así esencialmente el carácter de prohibiciones más bien que el de prescripciones específicas. Son, finalmente, inseparables de la institución de la propiedad individual. En los límites definidos por estas normas de mera conducta, se suponía que el individuo es libre de emplear sus conocimientos y capacidades para perseguir los propios objetivos siguiendo el camino que considera más apropiado.

Los poderes coercitivos del gobierno quedaban limitados a la imposición de tales normas de mera conducta. Todo esto no excluía que el gobierno (a excepción de una ala extrema de la tradición liberal) tuviera la posibilidad de proporcionar a los ciudadanos algunos servicios. Significaba tan sólo que el gobierno, sea cual fuere el servicio que tiene que prestar, sólo puede emplear para tales fines los recursos de que dispone, sin constricción alguna para el ciudadano privado. En otros términos, el gobierno no puede utilizar la persona y las propiedades del ciudadano para alcanzar sus propios objetivos. En este sentido, el acto de una asamblea legislativa plenamente legal puede ser tan arbitrario como el de un autócrata; en realidad, cualquier prescripción –o prohibición– dirigida a personas o grupos particulares y no derivada de una norma aplicable universalmente, debería considerarse como arbitraria. Así, pues, lo que hace que un acto coactivo sea arbitrario, en el sentido en que el término se emplea en la vieja tradición liberal, es el hecho de que el mismo sirva a un fin particular del gobierno, es decir que responda a un determinado acto arbitrario y no a una norma universal necesaria para mantener aquel orden global, que se genera a sí mismo, de las acciones, al cual se ordenan todas las demás normas de mera conducta.

El derecho y el orden espontáneo de las acciones

La importancia que la teoría liberal atribuye a las normas de mera conducta se basa en la idea de que estas son una condición esencial para mantener un orden, espontáneo y que se genera a sí mismo, de las acciones de los distintos individuos y grupos, cada uno de los cuales persigue sus propios fines basándose en sus propios conocimientos. Conviene subrayar que en el siglo XVIII los grandes fundadores de la teoría liberal –David Hume y Adam Smith– no postulaban una armonía natural de los intereses, sino que más bien sostenían que los intereses divergentes de los distintos individuos pueden conciliarse a través de la observancia de normas de conducta apropiadas: o bien, según las palabras de su contemporáneo J. Tucker que: «el motor universal de la naturaleza humana –el amor a sí mismo– puede dirigirse de tal modo [...] que promueva, mediante los mismos esfuerzos que realiza en su propio interés, también el interés público». Estos filósofos del siglo XVIII, en efecto, eran tanto filósofos del derecho como estudiosos del orden económico, y en ellos la concepción del derecho y la teoría del mecanismo del mercado se hallaban estrechamente conexas. Comprendían que sólo el reconocimiento de ciertos principios jurídicos –en primer lugar la institución de la propiedad privada y la obligación de observar los compromisos contractuales– puede garantizar una adaptación recíproca de las acciones de los distintos individuos, de tal modo que cada uno pueda tener una probabilidad fundada de realizar los particulares objetivos previamente fijados. Como la teoría económica habría de poner de manifiesto con mayor claridad, era precisamente esta adaptación recíproca de los planes individuales la que ponía a los hombres en condiciones de hacerse recíprocamente útiles aun empleando cada uno sus peculiares conocimientos y capacidades al servicio de los propios fines personales.

La función, pues, de las normas de conducta consiste no ya en organizar los esfuerzos individuales para alcanzar objetivos específicos y concordados, sino sólo en asegurar un orden global de las acciones en cuyo ámbito cada uno pueda obtener la mayor ventaja, en la persecución de sus propios fines personales, de los esfuerzos de los demás. Las reglas capaces de producir este orden espontáneo se consideraban el producto de una larga experiencia pasada. Y a pesar de juzgarlas susceptibles de perfeccionamiento, se pensaba que semejante progreso debía proceder lentamente, paso a paso, según las indicaciones sugeridas por las nuevas experiencias.

La gran ventaja de un orden que se autogenera se percibía no sólo en el hecho de que ese orden deja a los individuos libres de perseguir sus propios fines, ya sean egoístas o altruistas, sino también en el hecho de que permite utilizar experiencias surgidas de diversas y particulares circunstancias, fragmentadas y dispersas en el espacio y en el tiempo, que pueden existir únicamente como experiencias de los diferentes individuos y que en modo alguno pueden ser unificadas por una autoridad rectora cualquiera. Y es esa utilización de tantas experiencias particulares, superior a la que sería posible bajo cualquier forma de dirección centralizada de la actividad económica, la que permitirá una producción social global muy elevada.

Abandonar la formación de semejante orden a las fuerzas espontáneas del mercado –aunque operen en el marco de normas jurídicas apropiadas–, si bien garantiza un orden más comprehensivo y una adaptación más completa a las diversas circunstancias concretas, implica también que los contenidos particulares de este orden no estén sujetos a un control predeterminado, sino que en gran medida se confíen a la casualidad. El conjunto de las normas jurídicas y de las distintas instituciones particulares que sirven a la formación del mercado y de su mecanismo puede determinar sólo la fisonomía general o abstracta de éste, pero no sus efectos específicos sobre los distintos individuos o grupos. Aunque su justificación se basa en la idea de que incrementa las posibilidades de todos, de tal modo que la posición de cada individuo depende, en gran parte, de sus propios esfuerzos, permite sin embargo que el éxito de cada individuo o grupo dependa también de circunstancias imprevistas, que ni él ni ningún otro sujeto es capaz de controlar. Por ello, desde Adam Smith en adelante, el proceso por el que en una economía de mercado se determinan las cuotas que corresponden a cada uno de los individuos se ha comparado a menudo a un juego en el que los resultados que cada uno obtiene dependen en parte de su habilidad y esfuerzos y en parte también de la casualidad. Los individuos pueden aceptar participar en el juego, porque ello hace que la suma total de las cuotas individuales sea mayor de lo que sería posible mediante cualquier otro método. Pero, al mismo tiempo, las ganancias de cada uno de los individuos acaban dependiendo de fatalidades de todo tipo, y no hay modo de garantizar que esas ganancias correspondan siempre a los méritos subjetivos de los esfuerzos individuales. Antes de examinar más detenidamente los problemas planteados por este aspecto de la concepción liberal de la justicia, conviene detenerse sobre algunos principios constitucionales en los que la concepción liberal de la justicia se ha venido poco a poco encarnando.

Derechos naturales, separación de poderes y soberanía

El principio liberal fundamental, consistente en limitar la coacción a la imposición de normas generales de mera conducta, raramente se ha afirmado de esta forma explícita. En general, se ha expresado en dos concepciones características del constitucionalismo liberal: la de los derechos inalienables o naturales de los individuos (definidos también como derechos fundamentales o derechos del hombre o derechos de libertad) y la de la separación de poderes. Según la fórmula de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que constituye la expresión más concisa y al mismo tiempo más eficaz de los principios liberales, «toda sociedad en la que no se garanticen los derechos y no se establezca la separación de poderes carece de constitución».

La idea de garantizar de un modo particular ciertos derechos fundamentales –derecho a la «libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la resistencia contra la opresión»- y, más en concreto, la libertad de opinión, de palabra, de reunión y de prensa (idea que hace su primera aparición en la Revolución americana) es solamente una aplicación del principio liberal más general a ciertos derechos considerados particularmente importantes: esta idea, al especificar un número definido de derechos, no tiene la amplitud de aquel principio general. Que se trata de meras aplicaciones particulares del principio general lo demuestra claramente el hecho de que ninguno de estos derechos fundamentales constituye un derecho absoluto, y su esfera de acción no supera los límites marcados por los principios jurídicos generales. Sin embargo, puesto que según el principio liberal más general, toda acción coactiva del gobierno se limita a la imposición de las normas generales, todos los derechos fundamentales enumerados en cualquier lista o carta de derechos expresamente garantizados (y muchos otros que nunca se incluyeron en tales documentos) serían igualmente garantizados por una única proposición que afirmara el mencionado principio general. Todas las libertades –y no sólo la económica– quedarían, pues, garantizadas una vez que las actividades de los individuos no estuvieran vinculadas por prohibiciones específicas (o por la necesidad de específicas autorizaciones), sino que estuvieran sometidas exclusivamente a normas generales aplicables con el mismo título a todos.

Tomado en su sentido originario, también el principio de la separación de poderes es una aplicación del mismo principio general, pero sólo si en la distinción entre los tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– la “ley” se entiende, como sin duda alguna la entendían quienes fueron los primeros en formular su principio, en el sentido restringido de normas generales de mera conducta. Mientras el cuerpo legislativo sólo podía aprobar leyes en este sentido restringido, los tribunales podían emanar y el ejecutivo aplicar medidas coactivas únicamente para asegurar la observancia de tales normas generales. Pero esto sólo es aplicable en la medida en que los poderes del cuerpo legislativo están limitados a la emanación de tales leyes en el sentido restringido del término (como, según John Locke, debería ser), mientras que ya no lo es si el cuerpo legislativo puede impartir al ejecutivo cualquier directriz que considere oportuna y si, por otra parte, cualquier acción del ejecutivo, autorizada de este modo, se considera legítima. Allí donde, como en todos los Estados modernos, el cuerpo legislativo se ha convertido en la suprema autoridad de gobierno, que dirige la acción del ejecutivo en los distintos campos particulares, y donde la separación de poderes significa simplemente que el ejecutivo no puede hacer nada que no esté de este modo autorizado, no se garantiza en modo alguno que la libertad del individuo esté limitada únicamente por leyes entendidas en el sentido restringido de la teoría liberal.

La limitación de los poderes del cuerpo legislativo, implícita en la concepción originaria de la separación de poderes, comporta también un rechazo de la idea de un poder ilimitado o soberano, o al menos de un poder cualquiera organizado que pueda obrar como le plazca. La negativa a reconocer semejante poder, muy clara en Locke y constantemente recurrente en el pensamiento liberal posterior, es uno de los puntos clave en que este pensamiento choca con la concepción –hoy prevalente– del positivismo jurídico. El pensamiento liberal niega que la derivación de todo poder legítimo de una única fuente soberana o de una “voluntad” organizada cualquiera sea una necesidad lógica. Argumenta, en cambio, que semejante limitación de todos los poderes organizados puede obtenerse igualmente mediante un consenso general que se niegue a obedecer a cualquier poder (o voluntad organizada) que actúe de modo tal que el mencionado consenso no autoriza. La doctrina liberal cree, en una palabra, que incluso una fuerza como el consenso general, aunque no sea capaz de formular actos específicos de voluntad, puede sin embargo limitar los poderes de todos los órganos de gobierno a aquellas acciones que posean ciertos atributos de orden general.

Liberalismo y justicia

Íntimamente relacionada con la concepción liberal del derecho está la concepción liberal de la justicia. Ésta se diferencia de la que hoy se acepta comúnmente en dos aspectos importantes: se basa en el convencimiento de que es posible formular normas objetivas de mera conducta, independientemente de cualquier interés particular, y se preocupa solamente del carácter justo o injusto de la conducta humana y de las normas que la gobiernan, mientras que es indiferente a las consecuencias particulares de esa conducta sobre la situación de los distintos individuos o grupos. En particular, a diferencia del socialismo, puede afirmarse que el liberalismo se interesa por la justicia conmutativa, pero no por la llamada justicia distributiva o, según la expresión hoy más frecuente, “social”.

La fe en la existencia de normas de mera conducta, susceptibles de ser descubiertas, (y que, por lo tanto, no son fruto de una construcción arbitraria), se basa por un lado en el hecho de que la gran mayoría de estas normas serán siempre y absolutamente aceptadas y, por otro, en el hecho de que cualquier duda sobre la equidad de una norma particular debe resolverse en el contexto de este cuerpo de normas generalmente aceptadas, de modo que la norma que hay que aceptar sea compatible con el resto: en otros términos, esto significa que debe servir a la formación de la misma especie de orden de las acciones a la que contribuyen todas las demás normas de mera conducta, y no puede entrar en conflicto con lo que exige una cualquiera de estas normas. La prueba de la validez de cualquier norma particular será, pues, la posibilidad de una aplicación universal de la misma, que, a su vez, dependerá de la compatibilidad de esa norma con todas las demás normas aceptadas.

Se ha sostenido con frecuencia que esta fe liberal en la posibilidad de una justicia independiente de los intereses particulares se basa en la concepción de una ley natural que el pensamiento moderno ha rechazado definitivamente. Pero puede entenderse como basada en la fe en una ley natural si se entiende este término en una acepción muy particular; y en esta acepción no resulta en absoluto evidente que el pensamiento moderno haya sido capaz de refutarla.

No hay duda de que los ataques dirigidos por el positivismo jurídico han contribuido no poco a desacreditar esta parte esencial de la doctrina liberal tradicional. Y en realidad la teoría liberal entra en conflicto con el positivismo jurídico cuando este último afirma que toda ley es, o debe ser, producto de la voluntad arbitraria de un legislador. Sin embargo, una vez aceptado el principio general de un orden que se autoregula sobre la base de la propiedad individual y del contrato jurídico, es evidente que se requerirán, dentro del sistema de las normas generalmente aceptadas, respuestas particulares a preguntas específicas planteadas por la lógica global de sistema; y que tales respuestas apropiadas deberían ser descubiertas más bien que arbitrariamente inventadas. Es esta circunstancia la que legitima la idea de que la “naturaleza de la cuestión” requerirá ciertas normas más bien que otras.

El ideal de la justicia distributiva ha atraído con frecuencia también a pensadores liberales y se ha convertido tal vez en uno de los factores principales que explican el paso de muchos de ellos del liberalismo al socialismo. La razón por la que ese ideal debe ser rechazado por los liberales coherentes es doble: por un lado, no existen principio generales de justicia distributiva universalmente reconocidos, ni es posible descubrirlos, y, por otro, aun cuando fuera posible alcanzar un acuerdo sobre tal tipo de principios, no podrían ser aplicados en una sociedad en que los individuos fueran libres de emplear sus conocimientos y capacidades para conseguir fines privados. Para garantizar ventajas específicas a los individuos como recompensa por sus méritos (sea cual fuere el modo de valorarlos) se precisaría un tipo de orden social totalmente diferente del orden que se generaría espontáneamente en caso de que los individuos estuvieran vinculados únicamente por normas generales de mera conducta: un orden (sería mejor hablar de organización) en el que los individuos estuvieran al servicio de una jerarquía de fines común y unitaria, y en el que se les exigiera hacer lo que es necesario en la perspectiva de un programa autoritario. Mientras que un orden espontáneo (en el sentido precisado más arriba) no está ordenado a ninguna serie de necesidades particulares, sino que se limita a proporcionar las mejores oportunidades para la consecución de una vasta gama de necesidades individuales, una organización presupone que todos sus miembros están al servicio del mismo sistema de fines. Y el tipo de organización única y omnicomprensiva de la sociedad, necesario para garantizar que cada uno obtenga lo que una cierta autoridad considera que merece, comporta necesariamente una sociedad en la que cada uno hace lo que esa misma autoridad prescribe.

Liberalismo e igualdad

El liberalismo sólo exige que el Estado, al determinar las condiciones en las que los individuos deben actuar, fije las mismas normas formales para todos. Esto se opone a todo privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental que conceda ventajas especiales a algunos sin ofrecerlas a todos. Pero, puesto que, sin la facultad de imponer una coacción particular, el gobierno sólo puede controlar una pequeña parte de las condiciones que determinan las perspectivas de los individuos –los cuales son necesariamente muy diferentes entre sí, tanto por sus conocimientos y capacidades personales como por el particular ambiente físico y social en el que viven– un tratamiento igual dentro de las mismas leyes generales desembocará necesariamente en posiciones muy diferentes para las distintas personas, mientras que para igualar la posición o las posibilidades, el gobierno debería tratarlas de un modo muy diferenciado. En otras palabras, el liberalismo se limita a exigir que el procedimiento, o sea, las reglas del juego por las que se fijan las posiciones relativas de los distintos individuos, sea equitativo (o por lo menos no inicuo), pero en modo alguno pretende que también sean equitativos los resultados particulares que se derivarán de este proceso para los distintos individuos, ya que estos resultados dependerán siempre, en una sociedad de hombres libres, no sólo de las acciones de los propios individuos, sino también de otras muchas circunstancias que nadie está en condiciones de determinar ni de prever en su totalidad.

En el apogeo del liberalismo clásico esta aspiración solía expresarse como la necesidad de que todas las carreras estuvieran abiertas a quien tuviera talento o, de manera más vaga y menos precisa, con la fórmula de la “igualdad de oportunidades”. Pero esto, en realidad, sólo significaba la necesidad de eliminar todo impedimento –a la escalada de las más altas posiciones– que fuera fruto de una discriminación jurídica entre los distintos individuos, no la de igualar por este procedimiento las posibilidades de los mismos. No sólo las diferentes capacidades personales, sino sobre todo las inevitables diferencias de ambiente, y particularmente la familia de origen, seguirían haciendo que las perspectivas fueran extremadamente diversas. Tal es el motivo por el que en una sociedad libre es imposible realizar la idea –que sin embargo ha sido capaz de fascinar a muchos liberales– de que un orden de cosas sólo puede considerarse justo si las posibilidades de partida de partida de todos los individuos son las mismas.

Esta idea exigiría una deliberada manipulación del ambiente en que se mueven los distintos individuos, lo cual sería absolutamente incompatible con el ideal de una libertad en la que los individuos puedan utilizar sus propios conocimientos y capacidades para modelar este ambiente.

A pesar de los rígidos confines que limitan el grado de igualdad material realizable con los métodos liberales, la lucha por la igualdad formal –es decir la lucha contra todas las discriminaciones basadas en el origen social, en la nacionalidad, en la raza, en el credo, en el sexo, etc.– sigue siendo una de las características más destacadas de la tradición liberal. Aunque no creyera en la posibilidad de evitar diferencias incluso importantes en lo relativo a la posición material, el pensamiento liberal esperaba limar las asperezas mediante un crecimiento progresivo de la movilidad vertical. El principal instrumento que debía garantizarla era la creación –si fuera necesario con fondos públicos– de un sistema educativo universal que pondría a todos los jóvenes indistintamente a los pies de la escalera que luego cada uno, según sus propias capacidades, podría subir. En una palabra, el pensamiento liberal esperaba al menos poder reducir las barreras sociales que ligan a los individuos a su clase social de origen, ofreciendo ciertos servicios a quienes aún no están en condiciones de obtenerlos por sí solos.

Más dudosa aún es la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con otra medida que, sin embargo, obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales. Se trata del impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una redistribución de la renta a favor de las clases más pobres. Puesto que no se puede hallar un criterio que permita hacer compatible esa progresividad con una norma válida para todos, o que determine la sobrecarga aplicable a los más ricos, el impuesto progresivo sería contrario al principio de igualdad ante la ley. Y tal fue, en general, la opinión de los liberales en el siglo XIX.

Liberalismo y democracia

La insistencia sobre el principio de una ley igual para todos y la consiguiente oposición a toda suerte de privilegio legalmente reconocido aproximaron considerablemente el liberalismo al movimiento a favor de la democracia. En efecto, en las luchas del siglo XIX para conseguir gobiernos constitucionales, el movimiento liberal y el democrático fueron a menudo indistinguibles. Pero, con el transcurso del tiempo, se hicieron cada vez más evidentes las consecuencias del hecho de que ambas doctrinas estaban ligadas –en última instancia –a problemáticas muy distintas. El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno y, en particular, por la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central es el de quien debe dirigir el gobierno. El liberalismo reclama que todo poder –y por tanto también el de la mayoría– esté sometido a ciertos límites. La democracia llega, en cambio, a considerar la opinión de la mayoría como el único límite a los poderes del gobierno. La diversidad entre ambos principios se patentiza si se piensa en los respectivos opuestos: para la democracia, el gobierno autoritario; para el liberalismo, el totalitarismo. Ninguno de los dos sistemas excluye necesariamente el opuesto del otro: una democracia puede muy bien ejercer un poder totalitario, y en el límite es concebible que un gobierno autoritario actúe según principios liberales.

El liberalismo es, pues, incompatible con una democracia ilimitada, igual que es incompatible con cualquier otra forma de gobierno de carácter absoluto. La limitación de poderes, incluso de los representativos de la mayoría, es un presupuesto ya sea de los principios sancionados en una constitución o bien aprobados por consenso general, ya sea por una legislación realmente autolimitativa.

Por tanto, si es cierto que la aplicación coherente de los principios liberales conduce a la democracia, es cierto también que la democracia se mantendrá como liberal únicamente si la mayoría se abstiene de emplear su propio poder para atribuir a quienes la apoyan ventajas particulares que no pueden traducirse en normas generales y por lo tanto válidas para todos los ciudadanos. Si bien una tal situación puede verificarse en el caso de una asamblea representativa cuyos poderes estén limitados solamente a la aprobación de leyes (en el sentido de normas generales de mera conducta) sobre las que es probable que exista el asentimiento de la mayoría, ello resulta extremadamente improbable en el caso de una asamblea que dicte medidas específicas de gobierno. En una tal asamblea representativa, que une a los poderes propiamente legislativos los poderes de gobierno y que, por lo tanto, en el ejercicio de estos últimos no está vinculada por norma que no pueda modificar, es poco probable que la mayoría se forme sobre la base de una genuina concordia de objetivos. Consistirá más bien en la coalición de una variedad de intereses particulares organizados, cada uno de los cuales concederá a los otros alguna ventaja particular. Donde, como es prácticamente inevitable en un cuerpo representativo con poderes ilimitados, las decisiones se toman a través de un mercadeo de ventajas particulares entre los distintos grupos y donde, por lo tanto, la formación de una mayoría capaz de gobernar depende de tal mercadeo, es casi inconcebible que estos poderes se empleen exclusivamente a favor de intereses verdaderamente generales.

Ahora bien, si, por los motivos señalados, es casi inevitable que una democracia ilimitada acabe por abandonar los principios liberales a favor de medidas discriminatorias destinadas a favorecer a los diversos grupos que apoyan a la mayoría, puede dudarse con fundamento que, a la larga una democracia pueda mantenerse si abandona esos principios. Si el gobierno se arroga tareas que, por su magnitud y complejidad, es imposible dirigirlas realmente según las decisiones de la mayoría, parece inevitable que un aparato burocrático cada vez más independiente del control democrático se apropie de los poderes efectivos. No es, pues, improbable que el abandono del liberalismo por parte de la democracia conduzca, a la larga, a la desaparición de la democracia misma. En particular caben pocas dudas de que el tipo de economía dirigido desde el centro, hacia la que parece orientarse la democracia, exige, para ser gestionado con eficacia, un gobierno dotado de poderes autoritarios.

Las funciones del gobierno en relación con los servicios

La limitación –requerida por los principios liberales– de los poderes del gobierno a la imposición de normas generales de mera conducta, sólo se refiere a los poderes coactivos. Es claro que el gobierno, con los medios financieros de que dispone, puede prestar un gran número de servicios que no implican coacción alguna (a excepción de la necesaria para recaudar estos medios a través de los impuestos). Prescindiendo de algunas posturas extremas del movimiento liberal, nadie ha negado jamás la conveniencia de que el gobierno asuma tales funciones. En el siglo XIX estas funciones tuvieron un alcance muy modesto y fueron de un carácter esencialmente tradicional. Por este motivo fueron escasamente debatidas por la teoría liberal, que se limitó a insistir sobre la necesidad de confiar estos servicios a la competencia de las administraciones locales más bien que al gobierno central. El temor fundamental a este respecto era que el gobierno se hiciera demasiado poderoso, temor al que, por otra parte, acompañaba la esperanza de que la competencia entre las diversas autoridades locales controlaría eficazmente el desarrollo de tales servicios encaminándolo según las directrices más deseables.

El general aumento de la riqueza y las nuevas aspiraciones que ésta permitía satisfacer produjeron también una gran expansión de estos servicios, imponiendo respecto a la misma una profundización teórica muy superior a la desarrollada por el liberalismo clásico. No hay duda de que son muchos los “servicios públicos” que, aun siendo altamente deseables, no pueden ser prestados por el mecanismo del mercado, ya que en caso de ofrecerse, tienen que redundar en beneficio de todos y no sólo de quienes están dispuestos a pagarlos.

Desde las funciones elementales de protección contra la criminalidad o de profilaxis de las enfermedades infecciosas (y en general de los servicios sanitarios) hasta la vasta gama de los problemas plantados especialmente por las grandes aglomeraciones urbanas, los servicios en cuestión sólo pueden prestarse si los medios para costearlos se obtienen mediante impuestos. Esto significa, si semejantes servicios tienen que prestarse a todos, que su financiación –y también, aunque no siempre, también su gestión– deben confiarse a organismos datados de poder de imposición fiscal. Esto no significa necesariamente atribuir al gobierno un derecho exclusivo a prestar tales servicios. El liberal sostiene que debe dejarse abierta la posibilidad de intervención a la empresa privada siempre que ello sea concretamente factible. Seguirá, según la propia tradición, prefiriendo que tales servicios sean gestionados, en la medida de lo posible, por autoridades locales en lugar de las centrales y, correlativamente, que los fondos pertinentes se recauden mediante impuestos locales. De este modo se establece cierta correspondencia entre quienes se benefician de un determinado servicio y quienes contribuyen a su financiación. Pero, al margen de estas indicaciones, el liberalismo ha hecho muy poco para definir principios precisos, capaces de orientar las opciones políticas en este amplio campo de creciente importancia.

La dificultad de aplicar los principios generales del liberalismo a los nuevos problemas se ha puesto de manifiesto claramente en el curso del desarrollo del welfare state. Ciertamente habría sido posible alcanzar, dentro de un marco liberal, por lo menos una parte de los resultados que éste pretende conseguir; pero ello habría necesitado de un proceso de experimentación mucho más lento: el deseo de alcanzarlos por la vía inmediatamente más eficaz ha conducido casi por doquier al abandono de los principios liberales. En particular, habría sido ciertamente posible prestar la mayor parte de los servicios de previsión social mediante la creación de instituciones aseguradoras en competencia, del mismo modo que habría sido posible garantizar a todos, en un marco liberal, un mínimo de renta. En cambio, la decisión de convertir todo el campo de los seguros sociales en un monopolio del Estado y la de transformar el aparato construido a tal fin en un gran mecanismo de redistribución de la renta han llevado a un crecimiento progresivo del sector público de la economía (o sea del sector controlado por el Estado) y a una constante restricción de aquella área de la economía en la que aún prevalecen los principios liberales.

Funciones positivas de la legislación liberal

La doctrina liberal tradicional no sólo no ha conseguido afrontar adecuadamente los nuevos problemas, sino que ni siquiera ha elaborado un programa suficientemente claro capaz de trazar el marco jurídico destinado a garantizar un sistema de mercado eficiente. Para que el sistema de libre empresa funcione de tal modo que produzca ventajas, no basta con que las leyes satisfagan los criterios de carácter negativo a que antes nos referimos, sino que también es necesario que su contenido positivo contribuya a que el mecanismo de mercado funcione de manera satisfactoria. Para ello se precisan normas que favorezcan el mantenimiento de la competencia y dificulten, en la medida de lo posible, el desarrollo de posiciones de monopolio. Estos problemas fueron algo descuidados por la doctrina liberal del siglo XIX y sólo recientemente han sido tratados de modo sistemático por algunos grupos “neoliberales”.

Es probable que en el campo empresarial jamás habrían surgido graves problemas de monopolio si el gobierno no hubiera facilitado su desarrollo con la política arancelaria y con ciertos aspectos de la legislación sobre sociedades anónimas y sobre patentes industriales. Puede discutirse si, además de la existencia de un marco jurídico general que fomente la competencia, es necesario introducir medidas específicas para combatir los monopolios. Si la respuesta fuera positiva, habría que observar que semejante acción habría podido basarse en aquella única norma –que durante tanto tiempo permaneció en desuso– de la common law que rechaza los acuerdos encaminados a limitar la libertad de comercio.

Sólo relativamente tarde –en Estados Unidos con la Ley Sherman de 1890 y en Europa generalmente después de la Segunda Guerra Mundial– se ha intentado establecer una legislación orientada pragmáticamente a combatir trust y carteles; legislación que, al atribuir generalmente poderes discrecionales a organismos administrativos, no puede conciliarse plenamente con los principios liberales clásicos.

En todo caso, el campo en el que la falta de aplicación de los principios liberales más ha contribuido a desarrollar impedimentos cada vez mayores al funcionamiento del sistema de mercado ha sido el del monopolio del trabajo organizado, es decir, de los sindicatos. El liberalismo clásico apoyó las reivindicaciones obreras de “libertad de asociación”, y tal vez fue esta la razón por la que más tarde dejó de oponerse eficazmente a la transformación de los sindicatos obreros en instituciones a las que la ley reconoce el privilegio de emplear la coacción en una forma no permitida a ninguna otra institución. Esta posición de los sindicatos obreros ha contribuido a que, en materia de determinación de los salarios, el mecanismo del mercado fuera en gran medida inoperante, y es más que dudoso que una economía de mercado pueda seguir subsistiendo cuando la determinación de los precios por la competencia no se aplique también a los salarios. El que el mecanismo de mercado siga existiendo o, en cambio, sea substituido por un sistema económico basado en la planificación centralizada, es un problema que podrá depender de la posibilidad de restaurar de algún modo un mercado laboral regido por la competencia.

Los efectos de este desarrollo aparecen ya en la manera en que influyeron sobre la acción gubernativa en el segundo sector importante en el que un mecanismo de mercado que funcione presupone una intervención positiva del gobierno: el mantenimiento de un sistema monetario estable. Si bien el liberalismo clásico consideraba que el patrón oro era capaz de proporcionar un mecanismo automático de regulación de la oferta monetaria y crediticia en condiciones de garantizar un funcionamiento satisfactorio del sistema de mercado, a lo largo de la historia se ha ido formando de hecho una estructura crediticia en gran parte dependiente de la deliberada regulación efectuada por la autoridad central. En época reciente estas facultades de control, que durante algún tiempo habían estado en manos de bancos centrales independientes, ha sido de hecho transferida a los gobiernos, sobretodo porque la política presupuestaria se ha convertido en uno de los principales instrumentos de control monetario. Los gobiernos han asumido así la responsabilidad de determinar una de las condiciones esenciales de las que depende el funcionamiento del sistema de mercado.

Así las cosas, en todos los países occidentales, para poder asegurar un adecuado nivel de empleo en las condiciones creadas por los niveles salariales conseguidos por la acción sindical, los gobiernos se han visto en la necesidad de practicar una política inflacionista cuyo efecto ha sido hacer crecer la demanda monetaria a más velocidad que la oferta de bienes. El resultado ha sido una situación de creciente inflación, a la que los gobiernos han tenido que hacer frente recorriendo a formas de control directo de los precios, que van haciendo cada vez más inoperante el mecanismo de mercado. Lo cual parece ser el comienzo de un proceso que, como ya hemos observado, conducirá el mecanismo de mercado –fundamentalmente un sistema liberal– hacia su progresiva disolución.

Libertad intelectual y material

Es posible que muchos que se consideran liberales opinen que los principios políticos que hemos venido considerando no expresan la doctrina liberal en toda su amplitud y ni siquiera en sus aspectos más importantes. Como ya hemos observado, el término “liberal” se ha empleado con frecuencia –especialmente en los últimos tiempos– para designar sobre todo una actitud mental general más bien que una concepción específica de las funciones propias del gobierno. Convendrá, pues, para concluir, volver a la relación entre estos fundamentos más generales de todo pensamiento liberal y los principios jurídicos y económicos, para mostrar como estos últimos son el resultado necesario de una aplicación coherente de las ideas que condujeron a la reivindicación de la libertad intelectual, sobre la que están de acuerdo las distintas corrientes liberales.

La convicción central, de la que puede afirmarse que derivan todos los postulados liberales, es aquella que entiende que la mejor solución de los problemas sociales hay que esperarla, más que de la aplicación del conocimiento que pueda tener un determinado individuo, de un proceso interpersonal de intercambio de opiniones que dará lugar a un conocimiento mejor. Se pensaba que la discusión y la crítica recíproca de las distintas opiniones, derivadas de experiencias diferentes, conducirían al descubrimiento de la verdad, o al menos a la mejor aproximación posible a la misma en una determinada situación. Se reivindicaba la libertad de opinión individual precisamente porque se pensaba que todo individuo es falible y se suponía, por tanto, que la consecución del conocimiento mejor sólo podía ser fruto de la experimentación sistemática de todas las opiniones, que sólo la libre discusión podía garantizar. En otras palabras, el progresivo acercamiento a la verdad se esperaba no tanto del poder de la razón individual (del que el pensamiento liberal desconfiaba) como de los resultados del proceso interpersonal de discusión y de crítica. E incluso se consideraba posible el propio desarrollo de la razón y del conocimiento individuales sólo en la medida que el individuo participara en ese proceso.

Que el avance del conocimiento, es decir el progreso garantizado por la libertad individual, y el consiguiente mayor poder del hombre para alcanzar sus propios fines fueran altamente deseables, era uno de los presupuestos del credo liberal. Se sostiene a veces, aunque sin mucho fundamento, que esto se refería exclusivamente al progreso material. Ahora bien, si bien es cierto que el pensamiento liberal esperaba del desarrollo del conocimiento científico y técnico la solución de la mayor parte de los problemas, también lo es que a esa esperanza le acompañaba la convicción –en cierto modo acrítica, aunque estuviera justificada empíricamente– de que la libertad comportaría también un progreso en el ámbito moral. Al menos una cosa parece cierta: que con frecuencia, en los periodos en que progresa la civilización, son mejor acogidas ciertas convicciones morales que en fases anteriores sólo de forma imperfecta y parcial habían sido reconocidas. Más discutible, en cambio, es si el rápido progreso intelectual producido por la libertad haya comportado también el desarrollo de la sensibilidad estética; pero la doctrina liberal jamás ha reivindicado influencia alguna en esta dirección.

Todos los razonamientos en apoyo de la libertad intelectual valen también para la libertad de acción. Las variadas experiencias de las que surgen las diferencias de opinión, que, a su vez, dan origen al desarrollo intelectual, son el resultado de distintas opciones de acción realizadas por diversas personas en circunstancias también diversas. En la esfera material, lo mismo que en la intelectual, la competencia es el medio más eficaz para descubrir la mejor manera de alcanzar los fines humanos. Sólo allí donde se puede experimentar un gran número de modos distintos de hacer las cosas se obtendrá una gran variedad de experiencias, de conocimientos y de capacidades individuales tal que permita, a través de la ininterrumpida selección de las más eficaces, una mejora constante. Y como la acción es la fuente principal de los conocimientos individuales, en la que se basa el proceso social de avance del conocimiento, las razones de la libertad de acción son tan poderosas como las que defienden la libertad de opinión. Finalmente, en una sociedad moderna, basada en la división del trabajo y en el mercado, la mayor parte de las nuevas formas de acción surgen en el ámbito económico.

Pero hay otro motivo por el que la libertad de acción, especialmente en el campo económico (que tan a menudo se considera de menor importancia) es tan importante como la libertad intelectual. Si bien es cierto que es el intelecto el que elige los fines de la acción humana, su consecución depende sin embargo de la disponibilidad de los medios necesarios. De aquí se sigue que toda forma de control económico que otorgue poder sobre los medios otorga al mismo tiempo un poder sobre los fines. No puede haber libertad de prensa cuando la actividad editorial está sometida a control gubernativo, o libertad de reunión si lo mismo ocurre respecto a los locales necesarios para celebrarla, o libertad de movimiento si los medios de transporte son monopolio público, etc. Tal es la razón por la que la gestión estatal de toda actividad económica, emprendida con frecuencia en la vana esperanza de poner medios más amplios a disposición de todos los fines posibles, ha originado invariablemente rigurosas restricciones de los fines que los individuos pueden perseguir. Probablemente la lección más significativa que se desprende de las vicisitudes políticas del siglo XX es la que nos muestra cómo el control de la parte material de la vida ha dado a los gobiernos –en lo que hemos aprendido a llamar sistemas totalitarios– amplios poderes sobre la vida intelectual. Estamos en condiciones de perseguir nuestros propios fines sólo si una variada multiplicidad de fuentes pone a nuestra disposición los medios necesarios.