Nota del editor: Texto escrito por Friedrich Hayek en
1973 para la «Enciclopedia del Novecento» (Italia) y publicado en
1978. Tomado del libro Friedrich A. Hayek: «PRINCIPIOS DE UN ORDEN SOCIAL
LIBERAL» Edición de Paloma de la Nuez Unión Editorial, Madrid, 2001; p 53-57 y
72-99.
Las distintas acepciones del término liberalismo
El término
“liberalismo” se usa hoy con una variedad de significados que poco tienen en
común aparte de designar una apertura hacia ideas nuevas, entre ellas algunas
directamente contrarias a las que, en el siglo XIX y principios del XX, se
designaban con esta palabra. Aquí nos ocuparemos únicamente de aquella vasta
corriente de ideales políticos que en el mencionado periodo constituyó –bajo el
nombre de liberalismo– una de las fuerzas intelectuales más influyentes que
rigieron el desenvolvimiento de los acontecimientos en Europa occidental y
central. Este movimiento, sin embargo, tiene dos orígenes muy diferentes, y las
dos tradiciones que de ellos se derivan, aunque combinadas en distinta medida,
han coexistido únicamente en relaciones de convivencia muy difíciles, por lo que
es preciso mantenerlas cuidadosamente separadas para poder entender el
desarrollo del movimiento liberal.
La primera
tradición, mucho más antigua que el término “liberalismo”, hunde sus raíces en
la antigüedad clásica, y sólo en la segunda mitad del siglo XVIII y en el siglo
siguiente revistió su forma moderna, como conjunto de los principios políticos
de los whigs ingleses, dando origen al modelo de instituciones políticas al que,
por lo general, se conformó el liberalismo europeo del siglo XIX. En efecto, fue
aquella libertad individual que un «gobierno sometido a la ley» había asegurado
a los ciudadanos de Gran Bretaña, la que inspiró el movimiento a favor de la
libertad en los países del continente, en los que el absolutismo había destruido
en gran parte las libertades medievales que, por el contrario, se habían
conservado ampliamente en Inglaterra. En el continente, esas instituciones se
interpretaron a la luz de una orientación racionalista o constructivista que
postulaba una reconstrucción intencionada de las sociedades en su conjunto según
principios racionales. Este planteamiento tenía su origen en la filosofía
racionalista, elaborada sobretodo por Descartes (pero también por Hobbes en
Inglaterra), y alcanzó el punto culminante de su influencia en el siglo XVIII, a
través de las obras de los filósofos de la Ilustración francesa, Voltaire y
Rousseau fueron las dos figuras más eminentes del movimiento intelectual que
culminó en la Revolución francesa y que inspiró el liberalismo continental de
tipo constructivista. El núcleo de este movimiento no estaba formado, como en la
tradición inglesa, por una doctrina política rigurosamente definida, sino por
una actitud mental general, por la reivindicación de la emancipación de todo
prejuicio y de toda creencia que no pudiera justificarse racionalmente, así como
por la liberación respecto a la autoridad de «curas y reyes». Su mejor
formulación sigue siendo probablemente la de Spinoza, según el cual: «un hombre
libre es aquel que vive sólo según los dictados de la razón».
Estos dos filones
intelectuales (que constituyeron los principales elementos de lo que en el siglo
XIX se llamaría liberalismo) coincidían en algunos postulados esenciales –como
la libertad de pensamiento, de palabra y de prensa– en medida suficiente para
justificar una oposición común contra las concepciones conservadoras y
autoritarias, y por lo tanto para presentarse como partes de un único
movimiento. La mayoría de sus partidarios profesaba, además, algún tipo de
creencia en la libertad de acción del individuo y en alguna especie de igualdad
de todos los hombres. Pero un análisis más detenido pone de relieve cómo la
coincidencia era en parte meramente verbal, ya que los términos clave
–“libertad” e “igualdad”– se empleaban en acepciones diferentes. En efecto, para
la más antigua tradición inglesa, el valor supremo radicaba en la libertad
individual, entendida como protección mediante la ley contra toda forma de
coacción arbitraria, mientras que en la tradición continental se destacaba
sobretodo la reivindicación del derecho que todo grupo tiene a determinar su
propia forma de gobierno. Lo cual no tardó en llevar a asociar –e incluso a
identificar– el movimiento liberal continental con el movimiento a favor de la
democracia, que afrontaba un dilema distinto al que había sido central en la
tradición liberal de tipo inglés.
Este manojo de
ideas, que sólo a lo largo del siglo XIX se conoció como liberalismo, en su
periodo de formación no fue aún designado de este modo. El adjetivo “liberal”
fue asumiendo gradualmente su connotación política durante la última parte del
siglo XVIII, cuando fue ocasionalmente empleado, por ejemplo por Adam Smith, en
expresiones como «proyecto liberal de igualdad, de libertad y de justicia». Como
denominación de un movimiento político el término “liberalismo” hizo su
aparición sólo a principios del siglo siguiente, cuando fue empleado por el
partido español de los liberales y, poco después, cuando fue adoptado como
denominación de partido en Francia. En Inglaterra este uso del término
liberalismo apareció sólo después de la unificación de whigs y radicales en un
único partido, que a partir de los años cuarenta fue conocido como Partido
Liberal. Y como los radicales se inspiraban en gran medida en la que hemos
designado como tradición continental, también el Partido Liberal inglés, en la
época de su máxima influencia, hizo suyas ambas tradiciones arriba
mencionadas.
A la luz de todo
esto, sería erróneo calificar como “liberal” exclusivamente a una u otra de
estas dos diferentes tradiciones. Estas se han designado a veces como de tipo
“inglés”, “clásico” o “evolucionista”, o bien como de tipo “continental” o
“constructivista”. En la siguiente reseña histórica examinaremos ambos tipos.
Sin embargo, como tan sólo del primero del primero se ha derivado una doctrina
política definida, el capítulo siguiente, dedicado a trazar una exposición
teórica sistemática, deberá concentrarse sobre el mismo.
Conviene señalar
que los Estados Unidos jamás conocieron un movimiento liberal comparable al que
se difundió a lo largo del siglo XIX en la mayor parte de los países europeos,
donde tuvo que competir con los más jóvenes movimientos nacionalista y
socialista. En Europa su influencia llegó al máximo en el decenio entre 1870 y
1880, y seguidamente, aunque en lenta decadencia, permaneció hasta 1914 como el
elemento determinante del clima político. La razón de la ausencia de semejante
movimiento liberal en Estados Unidos hay que buscarla esencialmente en el hecho
de que las principales aspiraciones del liberalismo europeo se hallan encarnadas
en las instituciones de ese país ya desde su fundación y, en menor medida, en el
hecho de que en Estados Unidos la escena política no era favorable al desarrollo
de partidos de base ideológica. En efecto, lo que en Europa se suele –o solía–
definir como “liberal”, en los Estados Unidos de hoy se etiqueta, más bien, no
sin cierta justificación, como “conservador”, mientras que más recientemente el
término “liberal” se ha empleado para designar lo que en Europa más bien se
habría clasificado de socialista.
La
concepción liberal de la libertad
Puesto que sólo el
liberalismo de tipo “inglés” o evolucionista ha elaborado un programa político
definido con precisión, un intento de exposición sistemática de los principios
del liberalismo deberá centrarse sobre el mismo. Mencionaremos, sin embargo, por
vía de contraste, las concepciones propias de la versión continental o
constructivista. Lo cual comporta también el rechazo de la distinción –que a
menudo se hace en la Europa continental, pero que no puede aplicarse al tipo
inglés– entre liberalismo político y liberalismo económico (elaborada en
particular por Benedetto Croce como distinción entre “liberalismo” y
“liberismo”). Para la tradición inglesa, ambos liberalismos son inseparables. En
efecto, el principio fundamental por el que la intervención coactiva de la
autoridad estatal debe limitarse a garantizar el cumplimiento de las normas
generales de comportamiento priva al gobierno de poder dirigir y controlar las
actividades económicas de los individuos. Si así no fuera, la atribución de
tales facultades daría al gobierno un poder sustancialmente arbitrario y
discrecional que se resolvería en una limitación de aquellas libertades de
elección de los objetivos individuales que todos los liberales quieren
garantizar. La libertad en la ley implica libertad económica, mientras que el
control económico posibilita –en cuanto control de los medios necesarios para la
realización de todos los fines– la restricción de todas las libertades.
Desde este punto de
vista, la aparente coincidencia de las diversas corrientes liberales sobre la
reivindicación de la libertad individual –y sobre el respeto a la personalidad
que implica– oculta una importante divergencia. En la época de oro del
liberalismo esta concepción de la libertad tenía un significado bien preciso:
indicaba ante todo que la persona libre no estaba sometida a ninguna coacción
arbitraria. Pero, para el hombre que vive en la sociedad la protección contra
esa coacción exige la imposición de una obligación, extendida a todos los
individuos, que les priva de la facultad de coaccionar a los demás. La libertad
para todos sólo puede realizarse si, como afirma la famosa formulación de Kant,
la libertad de cada uno no va más allá de lo que es compatible con la igual
libertad de los demás. La concepción liberal es, pues, necesariamente la de una
libertad en la ley, una ley que limita la libertad de cada uno con el fin de
garantizar la misma libertad para todos. La misma no coincide con la que a veces
se ha descrito como la “libertad natural” de un individuo aislado, sino que es
más bien la libertad posible en sociedad, y por lo tanto limitada por las normas
necesarias para garantizar la libertad de los demás. En este aspecto el
liberalismo se distingue netamente del anarquismo y reconoce que, para que todos
sean iguales en la mayor medida posible, la coacción no puede eliminarse
completamente, sino sólo reducirse al mínimo indispensable para impedir que
cualquiera –individuo o grupo– ejerza una coacción arbitraria en perjuicio de
otros. Es una libertad dentro de una esfera limitada de normas conocidas que
pone al individuo a cubierto de toda coacción, siempre que cabalmente se
mantenga dentro de tales límites. Además, esta libertad sólo puede asegurarse a
quien sea capaz de observar las normas destinadas a garantizarla. Sólo el
individuo adulto y mentalmente sano, plenamente responsable de sus acciones, es
considerado titular de esta libertad. Para los menores de edad y las personas
que no tienen la plena posesión de sus facultades mentales se contemplan formas
de tutela en diversos grados. Y la violación de las normas destinadas a asegurar
la misma libertad para todos puede conllevar la pérdida de aquellas garantías de
que disfrutan quienes respetan esas normas.
Esta libertad,
reconocida a todos los que se consideran responsables de sus propias acciones,
les hace al mismo tiempo responsables de su destino: al tiempo que la protección
ofrecida por la ley consiste en permitir a cada uno perseguir sus propios
objetivos, esto no implica sin embargo que el gobierno tenga que garantizar al
individuo particular un determinado resultado de sus esfuerzos. Hacer que el
individuo sea capaz de hacer uso de sus propios conocimientos y de su capacidad
para perseguir los objetivos elegidos con autonomía, se consideraba, por un
lado, como la mayor ventaja que el gobierno puede garantizar a todos y, por
otro, como el mejor modo para inducir a estos individuos a aportar la mayor
contribución al bienestar de los demás. Realizar el mayor esfuerzo de que un
individuo es capaz en su situación particular y según sus particulares
capacidades (que ninguna autoridad es capaz de determinar) se consideraba la
principal ventaja que la libertad de cada uno puede aportar a todos los demás.
La concepción
liberal de la libertad se ha definido a menudo, y con razón, como puramente
negativa. Como la paz y la justicia, hace referencia a la ausencia de un mal, es
decir a una condición que ofrece posibilidades sin ofrecer por ello ventajas
definidas. Se pensaba, sin embargo, que, siguiendo este camino, serían mayores
las probabilidades de disponer de los medios necesarios para conseguir los
distintos fines privados. La libertad que el liberalismo reivindica exige, pues,
la eliminación de todos los obstáculos de naturaleza social que encuentran los
esfuerzos individuales, pero no la concesión de ventajas concretas por parte de
la autoridad estatal. Si bien no se opone a esta función colectiva cuando ello
se juzgue necesario o se estime como el modo más eficaz para garantizar ciertos
servicios, la convierte en todo caso en una cuestión de mera oportunidad, cuyos
límites, por consiguiente, están marcados por el principio fundamental de la
igual libertad de todos bajo la ley. El declive de la doctrina liberal, iniciado
después de 1870, se halla estrechamente ligado a una reinterpretación de la
libertad como disponibilidad (obtenida a través de la acción del Estado) de los
medios necesarios para alcanzar una amplia gana de fines.
La concepción liberal del derecho
El significado de
la concepción liberal de la libertad como libertad en la ley (o ausencia de toda
coacción arbitraria) depende del valor que en este contexto se atribuya a los
conceptos de “derecho” y “arbitrariedad”. A las diferencias en el uso de estos
términos se debe en parte la existencia, dentro de la tradición liberal, de un
conflicto entre quienes (por ejemplo Locke) piensan que la libertad sólo puede
existir en la ley («pues ¿quién podría ser libre si dependiera del capricho de
otros hombres?») y los numerosos liberales continentales, y con ellos también
Jeremy Bentham, que entienden, según palabras de este último que: «toda ley es
un mal, ya que toda ley es una violación de la libertad». Es claro que la ley
puede emplearse para destruir la libertad, pero no todo lo que produce la
actividad legislativa se configura como ley en el sentido en que la entendían
Locke, Hume, Smith o Kant o, también más tarde, los whigs ingleses que veían en
la ley la salvaguardia de la libertad. Lo que ellos entendían por ley cuando
hablaban de la ley como salvaguardia indispensable de la libertad, no era otra
cosa que aquel conjunto de normas de mera conducta que constituyen el derecho
privado y el derecho penal, y no cualquier prescripción emanada de la autoridad
legislativa. Para cualificarse como ley, en el sentido empleado por la tradición
liberal inglesa para definir las condiciones de la libertad, las normas
impuestas por el gobierno tienen que poseer determinados atributos, intrínsecos
al derecho de la common law inglesa pero que no se hallan necesariamente
presentes en todo lo que produce la legislación positiva. Es decir, tienen que
ser normas generales de conducta individual, aplicables a todos con el mismo
título, en un número indefinido de circunstancias futuras, y ser capaces de
circunscribir la esfera protegida de la acción individual, asumiendo así
esencialmente el carácter de prohibiciones más bien que el de prescripciones
específicas. Son, finalmente, inseparables de la institución de la propiedad
individual. En los límites definidos por estas normas de mera conducta, se
suponía que el individuo es libre de emplear sus conocimientos y capacidades
para perseguir los propios objetivos siguiendo el camino que considera más
apropiado.
Los poderes
coercitivos del gobierno quedaban limitados a la imposición de tales normas de
mera conducta. Todo esto no excluía que el gobierno (a excepción de una ala
extrema de la tradición liberal) tuviera la posibilidad de proporcionar a los
ciudadanos algunos servicios. Significaba tan sólo que el gobierno, sea cual
fuere el servicio que tiene que prestar, sólo puede emplear para tales fines los
recursos de que dispone, sin constricción alguna para el ciudadano privado. En
otros términos, el gobierno no puede utilizar la persona y las propiedades del
ciudadano para alcanzar sus propios objetivos. En este sentido, el acto de una
asamblea legislativa plenamente legal puede ser tan arbitrario como el de un
autócrata; en realidad, cualquier prescripción –o prohibición– dirigida a
personas o grupos particulares y no derivada de una norma aplicable
universalmente, debería considerarse como arbitraria. Así, pues, lo que hace que
un acto coactivo sea arbitrario, en el sentido en que el término se emplea en la
vieja tradición liberal, es el hecho de que el mismo sirva a un fin particular
del gobierno, es decir que responda a un determinado acto arbitrario y no a una
norma universal necesaria para mantener aquel orden global, que se genera a sí
mismo, de las acciones, al cual se ordenan todas las demás normas de mera
conducta.
El
derecho y el orden espontáneo de las acciones
La importancia que
la teoría liberal atribuye a las normas de mera conducta se basa en la idea de
que estas son una condición esencial para mantener un orden, espontáneo y que se
genera a sí mismo, de las acciones de los distintos individuos y grupos, cada
uno de los cuales persigue sus propios fines basándose en sus propios
conocimientos. Conviene subrayar que en el siglo XVIII los grandes fundadores de
la teoría liberal –David Hume y Adam Smith– no postulaban una armonía natural de
los intereses, sino que más bien sostenían que los intereses divergentes de los
distintos individuos pueden conciliarse a través de la observancia de normas de
conducta apropiadas: o bien, según las palabras de su contemporáneo J. Tucker
que: «el motor universal de la naturaleza humana –el amor a sí mismo– puede
dirigirse de tal modo [...] que promueva, mediante los mismos esfuerzos que
realiza en su propio interés, también el interés público». Estos filósofos del
siglo XVIII, en efecto, eran tanto filósofos del derecho como estudiosos del
orden económico, y en ellos la concepción del derecho y la teoría del mecanismo
del mercado se hallaban estrechamente conexas. Comprendían que sólo el
reconocimiento de ciertos principios jurídicos –en primer lugar la institución
de la propiedad privada y la obligación de observar los compromisos
contractuales– puede garantizar una adaptación recíproca de las acciones de los
distintos individuos, de tal modo que cada uno pueda tener una probabilidad
fundada de realizar los particulares objetivos previamente fijados. Como la
teoría económica habría de poner de manifiesto con mayor claridad, era
precisamente esta adaptación recíproca de los planes individuales la que ponía a
los hombres en condiciones de hacerse recíprocamente útiles aun empleando cada
uno sus peculiares conocimientos y capacidades al servicio de los propios fines
personales.
La función, pues,
de las normas de conducta consiste no ya en organizar los esfuerzos individuales
para alcanzar objetivos específicos y concordados, sino sólo en asegurar un
orden global de las acciones en cuyo ámbito cada uno pueda obtener la mayor
ventaja, en la persecución de sus propios fines personales, de los esfuerzos de
los demás. Las reglas capaces de producir este orden espontáneo se consideraban
el producto de una larga experiencia pasada. Y a pesar de juzgarlas susceptibles
de perfeccionamiento, se pensaba que semejante progreso debía proceder
lentamente, paso a paso, según las indicaciones sugeridas por las nuevas
experiencias.
La gran ventaja de
un orden que se autogenera se percibía no sólo en el hecho de que ese orden deja
a los individuos libres de perseguir sus propios fines, ya sean egoístas o
altruistas, sino también en el hecho de que permite utilizar experiencias
surgidas de diversas y particulares circunstancias, fragmentadas y dispersas en
el espacio y en el tiempo, que pueden existir únicamente como experiencias de
los diferentes individuos y que en modo alguno pueden ser unificadas por una
autoridad rectora cualquiera. Y es esa utilización de tantas experiencias
particulares, superior a la que sería posible bajo cualquier forma de dirección
centralizada de la actividad económica, la que permitirá una producción social
global muy elevada.
Abandonar la
formación de semejante orden a las fuerzas espontáneas del mercado –aunque
operen en el marco de normas jurídicas apropiadas–, si bien garantiza un orden
más comprehensivo y una adaptación más completa a las diversas circunstancias
concretas, implica también que los contenidos particulares de este orden no
estén sujetos a un control predeterminado, sino que en gran medida se confíen a
la casualidad. El conjunto de las normas jurídicas y de las distintas
instituciones particulares que sirven a la formación del mercado y de su
mecanismo puede determinar sólo la fisonomía general o abstracta de éste, pero
no sus efectos específicos sobre los distintos individuos o grupos. Aunque su
justificación se basa en la idea de que incrementa las posibilidades de todos,
de tal modo que la posición de cada individuo depende, en gran parte, de sus
propios esfuerzos, permite sin embargo que el éxito de cada individuo o grupo
dependa también de circunstancias imprevistas, que ni él ni ningún otro sujeto
es capaz de controlar. Por ello, desde Adam Smith en adelante, el proceso por el
que en una economía de mercado se determinan las cuotas que corresponden a cada
uno de los individuos se ha comparado a menudo a un juego en el que los
resultados que cada uno obtiene dependen en parte de su habilidad y esfuerzos y
en parte también de la casualidad. Los individuos pueden aceptar participar en
el juego, porque ello hace que la suma total de las cuotas individuales sea
mayor de lo que sería posible mediante cualquier otro método. Pero, al mismo
tiempo, las ganancias de cada uno de los individuos acaban dependiendo de
fatalidades de todo tipo, y no hay modo de garantizar que esas ganancias
correspondan siempre a los méritos subjetivos de los esfuerzos individuales.
Antes de examinar más detenidamente los problemas planteados por este aspecto de
la concepción liberal de la justicia, conviene detenerse sobre algunos
principios constitucionales en los que la concepción liberal de la justicia se
ha venido poco a poco encarnando.
Derechos naturales, separación de
poderes y soberanía
El principio
liberal fundamental, consistente en limitar la coacción a la imposición de
normas generales de mera conducta, raramente se ha afirmado de esta forma
explícita. En general, se ha expresado en dos concepciones características del
constitucionalismo liberal: la de los derechos inalienables o naturales de los
individuos (definidos también como derechos fundamentales o derechos del hombre
o derechos de libertad) y la de la separación de poderes. Según la fórmula de la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que constituye la
expresión más concisa y al mismo tiempo más eficaz de los principios liberales,
«toda sociedad en la que no se garanticen los derechos y no se establezca la
separación de poderes carece de constitución».
La idea de
garantizar de un modo particular ciertos derechos fundamentales –derecho a la
«libertad, a la propiedad, a la seguridad y a la resistencia contra la
opresión»- y, más en concreto, la libertad de opinión, de palabra, de reunión y
de prensa (idea que hace su primera aparición en la Revolución americana) es
solamente una aplicación del principio liberal más general a ciertos derechos
considerados particularmente importantes: esta idea, al especificar un número
definido de derechos, no tiene la amplitud de aquel principio general. Que se
trata de meras aplicaciones particulares del principio general lo demuestra
claramente el hecho de que ninguno de estos derechos fundamentales constituye un
derecho absoluto, y su esfera de acción no supera los límites marcados por los
principios jurídicos generales. Sin embargo, puesto que según el principio
liberal más general, toda acción coactiva del gobierno se limita a la imposición
de las normas generales, todos los derechos fundamentales enumerados en
cualquier lista o carta de derechos expresamente garantizados (y muchos otros
que nunca se incluyeron en tales documentos) serían igualmente garantizados por
una única proposición que afirmara el mencionado principio general. Todas las
libertades –y no sólo la económica– quedarían, pues, garantizadas una vez que
las actividades de los individuos no estuvieran vinculadas por prohibiciones
específicas (o por la necesidad de específicas autorizaciones), sino que
estuvieran sometidas exclusivamente a normas generales aplicables con el mismo
título a todos.
Tomado en su
sentido originario, también el principio de la separación de poderes es una
aplicación del mismo principio general, pero sólo si en la distinción entre los
tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– la “ley” se entiende, como sin
duda alguna la entendían quienes fueron los primeros en formular su principio,
en el sentido restringido de normas generales de mera conducta. Mientras el
cuerpo legislativo sólo podía aprobar leyes en este sentido restringido, los
tribunales podían emanar y el ejecutivo aplicar medidas coactivas únicamente
para asegurar la observancia de tales normas generales. Pero esto sólo es
aplicable en la medida en que los poderes del cuerpo legislativo están limitados
a la emanación de tales leyes en el sentido restringido del término (como, según
John Locke, debería ser), mientras que ya no lo es si el cuerpo legislativo
puede impartir al ejecutivo cualquier directriz que considere oportuna y si, por
otra parte, cualquier acción del ejecutivo, autorizada de este modo, se
considera legítima. Allí donde, como en todos los Estados modernos, el cuerpo
legislativo se ha convertido en la suprema autoridad de gobierno, que dirige la
acción del ejecutivo en los distintos campos particulares, y donde la separación
de poderes significa simplemente que el ejecutivo no puede hacer nada que no
esté de este modo autorizado, no se garantiza en modo alguno que la libertad del
individuo esté limitada únicamente por leyes entendidas en el sentido
restringido de la teoría liberal.
La limitación de
los poderes del cuerpo legislativo, implícita en la concepción originaria de la
separación de poderes, comporta también un rechazo de la idea de un poder
ilimitado o soberano, o al menos de un poder cualquiera organizado que pueda
obrar como le plazca. La negativa a reconocer semejante poder, muy clara en
Locke y constantemente recurrente en el pensamiento liberal posterior, es uno de
los puntos clave en que este pensamiento choca con la concepción –hoy
prevalente– del positivismo jurídico. El pensamiento liberal niega que la
derivación de todo poder legítimo de una única fuente soberana o de una
“voluntad” organizada cualquiera sea una necesidad lógica. Argumenta, en cambio,
que semejante limitación de todos los poderes organizados puede obtenerse
igualmente mediante un consenso general que se niegue a obedecer a cualquier
poder (o voluntad organizada) que actúe de modo tal que el mencionado consenso
no autoriza. La doctrina liberal cree, en una palabra, que incluso una fuerza
como el consenso general, aunque no sea capaz de formular actos específicos de
voluntad, puede sin embargo limitar los poderes de todos los órganos de gobierno
a aquellas acciones que posean ciertos atributos de orden general.
Liberalismo y justicia
Íntimamente
relacionada con la concepción liberal del derecho está la concepción liberal de
la justicia. Ésta se diferencia de la que hoy se acepta comúnmente en dos
aspectos importantes: se basa en el convencimiento de que es posible formular
normas objetivas de mera conducta, independientemente de cualquier interés
particular, y se preocupa solamente del carácter justo o injusto de la conducta
humana y de las normas que la gobiernan, mientras que es indiferente a las
consecuencias particulares de esa conducta sobre la situación de los distintos
individuos o grupos. En particular, a diferencia del socialismo, puede afirmarse
que el liberalismo se interesa por la justicia conmutativa, pero no por la
llamada justicia distributiva o, según la expresión hoy más frecuente,
“social”.
La fe en la
existencia de normas de mera conducta, susceptibles de ser descubiertas, (y que,
por lo tanto, no son fruto de una construcción arbitraria), se basa por un lado
en el hecho de que la gran mayoría de estas normas serán siempre y absolutamente
aceptadas y, por otro, en el hecho de que cualquier duda sobre la equidad de una
norma particular debe resolverse en el contexto de este cuerpo de normas
generalmente aceptadas, de modo que la norma que hay que aceptar sea compatible
con el resto: en otros términos, esto significa que debe servir a la formación
de la misma especie de orden de las acciones a la que contribuyen todas las
demás normas de mera conducta, y no puede entrar en conflicto con lo que exige
una cualquiera de estas normas. La prueba de la validez de cualquier norma
particular será, pues, la posibilidad de una aplicación universal de la misma,
que, a su vez, dependerá de la compatibilidad de esa norma con todas las demás
normas aceptadas.
Se ha sostenido con
frecuencia que esta fe liberal en la posibilidad de una justicia independiente
de los intereses particulares se basa en la concepción de una ley natural que el
pensamiento moderno ha rechazado definitivamente. Pero puede entenderse como
basada en la fe en una ley natural si se entiende este término en una acepción
muy particular; y en esta acepción no resulta en absoluto evidente que el
pensamiento moderno haya sido capaz de refutarla.
No hay duda de que
los ataques dirigidos por el positivismo jurídico han contribuido no poco a
desacreditar esta parte esencial de la doctrina liberal tradicional. Y en
realidad la teoría liberal entra en conflicto con el positivismo jurídico cuando
este último afirma que toda ley es, o debe ser, producto de la voluntad
arbitraria de un legislador. Sin embargo, una vez aceptado el principio general
de un orden que se autoregula sobre la base de la propiedad individual y del
contrato jurídico, es evidente que se requerirán, dentro del sistema de las
normas generalmente aceptadas, respuestas particulares a preguntas específicas
planteadas por la lógica global de sistema; y que tales respuestas apropiadas
deberían ser descubiertas más bien que arbitrariamente inventadas. Es esta
circunstancia la que legitima la idea de que la “naturaleza de la cuestión”
requerirá ciertas normas más bien que otras.
El ideal de la
justicia distributiva ha atraído con frecuencia también a pensadores liberales y
se ha convertido tal vez en uno de los factores principales que explican el paso
de muchos de ellos del liberalismo al socialismo. La razón por la que ese ideal
debe ser rechazado por los liberales coherentes es doble: por un lado, no
existen principio generales de justicia distributiva universalmente reconocidos,
ni es posible descubrirlos, y, por otro, aun cuando fuera posible alcanzar un
acuerdo sobre tal tipo de principios, no podrían ser aplicados en una sociedad
en que los individuos fueran libres de emplear sus conocimientos y capacidades
para conseguir fines privados. Para garantizar ventajas específicas a los
individuos como recompensa por sus méritos (sea cual fuere el modo de
valorarlos) se precisaría un tipo de orden social totalmente diferente del orden
que se generaría espontáneamente en caso de que los individuos estuvieran
vinculados únicamente por normas generales de mera conducta: un orden (sería
mejor hablar de organización) en el que los individuos estuvieran al servicio de
una jerarquía de fines común y unitaria, y en el que se les exigiera hacer lo
que es necesario en la perspectiva de un programa autoritario. Mientras que un
orden espontáneo (en el sentido precisado más arriba) no está ordenado a ninguna
serie de necesidades particulares, sino que se limita a proporcionar las mejores
oportunidades para la consecución de una vasta gama de necesidades individuales,
una organización presupone que todos sus miembros están al servicio del mismo
sistema de fines. Y el tipo de organización única y omnicomprensiva de la
sociedad, necesario para garantizar que cada uno obtenga lo que una cierta
autoridad considera que merece, comporta necesariamente una sociedad en la que
cada uno hace lo que esa misma autoridad prescribe.
Liberalismo e igualdad
El liberalismo sólo
exige que el Estado, al determinar las condiciones en las que los individuos
deben actuar, fije las mismas normas formales para todos. Esto se opone a todo
privilegio sancionado por ley, a cualquier iniciativa gubernamental que conceda
ventajas especiales a algunos sin ofrecerlas a todos. Pero, puesto que, sin la
facultad de imponer una coacción particular, el gobierno sólo puede controlar
una pequeña parte de las condiciones que determinan las perspectivas de los
individuos –los cuales son necesariamente muy diferentes entre sí, tanto por sus
conocimientos y capacidades personales como por el particular ambiente físico y
social en el que viven– un tratamiento igual dentro de las mismas leyes
generales desembocará necesariamente en posiciones muy diferentes para las
distintas personas, mientras que para igualar la posición o las posibilidades,
el gobierno debería tratarlas de un modo muy diferenciado. En otras palabras, el
liberalismo se limita a exigir que el procedimiento, o sea, las reglas del juego
por las que se fijan las posiciones relativas de los distintos individuos, sea
equitativo (o por lo menos no inicuo), pero en modo alguno pretende que también
sean equitativos los resultados particulares que se derivarán de este proceso
para los distintos individuos, ya que estos resultados dependerán siempre, en
una sociedad de hombres libres, no sólo de las acciones de los propios
individuos, sino también de otras muchas circunstancias que nadie está en
condiciones de determinar ni de prever en su totalidad.
En el apogeo del
liberalismo clásico esta aspiración solía expresarse como la necesidad de que
todas las carreras estuvieran abiertas a quien tuviera talento o, de manera más
vaga y menos precisa, con la fórmula de la “igualdad de oportunidades”. Pero
esto, en realidad, sólo significaba la necesidad de eliminar todo impedimento –a
la escalada de las más altas posiciones– que fuera fruto de una discriminación
jurídica entre los distintos individuos, no la de igualar por este procedimiento
las posibilidades de los mismos. No sólo las diferentes capacidades personales,
sino sobre todo las inevitables diferencias de ambiente, y particularmente la
familia de origen, seguirían haciendo que las perspectivas fueran extremadamente
diversas. Tal es el motivo por el que en una sociedad libre es imposible
realizar la idea –que sin embargo ha sido capaz de fascinar a muchos liberales–
de que un orden de cosas sólo puede considerarse justo si las posibilidades de
partida de partida de todos los individuos son las mismas.
Esta idea exigiría
una deliberada manipulación del ambiente en que se mueven los distintos
individuos, lo cual sería absolutamente incompatible con el ideal de una
libertad en la que los individuos puedan utilizar sus propios conocimientos y
capacidades para modelar este ambiente.
A pesar de los
rígidos confines que limitan el grado de igualdad material realizable con los
métodos liberales, la lucha por la igualdad formal –es decir la lucha contra
todas las discriminaciones basadas en el origen social, en la nacionalidad, en
la raza, en el credo, en el sexo, etc.– sigue siendo una de las características
más destacadas de la tradición liberal. Aunque no creyera en la posibilidad de
evitar diferencias incluso importantes en lo relativo a la posición material, el
pensamiento liberal esperaba limar las asperezas mediante un crecimiento
progresivo de la movilidad vertical. El principal instrumento que debía
garantizarla era la creación –si fuera necesario con fondos públicos– de un
sistema educativo universal que pondría a todos los jóvenes indistintamente a
los pies de la escalera que luego cada uno, según sus propias capacidades,
podría subir. En una palabra, el pensamiento liberal esperaba al menos poder
reducir las barreras sociales que ligan a los individuos a su clase social de
origen, ofreciendo ciertos servicios a quienes aún no están en condiciones de
obtenerlos por sí solos.
Más dudosa aún es
la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con otra medida que,
sin embargo, obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales. Se trata del
impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una redistribución
de la renta a favor de las clases más pobres. Puesto que no se puede hallar un
criterio que permita hacer compatible esa progresividad con una norma válida
para todos, o que determine la sobrecarga aplicable a los más ricos, el impuesto
progresivo sería contrario al principio de igualdad ante la ley. Y tal fue, en
general, la opinión de los liberales en el siglo XIX.
Liberalismo y democracia
La insistencia
sobre el principio de una ley igual para todos y la consiguiente oposición a
toda suerte de privilegio legalmente reconocido aproximaron considerablemente el
liberalismo al movimiento a favor de la democracia. En efecto, en las luchas del
siglo XIX para conseguir gobiernos constitucionales, el movimiento liberal y el
democrático fueron a menudo indistinguibles. Pero, con el transcurso del tiempo,
se hicieron cada vez más evidentes las consecuencias del hecho de que ambas
doctrinas estaban ligadas –en última instancia –a problemáticas muy distintas.
El liberalismo se interesa por las funciones del gobierno y, en particular, por
la limitación de sus poderes. Para la democracia, en cambio, el problema central
es el de quien debe dirigir el gobierno. El liberalismo reclama que todo poder
–y por tanto también el de la mayoría– esté sometido a ciertos límites. La
democracia llega, en cambio, a considerar la opinión de la mayoría como el único
límite a los poderes del gobierno. La diversidad entre ambos principios se
patentiza si se piensa en los respectivos opuestos: para la democracia, el
gobierno autoritario; para el liberalismo, el totalitarismo. Ninguno de los dos
sistemas excluye necesariamente el opuesto del otro: una democracia puede muy
bien ejercer un poder totalitario, y en el límite es concebible que un gobierno
autoritario actúe según principios liberales.
El liberalismo es,
pues, incompatible con una democracia ilimitada, igual que es incompatible con
cualquier otra forma de gobierno de carácter absoluto. La limitación de poderes,
incluso de los representativos de la mayoría, es un presupuesto ya sea de los
principios sancionados en una constitución o bien aprobados por consenso
general, ya sea por una legislación realmente autolimitativa.
Por tanto, si es
cierto que la aplicación coherente de los principios liberales conduce a la
democracia, es cierto también que la democracia se mantendrá como liberal
únicamente si la mayoría se abstiene de emplear su propio poder para atribuir a
quienes la apoyan ventajas particulares que no pueden traducirse en normas
generales y por lo tanto válidas para todos los ciudadanos. Si bien una tal
situación puede verificarse en el caso de una asamblea representativa cuyos
poderes estén limitados solamente a la aprobación de leyes (en el sentido de
normas generales de mera conducta) sobre las que es probable que exista el
asentimiento de la mayoría, ello resulta extremadamente improbable en el caso de
una asamblea que dicte medidas específicas de gobierno. En una tal asamblea
representativa, que une a los poderes propiamente legislativos los poderes de
gobierno y que, por lo tanto, en el ejercicio de estos últimos no está vinculada
por norma que no pueda modificar, es poco probable que la mayoría se forme sobre
la base de una genuina concordia de objetivos. Consistirá más bien en la
coalición de una variedad de intereses particulares organizados, cada uno de los
cuales concederá a los otros alguna ventaja particular. Donde, como es
prácticamente inevitable en un cuerpo representativo con poderes ilimitados, las
decisiones se toman a través de un mercadeo de ventajas particulares entre los
distintos grupos y donde, por lo tanto, la formación de una mayoría capaz de
gobernar depende de tal mercadeo, es casi inconcebible que estos poderes se
empleen exclusivamente a favor de intereses verdaderamente generales.
Ahora bien, si, por
los motivos señalados, es casi inevitable que una democracia ilimitada acabe por
abandonar los principios liberales a favor de medidas discriminatorias
destinadas a favorecer a los diversos grupos que apoyan a la mayoría, puede
dudarse con fundamento que, a la larga una democracia pueda mantenerse si
abandona esos principios. Si el gobierno se arroga tareas que, por su magnitud y
complejidad, es imposible dirigirlas realmente según las decisiones de la
mayoría, parece inevitable que un aparato burocrático cada vez más independiente
del control democrático se apropie de los poderes efectivos. No es, pues,
improbable que el abandono del liberalismo por parte de la democracia conduzca,
a la larga, a la desaparición de la democracia misma. En particular caben pocas
dudas de que el tipo de economía dirigido desde el centro, hacia la que parece
orientarse la democracia, exige, para ser gestionado con eficacia, un gobierno
dotado de poderes autoritarios.
Las
funciones del gobierno en relación con los servicios
La limitación
–requerida por los principios liberales– de los poderes del gobierno a la
imposición de normas generales de mera conducta, sólo se refiere a los poderes
coactivos. Es claro que el gobierno, con los medios financieros de que dispone,
puede prestar un gran número de servicios que no implican coacción alguna (a
excepción de la necesaria para recaudar estos medios a través de los impuestos).
Prescindiendo de algunas posturas extremas del movimiento liberal, nadie ha
negado jamás la conveniencia de que el gobierno asuma tales funciones. En el
siglo XIX estas funciones tuvieron un alcance muy modesto y fueron de un
carácter esencialmente tradicional. Por este motivo fueron escasamente debatidas
por la teoría liberal, que se limitó a insistir sobre la necesidad de confiar
estos servicios a la competencia de las administraciones locales más bien que al
gobierno central. El temor fundamental a este respecto era que el gobierno se
hiciera demasiado poderoso, temor al que, por otra parte, acompañaba la
esperanza de que la competencia entre las diversas autoridades locales
controlaría eficazmente el desarrollo de tales servicios encaminándolo según las
directrices más deseables.
El general aumento
de la riqueza y las nuevas aspiraciones que ésta permitía satisfacer produjeron
también una gran expansión de estos servicios, imponiendo respecto a la misma
una profundización teórica muy superior a la desarrollada por el liberalismo
clásico. No hay duda de que son muchos los “servicios públicos” que, aun siendo
altamente deseables, no pueden ser prestados por el mecanismo del mercado, ya
que en caso de ofrecerse, tienen que redundar en beneficio de todos y no sólo de
quienes están dispuestos a pagarlos.
Desde las funciones
elementales de protección contra la criminalidad o de profilaxis de las
enfermedades infecciosas (y en general de los servicios sanitarios) hasta la
vasta gama de los problemas plantados especialmente por las grandes
aglomeraciones urbanas, los servicios en cuestión sólo pueden prestarse si los
medios para costearlos se obtienen mediante impuestos. Esto significa, si
semejantes servicios tienen que prestarse a todos, que su financiación –y
también, aunque no siempre, también su gestión– deben confiarse a organismos
datados de poder de imposición fiscal. Esto no significa necesariamente atribuir
al gobierno un derecho exclusivo a prestar tales servicios. El liberal sostiene
que debe dejarse abierta la posibilidad de intervención a la empresa privada
siempre que ello sea concretamente factible. Seguirá, según la propia tradición,
prefiriendo que tales servicios sean gestionados, en la medida de lo posible,
por autoridades locales en lugar de las centrales y, correlativamente, que los
fondos pertinentes se recauden mediante impuestos locales. De este modo se
establece cierta correspondencia entre quienes se benefician de un determinado
servicio y quienes contribuyen a su financiación. Pero, al margen de estas
indicaciones, el liberalismo ha hecho muy poco para definir principios precisos,
capaces de orientar las opciones políticas en este amplio campo de creciente
importancia.
La dificultad de
aplicar los principios generales del liberalismo a los nuevos problemas se ha
puesto de manifiesto claramente en el curso del desarrollo del welfare state.
Ciertamente habría sido posible alcanzar, dentro de un marco liberal, por lo
menos una parte de los resultados que éste pretende conseguir; pero ello habría
necesitado de un proceso de experimentación mucho más lento: el deseo de
alcanzarlos por la vía inmediatamente más eficaz ha conducido casi por doquier
al abandono de los principios liberales. En particular, habría sido ciertamente
posible prestar la mayor parte de los servicios de previsión social mediante la
creación de instituciones aseguradoras en competencia, del mismo modo que habría
sido posible garantizar a todos, en un marco liberal, un mínimo de renta. En
cambio, la decisión de convertir todo el campo de los seguros sociales en un
monopolio del Estado y la de transformar el aparato construido a tal fin en un
gran mecanismo de redistribución de la renta han llevado a un crecimiento
progresivo del sector público de la economía (o sea del sector controlado por el
Estado) y a una constante restricción de aquella área de la economía en la que
aún prevalecen los principios liberales.
Funciones positivas de la legislación liberal
La doctrina liberal
tradicional no sólo no ha conseguido afrontar adecuadamente los nuevos
problemas, sino que ni siquiera ha elaborado un programa suficientemente claro
capaz de trazar el marco jurídico destinado a garantizar un sistema de mercado
eficiente. Para que el sistema de libre empresa funcione de tal modo que
produzca ventajas, no basta con que las leyes satisfagan los criterios de
carácter negativo a que antes nos referimos, sino que también es necesario que
su contenido positivo contribuya a que el mecanismo de mercado funcione de
manera satisfactoria. Para ello se precisan normas que favorezcan el
mantenimiento de la competencia y dificulten, en la medida de lo posible, el
desarrollo de posiciones de monopolio. Estos problemas fueron algo descuidados
por la doctrina liberal del siglo XIX y sólo recientemente han sido tratados de
modo sistemático por algunos grupos “neoliberales”.
Es probable que en
el campo empresarial jamás habrían surgido graves problemas de monopolio si el
gobierno no hubiera facilitado su desarrollo con la política arancelaria y con
ciertos aspectos de la legislación sobre sociedades anónimas y sobre patentes
industriales. Puede discutirse si, además de la existencia de un marco jurídico
general que fomente la competencia, es necesario introducir medidas específicas
para combatir los monopolios. Si la respuesta fuera positiva, habría que
observar que semejante acción habría podido basarse en aquella única norma –que
durante tanto tiempo permaneció en desuso– de la common law que rechaza los
acuerdos encaminados a limitar la libertad de comercio.
Sólo relativamente
tarde –en Estados Unidos con la Ley Sherman de 1890 y en Europa generalmente
después de la Segunda Guerra Mundial– se ha intentado establecer una legislación
orientada pragmáticamente a combatir trust y carteles; legislación que, al
atribuir generalmente poderes discrecionales a organismos administrativos, no
puede conciliarse plenamente con los principios liberales clásicos.
En todo caso, el
campo en el que la falta de aplicación de los principios liberales más ha
contribuido a desarrollar impedimentos cada vez mayores al funcionamiento del
sistema de mercado ha sido el del monopolio del trabajo organizado, es decir, de
los sindicatos. El liberalismo clásico apoyó las reivindicaciones obreras de
“libertad de asociación”, y tal vez fue esta la razón por la que más tarde dejó
de oponerse eficazmente a la transformación de los sindicatos obreros en
instituciones a las que la ley reconoce el privilegio de emplear la coacción en
una forma no permitida a ninguna otra institución. Esta posición de los
sindicatos obreros ha contribuido a que, en materia de determinación de los
salarios, el mecanismo del mercado fuera en gran medida inoperante, y es más que
dudoso que una economía de mercado pueda seguir subsistiendo cuando la
determinación de los precios por la competencia no se aplique también a los
salarios. El que el mecanismo de mercado siga existiendo o, en cambio, sea
substituido por un sistema económico basado en la planificación centralizada, es
un problema que podrá depender de la posibilidad de restaurar de algún modo un
mercado laboral regido por la competencia.
Los efectos de este
desarrollo aparecen ya en la manera en que influyeron sobre la acción
gubernativa en el segundo sector importante en el que un mecanismo de mercado
que funcione presupone una intervención positiva del gobierno: el mantenimiento
de un sistema monetario estable. Si bien el liberalismo clásico consideraba que
el patrón oro era capaz de proporcionar un mecanismo automático de regulación de
la oferta monetaria y crediticia en condiciones de garantizar un funcionamiento
satisfactorio del sistema de mercado, a lo largo de la historia se ha ido
formando de hecho una estructura crediticia en gran parte dependiente de la
deliberada regulación efectuada por la autoridad central. En época reciente
estas facultades de control, que durante algún tiempo habían estado en manos de
bancos centrales independientes, ha sido de hecho transferida a los gobiernos,
sobretodo porque la política presupuestaria se ha convertido en uno de los
principales instrumentos de control monetario. Los gobiernos han asumido así la
responsabilidad de determinar una de las condiciones esenciales de las que
depende el funcionamiento del sistema de mercado.
Así las cosas, en
todos los países occidentales, para poder asegurar un adecuado nivel de empleo
en las condiciones creadas por los niveles salariales conseguidos por la acción
sindical, los gobiernos se han visto en la necesidad de practicar una política
inflacionista cuyo efecto ha sido hacer crecer la demanda monetaria a más
velocidad que la oferta de bienes. El resultado ha sido una situación de
creciente inflación, a la que los gobiernos han tenido que hacer frente
recorriendo a formas de control directo de los precios, que van haciendo cada
vez más inoperante el mecanismo de mercado. Lo cual parece ser el comienzo de un
proceso que, como ya hemos observado, conducirá el mecanismo de mercado
–fundamentalmente un sistema liberal– hacia su progresiva disolución.
Libertad intelectual y
material
Es posible que
muchos que se consideran liberales opinen que los principios políticos que hemos
venido considerando no expresan la doctrina liberal en toda su amplitud y ni
siquiera en sus aspectos más importantes. Como ya hemos observado, el término
“liberal” se ha empleado con frecuencia –especialmente en los últimos tiempos–
para designar sobre todo una actitud mental general más bien que una concepción
específica de las funciones propias del gobierno. Convendrá, pues, para
concluir, volver a la relación entre estos fundamentos más generales de todo
pensamiento liberal y los principios jurídicos y económicos, para mostrar como
estos últimos son el resultado necesario de una aplicación coherente de las
ideas que condujeron a la reivindicación de la libertad intelectual, sobre la
que están de acuerdo las distintas corrientes liberales.
La convicción
central, de la que puede afirmarse que derivan todos los postulados liberales,
es aquella que entiende que la mejor solución de los problemas sociales hay que
esperarla, más que de la aplicación del conocimiento que pueda tener un
determinado individuo, de un proceso interpersonal de intercambio de opiniones
que dará lugar a un conocimiento mejor. Se pensaba que la discusión y la crítica
recíproca de las distintas opiniones, derivadas de experiencias diferentes,
conducirían al descubrimiento de la verdad, o al menos a la mejor aproximación
posible a la misma en una determinada situación. Se reivindicaba la libertad de
opinión individual precisamente porque se pensaba que todo individuo es falible
y se suponía, por tanto, que la consecución del conocimiento mejor sólo podía
ser fruto de la experimentación sistemática de todas las opiniones, que sólo la
libre discusión podía garantizar. En otras palabras, el progresivo acercamiento
a la verdad se esperaba no tanto del poder de la razón individual (del que el
pensamiento liberal desconfiaba) como de los resultados del proceso
interpersonal de discusión y de crítica. E incluso se consideraba posible el
propio desarrollo de la razón y del conocimiento individuales sólo en la medida
que el individuo participara en ese proceso.
Que el avance del
conocimiento, es decir el progreso garantizado por la libertad individual, y el
consiguiente mayor poder del hombre para alcanzar sus propios fines fueran
altamente deseables, era uno de los presupuestos del credo liberal. Se sostiene
a veces, aunque sin mucho fundamento, que esto se refería exclusivamente al
progreso material. Ahora bien, si bien es cierto que el pensamiento liberal
esperaba del desarrollo del conocimiento científico y técnico la solución de la
mayor parte de los problemas, también lo es que a esa esperanza le acompañaba la
convicción –en cierto modo acrítica, aunque estuviera justificada empíricamente–
de que la libertad comportaría también un progreso en el ámbito moral. Al menos
una cosa parece cierta: que con frecuencia, en los periodos en que progresa la
civilización, son mejor acogidas ciertas convicciones morales que en fases
anteriores sólo de forma imperfecta y parcial habían sido reconocidas. Más
discutible, en cambio, es si el rápido progreso intelectual producido por la
libertad haya comportado también el desarrollo de la sensibilidad estética; pero
la doctrina liberal jamás ha reivindicado influencia alguna en esta dirección.
Todos los
razonamientos en apoyo de la libertad intelectual valen también para la libertad
de acción. Las variadas experiencias de las que surgen las diferencias de
opinión, que, a su vez, dan origen al desarrollo intelectual, son el resultado
de distintas opciones de acción realizadas por diversas personas en
circunstancias también diversas. En la esfera material, lo mismo que en la
intelectual, la competencia es el medio más eficaz para descubrir la mejor
manera de alcanzar los fines humanos. Sólo allí donde se puede experimentar un
gran número de modos distintos de hacer las cosas se obtendrá una gran variedad
de experiencias, de conocimientos y de capacidades individuales tal que permita,
a través de la ininterrumpida selección de las más eficaces, una mejora
constante. Y como la acción es la fuente principal de los conocimientos
individuales, en la que se basa el proceso social de avance del conocimiento,
las razones de la libertad de acción son tan poderosas como las que defienden la
libertad de opinión. Finalmente, en una sociedad moderna, basada en la división
del trabajo y en el mercado, la mayor parte de las nuevas formas de acción
surgen en el ámbito económico.
Pero hay otro
motivo por el que la libertad de acción, especialmente en el campo económico
(que tan a menudo se considera de menor importancia) es tan importante como la
libertad intelectual. Si bien es cierto que es el intelecto el que elige los
fines de la acción humana, su consecución depende sin embargo de la
disponibilidad de los medios necesarios. De aquí se sigue que toda forma de
control económico que otorgue poder sobre los medios otorga al mismo tiempo un
poder sobre los fines. No puede haber libertad de prensa cuando la actividad
editorial está sometida a control gubernativo, o libertad de reunión si lo mismo
ocurre respecto a los locales necesarios para celebrarla, o libertad de
movimiento si los medios de transporte son monopolio público, etc. Tal es la
razón por la que la gestión estatal de toda actividad económica, emprendida con
frecuencia en la vana esperanza de poner medios más amplios a disposición de
todos los fines posibles, ha originado invariablemente rigurosas restricciones
de los fines que los individuos pueden perseguir. Probablemente la lección más
significativa que se desprende de las vicisitudes políticas del siglo XX es la
que nos muestra cómo el control de la parte material de la vida ha dado a los
gobiernos –en lo que hemos aprendido a llamar sistemas totalitarios– amplios
poderes sobre la vida intelectual. Estamos en condiciones de perseguir nuestros
propios fines sólo si una variada multiplicidad de fuentes pone a nuestra
disposición los medios necesarios.
Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal
Monday, June 11, 2012
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