Nota del editor: Este ensayo pertenece a Paloma de la Nuez y contiene una muy buena síntesis de la evolución y reposicionamiento del liberalismo despues de la caida de la hegemonia del pensamiento keynesiano.
Muy pocos se atreverían hoy a negar que tanto en el terreno de la teoría como en el de la práctica política el renacimiento de la doctrina liberal en gran parte de Europa y América es un hecho palpable. El cambio de rumbo que supuso el abandono de una política favorable al intervencionismo del Estado en la vida económica y social por otra que prefiere depositar su confianza en las capacidades del individuo y en la llamada sociedad civil se produjo en torno a los años setenta con la crisis del petróleo que puso de manifiesto las debilidades estructurales de los llamados Estados de Bienestar. Así, la década de los ochenta fue considerada la del "revival" del liberalismo tras largos años de ostracismo.
El estrepitoso fracaso de las economías basadas en la planificación central -que, por otra parte ya habían pronosticado alguno de los más conspicuos pensadores liberales de principios del siglo y que supuso, en definitiva, el fin del comunismo en Europa- se entendió como la prueba irrefutable de que las ideas económicas liberales que durante muchos años habían tratado de demostrar la superioridad del orden económico del mercado, habían ganado la batalla. Y no sólo por la mayor eficacia y prosperidad que generaba este tipo de orden económico sino sobre todo porque para poder funcionar debía apoyarse en la libertad individual que precisamente bajo los regímenes comunistas había brillado por su ausencia. Hasta tal punto la caída del Muro de Berlín vino a ratificar esa tesis que algunos hablaron de que se había llegado al fin de la historia: ya no había ninguna duda: la democracia y el mercado habían triunfado (1).
Una de las manifestaciones de este cambio de mentalidad fue la concesión de los últimos Premios Nobel de economía a economistas de claro talante liberal como Friedrich A. Hayek, Milton Friedman, J. Buchanan, Gary Becker, o R. Coase por citar algunos. De este modo se otorgaba un reconocimiento relevante a las ideas liberales que desde el triunfo de la ortodoxia Keynesiana a partir de la segunda guerra mundial habían sido condenadas por obsoletas y propias del siglo XIX.
De modo que la crisis de Welfare State, junto con este giro en el campo de las ideas, dio lugar a que el debate político se centrara fundamentalmente en torno a la cuestión del papel que el Estado debería jugar en las sociedades democráticas de final de siglo. Si desde la última postguerra mundial, tanto la izquierda como la derecha habían asumido la tesis de que en aras de una mayor justicia social el poder público debía -hasta cierto punto- regular el mercado y redistribuir la renta, ahora los liberales se preguntaban si esas buenas intenciones no habían provocado nuevos y graves problemas. Y tal y como ha señalado el sociólogo A. Guiddens, en este debate los liberales han pasado a representar el papel de radicales, o incluso revolucionarios, mientras que a los socialistas les ha quedado el papel conservador que defiende el status quo y se resiste al cambio (2).
Lo cierto es que esta polémica ha favorecido la difusión de la doctrina liberal y, de hecho, la filosofía política contemporánea -sobre todo en los EEUU- ha recuperado un enfoque liberal, o uno muy próximo a él, que ha vuelto al estudio de los grandes temas de la reflexión política y entre ellos, claro está, el de la libertad, la justicia y la igualdad. Por eso filósofos políticos de la talla de J. Rawls -aunque desde una óptica europea más cercano a una socialdemocracia moderada o un liberalismo social- parten de la base de un conjunto de sólidos principios liberales como el individualismo, la libertad y el Estado de Derecho, y otros autores de moda como R. Dworkin defienden un "liberalismo ético" que junto con ideas igualitarias apoya otras típicamente liberales.
Otras escuelas de los EEUU, como la de Chicago, la del Análisis Económico de Gary Becker, la de Virginia con J. Buchanan a la cabeza, los teóricos del Estado mínimo con Nozick, o los llamados anarcocapitalistas, o los nuevos discípulos de la Escuela Austríaca de Economía, han contribuido asimismo a esta nueva perspectiva en el estudio de los problemas políticos de las sociedades modernas y al estudio de las relaciones entre mercado, justicia, libertad e igualdad.
Y en Europa, el recientemente fallecido historiador de las ideas, I. Berlin, también desde una perspectiva liberal, dedicó su obra a tratar de demostrar la imposibilidad de construir sociedades en las que todos los valores últimos (como, por ejemplo, la igualdad o la libertad) fuesen compatibles entre sí, de modo que sugería aceptar con humildad la existencia de la pluralidad y el conflicto de valores que debería conducir al rechazo de la utopía (3). Y K. Popper -según algunos entre la socialdemocracia y el liberalismo- no se cansó de recordar la necesidad de la humildad intelectual de la que precisamente carecieron los planificadores y los ingenieros sociales tan numerosos en el siglo XX.
En definitiva, la reflexión liberal en este fin de siglo se encuentra en un buen momento, y hasta tal punto se ha convertido en protagonista que el debate ya no se produce tanto entre el liberalismo y el socialismo -que busca ahora un nuevo camino y una redefinición de sus postulados que algunos han bautizado ya como "tercera vía" (una denominación que no se sabe muy bien a qué se refiere y que en el último término supone también el reconocimiento de la validez de muchos postulados liberales)- sino entre el liberalismo y otras concepciones más conservadoras que temerosas de la neutralidad ética del Estado liberal quieren devolverle a la moral y a la tradición de la comunidad un papel central en la configuración de la identidad de los sujetos; se trata del nuevo desafío conservador de los comunitaristas.
Pues bien, este debate ha llegado también a España donde en el siglo XIX se acuñó el término "liberal" que luego se adoptó en el resto de Europa, aunque es ya un lugar común afirmar que en la península el liberalismo, débil, medroso y minoritario ha sido un fracaso; quizás por la debilidad de la Ilustración o la ausencia de una auténtica revolución burguesa. El caso es que en España la tradición liberal ha estado representada por pocos, aunque a menudo prestigiosos, políticos e intelectuales. Por eso es llamativo que en los últimos años haya aumentado el interés en España por las ideas que tan pocos habían osado defender en su suelo.
Algunos, como el ya fallecido economista Lucas Beltrán, se esforzaron por dar a conocer en la Universidad las ideas de algunos economistas liberales que bajo la dictadura de Franco no eran precisamente muy bien vistos, como fueron, por ejemplo, los defensores del llamado Ordoliberalismo de la escuela de Friburgo cuyas ideas mucho tuvieron que ver con el llamado "Milagro alemán". Beltrán, interesado también en destacar las conexiones entre la ética liberal y el cristianismo (asunto que hoy también se ha convertido en una de las más recientes preocupaciones liberales), reunió en torno a sí una serie de discípulos que en el futuro continuarían sus enseñanzas.
La difusión de las obras de los grandes teóricos liberales -antes muy poco conocidas y sumamente difíciles de encontrar- ha mejorado también substancialmente gracias, sobre todo, a la labor de algunas editoriales que se han decidido a publicar o reeditar muchas de estas obras. Así, por ejemplo, desde la últimas aportaciones en el campo de la filosofía política liberal a los textos clásicos de Adam Smith como La riqueza de las naciones o la Teoría de los sentimientos morales, o Sobre la libertad de Stuart Mill. Y, desde luego, en los manuales de teoría política escritos por profesores españoles se encuentra muy a menudo un capítulo dedicado al neoliberalismo en particular o al pensamiento contemporáneo en general (4).
Algo ha cambiado también en el ámbito académico. Aunque aun de forma minoritaria, no faltan profesores e investigadores que trabajan sobre algunas de las intuiciones mas interesantes de la Escuela del Análisis Económico aplicado al Derecho, por ejemplo, o sobre las de la Escuela de Virginia o las de la Escuela Austríaca de Economía, y los estudiantes pueden matricularse en aquellos cursos en los que se estudia la teoría económica o la doctrina liberal clásica y contemporánea. Si hace tan sólo unos años era casi inconcebible pensar en celebrar algún seminario dedicado a estas ideas, hoy se organizan seminarios, conferencias, cursos universitarios, presentaciones de libros, etc., de los que los medios de comunicación se hacen eco (5). Es decir, independientemente de que se esté o no de acuerdo con las premisas de la doctrina liberal contemporánea, lo que ya no se puede hacer es ignorar su existencia.
En lo que actividad política se refiere hace ya tiempo que los partidos conservadores europeos (señaladamente el partido conservador español) han respaldado políticas económicas liberales, aunque a veces combinadas con actitudes morales y sociales más conservadoras; en todo caso parecen haber abandonado esa confianza tradicional que tenían en el Estado. La marcha atrás de la presencia del Estado en muchos campos que antes eran monopolio estatal -las privatizaciones de empresas públicas están, por ejemplo, a la orden del día- manifiesta que la teoría económica liberal que cree que así se abarata y mejora la calidad del servicio que se presta al ciudadano ha calado hondo. Por eso, hasta los políticos socialdemócratas como el líder inglés T. Blair apenas discuten en su programa de la tercera vía la superioridad del mercado.
Probablemente lo que se ha producido en Europa, y por lo tanto también en España, es la reacción a un excesivo intervencionismo de un modelo de Estado -el llamado Estado Social- que intentó combinar la eficacia económica del mercado con una más justa distribución de la riqueza, pero que a la larga generó graves problemas económicos, como la inflación y un enorme déficit público, y sobre todo produjo unas consecuencias no económicas, pero no por ello menos preocupantes: una mentalidad civil acostumbrada a obtenerlo todo del Estado. Unos ciudadanos que consideran natural que sea el Estado el que resuelva todos sus problemas, que creen que deben exigirlo como un derecho legítimo y que abandonan en aras de la seguridad la tarea de labrarse su propio destino haciendo uso de su libertad y responsabilidad.
Por eso, quizás, se ha sentido la necesidad de recuperar una doctrina que precisamente se ha construido en torno al principio fundamental de la libertad personal; un conjunto de principios que parten del individuo para entender la vida social; una teoría que considera válido el principio kantiano de que ningún ser humano debe ser utilizado como medio para los fines de otro. Este individualismo liberal, que no debe confundirse con el egoísmo, significa que el individuo es un valor en sí mismo cuya intrínseca dignidad está por encima de cualquier otro principio social.
Muchos de los diferentes autores y escuelas a las que hemos hecho referencia y que en estos años están readaptando la filosofía liberal a los nuevos tiempos comparten esa convicción de que el individuo sólo puede vivir una vida auténticamente digna si es libre. Y será libre cuando nadie, ni otro individuo ni por supuesto el Estado, interfieran en su camino y en sus planes de vida; planes, que por otra parte, él solo debe decidir. Y como la libertad es una e indivisible, no se puede compartimentar. Es decir, para realizar los proyectos personales de vida se necesita poder tener derecho a los frutos del propio trabajo, como ya dijera el padre del liberalismo J. Locke, puesto que quien controla los medios acaba controlando los fines. De ahí que no se puede sostener, como recuerdan los teóricos de la Escuela Austríaca de Economía, que es posible seguir siendo libre aunque se recorten o se anulen por completo las libertades económicas como la realidad de los países comunistas en todas las latitudes ha corroborado.
Por lo tanto, como insisten los teóricos de la Escuela de Chicago, si queremos que florezca la libertad individual hay que admitir la necesidad de la economía libre del mercado. Un mercado que, evidentemente, ha de someterse a reglas, porque como recordaba F. A. Hayek tiene que haber normas de derecho que todos estén obligados a respetar. Si no fuera así no podríamos hablar de mercado, y desde luego ningún liberal ha defendido nunca un mercado sin reglas. Además, muchos de ellos han considerado también necesaria la actuación del Estado economía de acuerdo con el principio de competencia y subsidiariedad. El Estado debe evitar la coacción, el fraude, la violencia de unos sobre otros, y en ese sentido es una garantía de la libertad individual. Lo que no es óbice para que se defienda un Estado reducido a sus justos límites (límites que variarán de acuerdo con las diferentes perspectivas liberales). Un Estado pequeño pero fuerte y eficaz, pues ya se ha visto que cuanto más grande es el Estado más ineficaz resulta.
Precisamente los economistas de la Escuela de Virginia (también conocida como Escuela de la elección pública o Public Choice) que solo oían hablar de los fallos del mercado, han dirigido sus investigaciones hacia los fallos del Estado en las democracias de tipo social propias de nuestra época. Y llaman la atención sobre las deficiencias de un Estado intervencionista que extiende enormemente la Administración -ya que debe ocuparse cada vez de más asuntos- con lo cual, además de perder eficacia, se hace difícilmente controlable y más fácilmente corruptible en la medida en que no sólo se controla peor sino que los buscadores de rentas en lugar de moverse en el entorno del mercado que sería lo natural, lo hacen en el de la Administración, lo que a la larga es sumamente antidemocrático. Por otro lado, los ciudadanos, al comprobar como se extiende la ineficacia y la corrupción estatal, no temen ni engañar ni defraudar al Estado porque éste ha perdido su legitimidad (algo de lo que, por cierto, ya advirtió en el siglo XVIII el alemán Humboldt en su libro Los límites de la acción del Estado). Los numerosos casos de corrupción que han proliferado en tantos países democráticos en los últimos años no son ajenos a esa ausencia de control en los grandes Estados intervencionistas.
Este es sólo un ejemplo de cómo el análisis liberal se ha actualizado y renovado para entender la realidad de nuestra época. Pero siempre se vuelve al mismo principio liberal: hay que limitar el poder venga este de donde venga, aunque se trate de una democracia. Nadie, ni siquiera una mayoría legítimamente elegida, tiene derecho a abusar de su poder. Hay que recortar las actividades del Estado, no sólo porque en muchas ocasiones hace cosas que podrían hacer mejor los ciudadanos, sino porque el Estado es básicamente coacción y la coacción debe limitarse al máximo.
El liberalismo contemporáneo, que no es homogéneo y que engloba a diferentes autores y escuelas recuerda, en definitiva, que la civilización occidental ha progresado porque ha sido una civilización que ha confiado en la libertad. Una libertad cuyos efectos se reclaman para todos los pueblos.
El liberalismo, equivocadamente o no, cree que sus principios son aplicables universalmente. Existe una naturaleza humana común que explica que allí donde se aplican principios económicos liberales, por ejemplo, haya mayor prosperidad Y es que no se trata de que unos pueblos tengan mayor o menor capacidad para el esfuerzo, el trabajo, o la creación de riqueza. Ni siquiera se trata de un problema de recursos naturales -hay países en el mundo con grandes recursos y sumamente atrasados- se trata de un problema de instituciones políticas, de cómo está estructurado el poder. Las mismas gentes que viven en un país atrasado, en otro país, si se les permite vivir y trabajar en un clima de libertad, alcanzan altas cotas de prosperidad. No se puede, pues, ignorar la responsabilidad de los mandatarios políticos en la calidad de vida de sus súbditos. Como ya dijera Montesquieu en su gran obra Del espíritu de las leyes, no es por fertilidad que se cultiva bien sino por la libertad (6). Los últimos representantes de la citada Escuela Austríaca han insistido en las cualidades que un tipo de orden económico basado en la libertad y el mercado aprovecha y fomenta, y han estudiado cómo debe entenderse la función social de los empresarios, más como innovadores y creadores de riqueza y oportunidades que como explotadores sin escrúpulos.
Del mismo modo, esos principios liberales deben aplicarse en las relaciones internacionales. El liberalismo siempre ha sido cosmopolita y antinacionalista (el nacionalismo adscribe identidades en función de pretendidas características objetivas que niega de raíz la idea de identidad liberal y defiende un proteccionismo económico que favorece a algunos en detrimento de otros) y ha creído siempre que el mundo debe abrirse a todos, que deben bajarse las barreras y diluirse las fronteras. Como decía L. Von Mises el ideal sería que cada uno pudiera moverse con libertad y vivir allí donde se le antojase.
Un mundo donde la prosperidad del vecino no se viva como una amenaza sino, por el contrario, como una ventaja. Donde el comercio promueva costumbres apacibles que aborten cualquier intento de destruir la paz.
Pero los liberales no aspiran a la utopía. El escepticismo implícito en su doctrina les hace dudar de los intentos de construir mundos utópicos cuyas realizaciones han conducido siempre a un triste fracaso. Ya los primeros intentos de los socialistas utópicos fracasaron, pero Marx lo achacaba a que sus teorías no eran en absoluto científicas. Marx no es precisamente un ejemplo de esa humildad intelectual que pregonaron Hayek y Popper, sobre todo cuando están en juego vidas humanas. Las aspiraciones liberales son mucho mas modestas, no pretenden transformar la naturaleza humana ni realizar el paraíso en esta tierra, y seguramente por eso resulta mucho menos atractivo. No aspira a reorganizar toda la vida social de acuerdo con un plan supuestamente racional, ni a construir una sociedad en la que por fin todos los anhelos humanos queden satisfechos para siempre, sino como ha escrito Sir Karl Popper, a evitar en la medida de lo posible el sufrimiento y la injusticia. No tanto, en fin, buscar la realización de la felicidad tratando de transformar coactivamente la naturaleza humana, como contar con ella tal y como es y tratar de promover un tipo de instituciones e incentivos que favorezcan la responsabilidad individual, pues ya decían los clásicos que el hombre es un ser social que siente simpatía y benevolencia por sus congéneres y que aprende a ser libre ejerciendo la libertad.
La reflexión liberal del fin de siglo ha forzado a la izquierda a enfrentarse de nuevo con las cuestiones políticas relevantes y a buscar nuevas respuestas. Ha actualizado los principios liberales que fueron desbancados en los últimos años del siglo XIX por el avance del socialismo y aunque, quizás, vuelvan a serlo en el futuro, la investigación y los estudios de estos años han producido ya un conjunto de ideas que quedarán incorporados a la filosofía liberal del porvenir. El liberalismo, dicen sus defensores, es una doctrina abierta, siempre en movimiento, que debe ejercer la autocrítica y la tolerancia huyendo de todo dogmatismo. Eso es lo que la diferencia de la presunción de los ingenieros sociales y de los utopistas y lo que, para bien o para mal, significa (como escribe I. Berlín) que el liberalismo no sea un grito de guerra apasionado.
(1) Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre. Barcelona, Planeta, 1992.
(2) Anthony Guiddens, Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radicales. Madrid, Cátedra, 1996.
(3) Isaiah Berlin, El sentido de la realidad. Madrid, Taurus, 1998.
(4)Alianza Editorial ha reeditado las obras citadas de A. Smith y J. Stuart Mill pero debemos también mencionar la labor de Unión Editorial que está publicando, además de muchos otros libros, las obras completas de L. Von Misses y F. A. Hayek. Asimismo la colección que en esta editorial dirige el profesor J. Huerta de Soto pretende facilitar al público las últimas aportaciones dentro del campo de la teoría económica y política liberal dentro y fuera de España.
(5) Así, por ejemplo, la presentación del último libro del economista Pedro Schwartz, Nuevos ensayos liberales. Madrid, Espasa, 1998, que corrió a cargo de Mario Vargas Llosa en la Residencia de Estudiantes de Madrid.
(6) Montesquieu, Del espíritu de las leyes, Libro XVIII, capítulo III. Madrid, Tecnos, 1985.
Artículos y ensayos seleccionados por Eugenio D'Medina sobre el pensamiento liberal
Friday, December 29, 2006
Tuesday, December 12, 2006
Hayek
Nota del editor: Aunque no pertenezco a los liberales a quienes les gusta autodenominarse huachafamente "austriacos", por alusión a la Escuela Austriaca de Economía (muchos de ellos sin entenderla siquiera), Hayek es uno de mis mayores referentes liberales y a quien considero en el selecto grupo de grande entre grandes de la ´ciencia económica. Me fascina su claridad en medio de la complejidad de su pensamiento. Y sobre todo, su actitud no fundamentalista, a veces tan escasa en muchos economistas y políticos. Aquí encontrarán una síntesis de su biografía y de su obra en la autoría de Peter Boettke.
Es probable que Friedrich A. Hayek, quien falleciera el 23 de marzo de 1992 a los 92 años, fuera el más prodigioso erudito del liberalismo clásico del siglo XX. Aunque su premio Nobel de 1974 fue en Economía, sus trabajos académicos se extienden mucho más allá de esta ciencia. Publicó 130 artículos y 25 libros que abarcan desde la economía técnica hasta la psicología teórica, desde la filosofía política hasta la antropología legal y desde la filosofía de la ciencia hasta la historia de las ideas. Hayek no era un simple aficionado, era un verdadero experto en cada uno de estos campos. Hizo importantes contribuciones a nuestra comprensión de, por lo menos, tres áreas diferentes: la intervención gubernamental, el cálculo económico bajo el socialismo y el desarrollo de la estructura social. Es improbable que volvamos a ver a un académico con tan amplio dominio de las ciencias humanas.
Hayek nació en Viena en una familia de intelectuales el 8 de mayo de 1899. Obtuvo doctorados de la Universidad de Viena (1921 y 1923). Durante los primeros años del siglo XX las teorías de Escuela Austriaca de Economía, iniciada por los "Principios de Economía" de Menger (1871), fueron gradualmente refinadas y redefinidas por Eugen von Böhm-Bawerk, por su cuñado Friedrich von Wieser y por Ludwig von Mises. Cuando Hayek se matriculó en la Universidad de Viena asistió a una de las clases de Mises, pero encontró las posiciones anti-socialistas de Mises demasiado tajantes para su gusto. Wieser era un socialista fabiano cuyo enfoque resultaba entonces más atractivo para Hayek, quien se convirtió en su discípulo. Irónicamente fue Mises, a través de su devastadora crítica del socialismo publicada en 1922, el que alejó a Hayek del socialismo fabiano.
La mejor manera de comprender la vasta contribución de Hayek a la economía y al liberalismo clásico es verla a la luz del programa para el estudio de la cooperación social establecido por Mises. Mises, el gran constructor de sistemas, le proporcionó a Hayek el programa de investigación. Hayek se convirtió en el gran analista. El trabajo de su vida se comprende mejor como un esfuerzo por hacer explícito lo que Mises había dejado implícito, por refinar lo que Mises había esbozado y por contestar los interrogantes que Mises había dejado sin respuesta. De Mises, Hayek dijo: "No hay ningún otro hombre al que le deba más intelectualmente". La conexión con Mises se hace más evidente en sus trabajos sobre los problemas del socialismo. Pero las perspectivas derivadas del análisis del socialismo penetran todo el cuerpo de su obra, desde el ciclo económico hasta el origen de la cooperación social.
Hayek y Mises no se conocieron cuando el primero asistía a la Universidad de Viena. Se lo presentaron después de haberse graduado a través de una carta de su profesor, Wieser. Fue entonces cuando comenzó la colaboración Hayek-Mises. Durante cinco años Hayek trabajó bajo la dirección de Mises en una oficina gubernamental. En 1927 se convirtió en el Director del Instituto para la Investigación del Ciclo Económico, que él y Mises habían organizado. El Instituto estaba dedicado al examen teórico y empírico de los ciclos económicos.
Elaborando sobre la "Teoría del Dinero y el Crédito" (1912) de Mises, Hayek refinó tanto la comprensión técnica de la coordinación del capital como los detalles institucionales de la política crediticia. Siguieron estudios seminales sobre teoría monetaria y el ciclo económico. El primer libro de Hayek, "Teoría Monetaria y el Ciclo Económico" (1929) analizó los efectos de la expansión crediticia en la estructura del capital de una economía.
La publicación de ese libro promovió una invitación de Lionel Robbins para que Hayek diera conferencias en la London School of Economics. Sus conferencias fueron publicadas en un segundo libro sobre "la teoría austriaca del ciclo económico", titulado "Precios y Producción" (1931), que fue citado por el Comité del premio Nobel en 1974.
Las conferencias que en 1930-1931 pronunciara Hayek en la London School se hicieron tan famosas que fue vuelto a llamar a la prestigiosa Universidad de Londres y nombrado Profesor Tooke de Ciencia Económica y Estadística. A los 32 años, Hayek había alcanzado el pináculo de la carrera de economista.
La teoría Mises-Hayek sobre el ciclo económico explicaba el "cúmulo de errores" que caracteriza al ciclo. La expansión del crédito, posibilitada por la caída artificial de las tasas de interés, guía engañosamente a los empresarios: son conducidos a involucrarse en proyectos empresariales que de otra forma no hubieran parecido rentables. La falsa señal generada por la expansión del crédito lleva a una mala coordinación de los planes de producción y consumo de los actores económicos. Esta descoordinación se manifiesta primero en un "boom" y posterior recesión en que el patrón temporal de la producción se ajusta al patrón real de los ahorros y el consumo de la economía.
Hayek versus Keynes
Poco después de su llegada a Londres, Hayek entró en una polémica con John Maynard Keynes. Keynes, un destacado miembro del servicio civil británico que estaba trabajando entonces para el Comité de Finanzas e Industria del gobierno, era considerado por la comunidad académica como un autor de importantes libros de economía. El debate Hayek-Keynes fue quizás el debate más fundamental sobre economía monetaria que se haya dado en el siglo XX. Comenzando con su ensayo "El Fin del Laissez Faire" (1926), Keynes presentó sus demandas de intervencionismo en el lenguaje de un liberalismo clásico pragmático. Fue así que Keynes fue aclamado como "el salvador del capitalismo", en vez de ser reconocido como lo que era: un abogado de la inflación y de la intervención gubernamental.
Hayek detectó el problema fundamental de que adolecían las concepciones económicas de Keynes: su incapacidad para comprender el papel que juegan las tasas de interés y la estructura del capital en una economía de mercado. Debido a su desafortunado hábito de utilizar agregados, categorías colectivas, Keynes no pudo abordar estos problemas adecuadamente en su "Un Tratado sobre el Dinero" (1930). Hayek señaló que los agregados keynesianos distraían a los economistas y no les dejaban examinar cómo la estructura industrial de la economía emergía de las opciones económicas de los individuos.
Keynes reaccionó con acritud a las críticas de Hayek. Primero respondió atacando "Precios y Producción" de Hayek. Luego alegó que ya no creía en lo que había escrito en "Un Tratado sobre el Dinero" y volvió su atención a la redacción de otro libro: "La Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero" (1936) que con el tiempo se convirtió en el libro más influyente sobre la política económica en el siglo XX.
Antes que tratar de criticar directamente lo que Keynes había presentado en su "Teoría General", Hayek volvió su considerable talento a refinar la teoría del capital. Estaba convencido de que el punto esencial que había que trasmitir a Keynes y al resto de los economistas en relación a la política monetaria radicaba en la teoría del capital. Presentó su tesis en "La Teoría Pura del Capital" (1941), el libro más técnico que escribiera. Y, pese a la razón que pudiera haber tenido, resultó la menos influyente de sus obras. Hacia fines de los años '30, el tipo de economía de Keynes estaba en pleno auge. A los ojos del público, Keynes había derrotado a Hayek. Este perdió relevancia como economista y entre los estudiantes.
Durante este tiempo, Hayek también estuvo implicado en otro gran debate de política económica: el debate sobre el cálculo económico en el socialismo, disparado por un artículo de Mises de 1920 donde afirmaba que el socialismo era técnicamente imposible puesto que no podría disponer de precios de mercado. Mises había refinado su argumento en "Socialismo: Un Análisis Económico y Sociológico", el libro cuya aparición, en 1922, había impresionado profundamente al joven Hayek. Hayek desarrolló el argumento de Mises en varios artículos durante los años '30. En 1935, reunió y editó una serie de ensayos sobre los problemas de la organización económica socialista en "La Planificación Económica Colectivista". Otros ensayos de Hayek sobre los problemas del socialismo y específicamente sobre el modelo de "socialismo de mercado", elaborado por Oskar Lange y Abba Lerner en un intento por refutar a Mises y Hayek, fueron reunidos posteriormente en "Individualismo y Orden Económico" (1948).
Nuevamente, los economistas y la comunidad intelectual en general no apreciaron las críticas de Hayek. ¿Acaso la ciencia moderna no le había dado al hombre la capacidad de controlar y diseñar la sociedad según las reglas morales de su elección? Se suponía que la sociedad planificada bajo el socialismo no sólo sería tan eficiente como el capitalismo (especialmente en vista del caos que supuestamente generaba el capitalismo con sus ciclos económicos y su poder monopólico), sino que, con su promesa de justicia social, se esperaba que también fuera más justa. Más aún, se consideraba la ola del futuro. Se decía que sólo un reaccionario podía querer resistir la marcha inevitable de la historia. No sólo parecía que Hayek estaba perdiendo la polémica económica con Keynes sobre las causas de los ciclos económicos sino que, teniendo en cuenta el ascenso mundial de la marea del socialismo, su perspectiva filosófica general era crecientemente considerada con una versión primitiva del liberalismo.
Camino de Servidumbre
Hayek, sin embargo, siguió refinando la argumentación a favor de una sociedad liberal. Los problemas del socialismo que había observado en la Alemania nazi y que veía comenzar en Gran Bretaña lo llevaron a escribir "Camino de Servidumbre" (1944). Este libro obliga a los defensores del socialismo a confrontar un problema adicional, más allá del puramente técnico-económico. Si el socialismo requiere la sustitución del mercado por un plan central, entonces, apuntó Hayek, habrá que establecer una institución que sea responsable por la formulación del plan. Hayek la llamó la Junta Central de Planificación. Para implementar el plan y para controlar el flujo de los recursos, la Junta tendría que ejercer amplios poderes discrecionales en los asuntos económicos. Con todo, la Junta Central de Planificación en una sociedad socialista no tendría los precios del mercado como guía. No tendría forma de saber cuáles posibilidades productivas son económicamente factibles. La ausencia de un sistema de precios, dijo Hayek, demostraría ser el talón de Aquiles del socialismo.
En "Camino de Servidumbre", Hayek alegó asimismo que había buenas razones para sospechar que los que ascendieran a la cumbre en un régimen socialista serían aquellos que tuvieran una ventaja comparativa en el ejercicio de poderes discrecionales y estuvieron dispuestos a tomar decisiones desagradables. Y sería inevitable que estos hombres poderosos dirigieran el sistema en su beneficio personal.
Por supuesto, Hayek tuvo razón tanto en el problema económico como en el político del socialismo. El siglo XX está lleno con la sangre de las víctimas inocentes de los experimentos socialistas. Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot y muchos tiranos menores han cometido crímenes horribles contra la humanidad en nombre de alguna variante del socialismo. El totalitarismo no es un accidente histórico que sólo emerge debido a mala elección de dirigentes en un régimen socialista. Hayek muestra que el totalitarismo es el resultado lógico del ordenamiento institucional de la planificación socialista.
Tras la derrota en el foro público de su crítica a Keynes y la controversia que surgió sobre el cálculo económico en el socialismo, Hayek se alejó de los problemas técnicos de la economía y se concentró en la reformulación de los principios del liberalismo clásico. Hayek había señalado la necesidad de los precios de mercado como trasmisores de una información económica dispersa. Mostró que los intentos de reemplazar o controlar el mercado llevaban a un problema de conocimiento o información. Hayek también describió el problema totalitario asociado con la ubicación de poder discrecional en las manos de unos pocos. Esto lo llevó a examinar los prejuicios intelectuales que ciegan al hombre y le impiden ver los problemas de la planificación económica gubernamental.
Durante los años '40, Hayek publicó una serie de ensayos en periódicos profesionales examinando las tendencias filosóficas dominantes que habían prejuiciado a los intelectuales de una forma tal que no les permitían reconocer los problemas sistémicos que confrontarían los planificadores económicos. Estos ensayos fueron posteriormente recopilados y publicados como "La Contrarrevolución de la Ciencia" (1952). La "Contrarrevolución...", quizás el mejor libro de Hayek, suministra una detallada historia intelectual del "racionalismo constructivista" y del problema del "cientificismo" en las ciencias sociales. Es en este trabajo donde Hayek articula su versión del proyecto de la Ilustración Escocesa de David Hume y Adam Smith de utilizar la razón para enseñar modestia a la razón. La civilización moderna no estaba amenazada por brutales ignorantes empecinados en destruir el mundo, sino más bien por el abuso de la razón emprendido por el racionalismo constructivista en su intento por diseñar conscientemente el mundo moderno, que había encadenado a la humanidad.
En 1950 Hayek se trasladó a la Universidad de Chicago, donde enseñó hasta 1962 en el Comité de Pensamiento Social. Mientras estuvo allí, escribió "La Constitución de la Libertad" (1960). Este trabajo representa el primer tratado sistemático de Hayek sobre la política económica del liberalismo clásico. En 1962 Hayek se trasladó a Alemania, donde había obtenido una posición en la Universidad de Freiburg. Allí incrementó sus esfuerzos por analizar el ordenamiento "espontáneo" de la actividad económica y social. Hayek se dispuso a reconstruir la teoría social del liberalismo y suministrar una visión de la cooperación social entre hombres libres.
Con su estudio en tres volúmenes "Ley, Legislación y Libertad" (1973-1979) y "La Arrogancia Fatal" (1988), Hayek extendió su análisis de la sociedad al examen de la emergencia "espontánea" de las reglas legales y morales. Su teoría política y legal enfatizaba que el imperio de la ley era el fundamento necesario de la coexistencia pacífica. Contrastó la tradición del "common law" con la del derecho estatutario, por ejemplo, los decretos legislativos. Mostró cómo el "common law" emerge caso por caso, en la medida en que los jueces aplican a los casos particulares reglas generales que son en sí mismas producto de la evolución cultural. De esa forma explica que inserto en el "common law" hay un conocimiento conquistado a través de una larga historia de ensayos y errores. Esta perspectiva llevó a Hayek a la conclusión de que el derecho, como el mercado, era un orden "espontáneo": el producto de la acción humana, pero no del diseño de un ser humano.
El trabajo de Hayek sobre economía técnica, filosofía política y jurídica y metodología de las ciencias sociales ha atraído un gran interés entre los estudiosos de, por lo menos, las últimas dos generaciones. Y el interés en su obra está creciendo. Su vasta contribución a la economía y al liberalismo clásico vivirá en el programa de investigación progresivo que ha legado a futuras generaciones de estudiosos.
Friedrich Hayek vivió una vida larga y fructífera. Tuvo que soportar las consecuencias de haber alcanzado la fama a edad temprana para luego ver esa fama ridiculizada cuando keynesianos y socialistas conquistaron popularidad y el mundo intelectual y político se apartó de sus ideas. Afortunadamente, vivió lo suficiente como para ver reconocido nuevamente su enorme intelecto. Tanto los keynesianos como los socialistas fueron aplastantemente derrotados por los hechos y por la verdad de sus enseñanzas. El liberalismo clásico es nuevamente un vibrante cuerpo de pensamiento. La economía austriaca ha vuelto a emerger como una gran escuela de pensamiento económico, y jóvenes estudiosos del derecho, la historia, la economía, la política y la filosofía están prosiguiendo los temas hayekianos. Podremos lamentar la pérdida de este gran campeón del liberalismo pero, al mismo tiempo, podemos regocijarnos de que F. A. Hayek nos dejara una herencia tan brillante.
Un gran estudioso se define no tanto por las respuestas que provee sino por los interrogantes que formula. Sucesivas generaciones de académicos, intelectuales y actores políticos de todo el mundo estarán por mucho tiempo dedicados a las cuestiones que Hayek ha planteado.
Traducción de un artículo publicado originalmente en inglés en la revista "The Freeman" de agosto de 1992. Esta traducción es una versión corregida de la que se encuentra en el sitio web "Siglo XXI", del Comité Cubano Pro Derechos Humanos.
El artículo original en inglés está disponible en http://www.sigloxxi.org/biohay.htm
La traducción original al castellano se encuentra disponible en http://www.econ.nyu.edu/user/boettke/hayek.htm
Saturday, October 14, 2006
Liberalismo y neoliberalismo en una lección
Nota del editor: Ensayo escrito por Carlos Alberto Montaner que constituyó la conferencia pronunciada en Miami el 14 de septiembre de 2000 en un seminario del Instituto Jacques Maritain. Publicado en la web de la Unión Liberal Cubana.
Lo más sorprendente del debate político y económico sostenido en Occidente es la antigüedad y la vigencia de los planteamientos básicos. El reñidero, en realidad, ha cambiado muy poco. Cuatro siglos antes del nacimiento de Jesús, en La República y en Las leyes, Platón delineó los rasgos de las sociedades totalitarias, controladas por oligarquías, en las que la economía era dirigida por la cúpula, la autoridad descendía sobre unas masas a las que no se les pedía su consentimiento para ser gobernadas, y el objetivo de los esfuerzos colectivos era el fortalecimiento del Estado, entonces conocido como polis. No en balde Platón es el filósofo favorito de los pensadores partidarios del autoritarismo.
Frente a estos planteamientos, Aristóteles, su mejor discípulo y la persona que más ha influido en la historia intelectual de la humanidad, en su obra La Política y en pasajes de la Ética propuso lo contrario: un modelo de organización en el que la autoridad ascendía del pueblo a los gobernantes. La soberanía radicaba en las gentes. Los gobernantes se debían a ellas. Ahí estaba el embrión del pensamiento democrático. Pero había más: Aristóteles creía en la propiedad privada y en el derecho de las personas a disfrutar del producto de su trabajo. Y lo creía por razones bastante modernas: porque los bienes públicos generalmente resultaban maltratados. Los ciudadanos parecían ser mucho más cuidadosos con lo que les pertenecía. Se le antojaba, además, que las virtudes de la compasión y la caridad sólo podían ser ejercidas por quienes atesoraban ciertas riquezas, de manera que la propiedad privada facilitaba esos comportamientos generosos y sacaban lo mejor del alma humana.
Este preámbulo es para consignar que el liberalismo encuentra sus raíces más antiguas en estos aspectos del pensamiento de Aristóteles; en los estoicos que cien años más tarde defendieron la idea de que a las personas las protegían unos derechos naturales anteriores a la polis, es decir, al Estado; en los franciscanos que en Oxford, en el siglo XIII, para escándalo de la época, proclamaron que en las cosas de la ciencia se llegaba a la verdad mediante la razón, y no por los dogmas dictados por las autoridades religiosas; en Santo Tomás de Aquino, que sistematizó la intuición de los franciscanos y comenzó el complejo deslinde de lo que pertenecía a César y lo que pertenecía a Dios, esto es, inició el largo proceso de secularización de la sociedad, y, de paso, alabó el mercado y a los denostados comerciantes.
Pero no es ése el único santo que los liberales aclaman como uno de sus remotos patrones: fue San Bernardino de Siena, acusado por la Inquisición de propagar peligrosas novedades, quien explicó el concepto de lucro cesante y defendió el derecho de los prestamistas a cobrar intereses, rompiendo con ello siglos de incomprensión sobre la verdadera naturaleza de la usura. Los liberales también reclaman como suyos -lo hieron enfáticamente los economistas de la escuela austriaca en el siglo XIX- los planteamientos a favor del mercado y el libre precio de la espléndida Escuela de Salamanca del siglo XVI, con figuras de la talla de Vitoria, Soto y el padre Mariana, fustigador este último no sólo de tiranos, sino también del excesivo gasto público que generaba inflación y empobrecía a las masas.
Finalmente, los liberales de hoy encuentran una filiación directa en el inglés John Locke, quien retoma el iusnaturalismo y formula persuasivamente su propuesta constitucionalista: el papel de las leyes no es imponer la voluntad de la mayoría sino proteger al individuo de los atropellos del Estado o de otros grupos; en Montesquieu, que analiza la importancia de la separación de poderes para impedir la tiranía; en los enciclopedistas que trataron de explicar el conocimiento a la luz de la razón; y en Adam Smith que analizó brillantemente el papel del mercado, la libertad económica y la especialización en la formación de capital y en el creciente desarrollo económico.
El liberalismo en nuestros días
Bien: concluimos este rápido recorrido por lo que pudiéramos llamar la protohistoria liberal. Grosso modo esas son las señas de identidad del liberalismo. Conviene, pues, acercarnos a nuestro aquí y ahora. Hagámoslo primero, muy someramente, en el terreno de la filiación política internacional.
En 1947, finalizada la Segunda Guerra mundial, en Oxford, Inglaterra, convocados por D. Salvador de Madariaga, una serie de prominentes políticos e intelectuales europeos suscribió un documento y creó la Internacional Liberal con el objeto de defender la libertad y el Estado de Derecho. Durante medio siglo el Manifiesto de Oxford fue el texto vinculante de los partidos que integraban la organización. Suscribir lo que ahí se decía era el santo y seña para formar parte del grupo. La premisa consistía en que el olvido de los valores liberales, esencialmente vigentes entre 1871 y 1914, había provocado las dos guerras mundiales del siglo XX. Por otra parte, los avances de los comunistas en Europa anunciaban el inicio de otro conflicto entre la libertad y el totalitarismo, de manera que resultaba vital vertebrar una línea defensiva que protegiera a la civilización occidental de los viejos fantasmas y de los nuevos peligros. En 1997, también en Oxford, a los cincuenta años del texto fundacional, desaparecida la URSS y desacreditado el marxismo leninismo tras la experiencia del socialismo real, los partidos de la I.L. aprobaron otro manifiesto más extenso y acorde con los tiempos para definir lo que tenían en común las organizaciones adscritas a esta federación de partidos.
El esfuerzo original tuvo continuidad. Hoy la IL, que mantiene su sede en Londres, Inglaterra, está compuesta por unos setenta partidos políticos de todo el mundo, siendo los mayores los de Canadá y Brasil, mientras gobiernan o cogobiernan en una docena de países de Europa, América, Asia y África, con una notable presencia entre los países que abandonaron el comunismo tras la caída del Muro de Berlín. Dentro de la IL hay tres partidos cubanos: la Unión Liberal Cubana (1992), el Partido Liberal Democrático de Cuba y Solidaridad Democrática (1999). Antes de afiliar a los dos últimos, en 1998 viajó a Cuba el Secretario General de la IL, el holandés Julius Maaten, hoy eurodiputado, y comprobó in situ la vitalidad de las dos organizaciones. Posteriormente, Jean Chrétien, el Primer Ministro de Canadá le cursó una invitación personal a Osvaldo Alfonso Valdés para que acudiera a Otawa en octubre del 2000.
Contorno del liberalismo
Veamos el perfil teórico de esta corriente ideológica. La primera observación que hay que hacer en torno al liberalismo tiene que ver con su imprecisión, su indefinición y lo elusivo de su naturaleza histórica. En realidad, nadie debe alarmarse porque el liberalismo tenga ese contorno tan esquivo. Probablemente ahí radica una de las mayores virtudes de esta corriente ideológica. El liberalismo no es una doctrina con un recetario unívoco, ni pretende haber descubierto leyes universales capaces de desentrañar o de ordenar con propiedad el comportamiento de los seres humanos. Es un cúmulo de ideas y no una ideología cerrada y excluyente.
El liberalismo, ya puestos a la tarea de su asedio, es un conjunto de creencias básicas, de valores y de actitudes organizadas en torno a la convicción de que a mayores cuotas de libertad individual se corresponden mayores índices de prosperidad y felicidad colectivas. De ahí la mayor virtud del liberalismo: ninguna novedad científica lo puede contradecir porque no establece verdades inmutables. Ningún fenómeno lo puede desterrar del campo de las ideas políticas, porque siempre será válida una gran porción de lo que el liberalismo ha defendido a lo largo de la historia.
El liberalismo es un modo de entender la naturaleza humana y una propuesta para conseguir que las personas alcancen el más alto nivel de prosperidad potencial que posean (de acuerdo con los valores, actitudes y conocimientos que tengan), junto al mayor grado de libertad posible, en el seno de una sociedad que ha reducido al mínimo los inevitables conflictos. Al mismo tiempo, el liberalismo descansa en dos actitudes vitales que conforman su talante: la tolerancia y la confianza en la fuerza de la razón.
Ideas básicas
El liberalismo se basa en varias premisas básicas, simples y claras: los liberales creen que el Estado ha sido concebido para el individuo y no a la inversa. Valoran el ejercicio de la libertad individual como algo intrínsecamente bueno y como una condición insustituible para lograr los mayores niveles de progreso. No aceptan, pues, que para alcanzar el desarrollo haya que sacrificar las libertades. Entre esas libertades -todas las consagradas en la Declaración Universal de Derechos del Hombre- la libertad de poseer bienes (el derecho a la propiedad privada) les parece fundamental, puesto que sin ella el individuo está perpetuamente a merced del Estado. Sostienen, incluso, que una de las razones por las que ninguna sociedad totalitaria ha sucumbido como consecuencia de una rebelión popular es por la falta de un espacio económico privado.
Por supuesto, los liberales también creen en la responsabilidad individual. No puede haber libertad sin responsabilidad. Los individuos son (o deben ser) responsables de sus actos, y deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones y los derechos de los demás. Precisamente, para regular los derechos y deberes del individuo con relación a los demás, los liberales creen en el Estado de Derecho. Es decir, creen en una sociedad regulada por leyes neutrales que no le den ventaja a persona, partido o grupo alguno y que eviten enérgicamente los privilegios. Los liberales también defienden que la sociedad debe controlar estrechamente las actividades de los gobiernos y el funcionamiento de las instituciones del Estado.
Los liberales tienen ciertas ideas verificadas por la experiencia sobre cómo y por qué algunos pueblos alcanzan el mayor grado de eficiencia y desarrollo, o la mejor armonía social, pero la esencia de este modo de entender la política y la economía radica en no señalar de antemano hacia dónde queremos que marche la sociedad, sino en construir las instituciones adecuadas y liberar las fuerzas creativas de los grupos e individuos para que estos decidan espontáneamente el curso de la historia. Los liberales no tienen un plan para diseñar el destino de la sociedad. Incluso, les parece muy peligroso que otros tengan esos planes y se arroguen el derecho de decidir el camino que todos debemos seguir, como es propio de las ideologías.
En el terreno económico la idea de mayor calado es la que defiende el libre mercado en lugar de la planificación estatal. A fines del siglo XVIII, cuando argumentaba contra el mercantilismo, Adam Smith lo aclaró incontestablemente en La riqueza de las naciones. En 1924, poco después de la revolución bolchevique, entonces frente al marxismo, el pensador liberal austríaco Ludwig von Mises, en un libro denominado Socialismo, demostró cómo en las sociedades complejas no era posible planificar el desarrollo mediante el cálculo económico, señalando con toda precisión (en contra de las corrientes socialistas y populistas de la época) cómo cualquier intento de fijar artificialmente la cantidad de bienes y servicios que debían producirse, así como los precios que deberían tener, conduciría al desabastecimiento y a la pobreza. Von Mises demostró que el mercado (la libre concurrencia en las actividades económicas de millones de personas que toman constantemente millones de decisiones orientadas a satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible), generaba un orden natural espontáneo infinitamente más armonioso y creador de riqueza que el orden artificial de quienes pretendían planificar y dirigir la actividad económica. Obviamente, de esas reflexiones y de la experiencia práctica se deriva que los liberales, en líneas generales, no crean en controles de precios y salarios, ni en los subsidios que privilegian una actividad económica en detrimento de las demás. Por el contrario: cuando las personas, actúan dentro de las reglas del juego, buscando su propio bienestar, suelen beneficiar al conjunto.
Otro gran economista, Joseph Schumpeter, austriaco de nacimiento y defensor del mercado, pero pesimista en cuanto al destino final de las sociedades liberales como consecuencia del reto de los comunistas -predicción que su muerte en 1950 no le permitió corregir-, demostró cómo no había estímulo más enérgico para la economía que la actividad incesante de los empresarios y capitanes de industria que seguían el impulso de sus propias urgencias sicológicas y emocionales. Los beneficios colectivos que se derivaban de la ambición personal eran muy superiores al hecho también indudable de que se producían diferencias en el grado de acumulación de riquezas entre los distintos miembros de una comunidad. Pero quizás quien mejor resumió esta situación fue uno de los líderes chinos de la era posmaoísta, cuando reconoció, melancólicamente, que «por evitar que unos cuantos chinos anduvieran en Rolls Royce, condenamos a cientos de millones a desplazarse para siempre en bicicleta».
En esencia, el rol fundamental del Estado debe ser mantener el orden y garantizar que las leyes se cumplan, mientras se ayuda a los más necesitados para que estén en condiciones reales de competir. De ahí que la educación y la salud colectivas, especialmente para los miembros más jóvenes de la comunidad -una forma de incrementar el capital humano-, deben ser preocupaciones básicas del Estado liberal. En otras palabras: la igualdad que buscan los liberales no es la de que todos obtengan los mismos resultados, sino la de que todos tengan las mismas posibilidades de luchar por obtener los mejores resultados. Y en ese sentido una buena educación y una buena salud deben ser los puntos de partida para poder acceder a una vida mejor.
De la misma manera que los liberales tienen ciertas ideas sobre la economía, asimismo postulan una forma de entender el Estado. Por supuesto, los liberales son inequívocamente demócratas y creen en el gobierno de las mayorías pero sólo dentro de un marco jurídico que respete los derechos inalienables de las minorías. Esto quiere decir que hay derechos naturales que no pueden ser enajenados por decisiones de las mayorías. Las mayorías, por ejemplo, no pueden decidir esclavizar a los negros, expulsar a los gitanos de una demarcación o concederles un poder omnímodo a los trabajadores manuales, los campesinos o los propietarios de tierra. La democracia, para que realmente lo sea, tiene que ser multipartidista y es preferible que esté organizada de acuerdo con el principio de la división de poderes, de manera que el balance de la autoridad impida que una institución del Estado acapare demasiada fuerza.
Aunque no es una condición indispensable, y reconociendo que la tradición latinoamericana, eminentemente presidencialista, es contraria a este análisis, los liberales prefieren el sistema parlamentario de gobierno, por cuanto suele reflejar mejor la variedad de la sociedad y es más flexible para generar cambios cuando se modifican los criterios de la opinión pública. Al mismo tiempo, los liberales son partidarios de la descentralización y de estimular la autoridad de los gobiernos locales. La hipótesis -generalmente confirmada por la práctica- es que resulta más fácil abordar y solucionar los problemas eficientemente cuando quienes los padecen supervisan, controlan y auditan a quienes están llamados a solucionarlos.
Por otra parte, el liberalismo contemporáneo cuenta con agudas reflexiones sobre cómo deben ser las constituciones. El Premio Nobel de Economía Frederick von Hayek, abogado además de economista, es autor de muy esclarecedores trabajos sobre este tema. Más recientemente, los también Premios Nobel de Economía Ronald Coase, Douglas North y Gary Becker han añadido valiosos estudios que explican la relación entre la ley, la propiedad intelectual, la existencia de instituciones sólidas y el desarrollo económico.
Los liberales creen que el gobierno debe ser reducido, porque la experiencia les ha enseñado que las burocracias estatales tienden a crecer parasitariamente, fomentan el clientelismo político, suelen abusar de los poderes que les confieren, y malgastan los recursos de la sociedad. La historia demuestra que a mayor Estado, mayor corrupción y dispendio. Pero el hecho de que un gobierno sea reducido no quiere decir que debe ser débil. Debe ser fuerte para hacer cumplir la ley, para mantener la paz y la concordia entre los ciudadanos, para proteger la nación de amenazas exteriores y para garantizar que todos los ciudadanos aptos dispongan de un mínimo de recursos que les permitan competir en la sociedad.
Los liberales piensan que, en la práctica, los gobiernos real y desgraciadamente no suelen representar los intereses de toda la sociedad, sino suelen privilegiar a los electores que los llevan al poder o a determinados grupos de presión. Los liberales, en cierta forma, sospechan de las intenciones de la clase política, y no se hacen demasiadas ilusiones con relación a la eficiencia de los gobiernos. De ahí que el liberalismo debe erigirse siempre en un permanente cuestionador de las tareas de los servidores públicos, y de ahí que no pueda evitar ver con cierto escepticismo esa función de redistribuidores de la renta, equiparadores de injusticias o motores de la economía que algunos les asignan.
Otro gran pensador liberal, el Premio Nobel de Economía James Buchanan, creador de la escuela de Public Choice, originada en su cátedra de la Universidad de Virginia, ha desarrollado una larga reflexión sobre este tema. En resumen, toda decisión del gobierno conlleva un costo perfectamente cuantificable, y los ciudadanos tienen el deber y el derecho de exigir que, en la medida de lo posible, el gasto público responda a los intereses de la sociedad y no a los de los partidos políticos.
Como regla general, los liberales prefieren que la oferta de bienes y servicios descanse en los esfuerzos de la sociedad civil y se canalice por vías privadas y no por medio de gobiernos derrochadores e incompetentes que no sufren las consecuencias de la frecuente irresponsabilidad de los burócratas o de los políticos electos menos cuidadosos. En última instancia, no hay ninguna razón especial que justifique que los gobiernos necesariamente se dediquen a tareas como las de transportar personas por las carreteras, limpiar las calles o vacunar contra el tifus. Todo eso hay que hacerlo bien y al menor costo posible, pero seguramente ese tipo de trabajo se desarrolla con mucha más eficiencia dentro del sector privado. Cuando los liberales defienden la primacía de la propiedad privada no lo hacen por codicia, sino por la convicción de que es infinitamente mejor para los individuos y para el conjunto de la sociedad.
Diferencias dentro de una misma familia democrática
El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En líneas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o latinoamericano es bastante diferente del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidades a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del estado benefactor o welfare que redistribuye por vía de las presiones fiscales las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, ésa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social, sino unos niveles generalmente insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, lo que acaba por empobrecer al conjunto de la población.
Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos sí coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad. Una organización como la American Civil Liberties Union, expresión clásica del liberalismo americano, también podría serlo de los liberales europeos o latinoamericanos.
¿En qué se diferencian las distintas corrientes democráticas contemporáneas? La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria, suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados, y usualmente propone medidas fiscales encaminadas a una hipotética «redistribución» de las riquezas. El liberalismo, en cambio, no es clasista, y coloca la búsqueda de la libertad individual en la cima de sus objetivos y valores, mientras rechaza las supuestas ventajas del estado-empresario, y sostiene que la presión fiscal destinada a la «redistribución de la riqueza» generalmente empobrece al conjunto de la sociedad, en la medida que entorpece la formación de capital.
Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales. Para los conservadores lo más importante suele ser el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquías. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores. Un ejemplo claro de estas diferencias se daría en el espinoso asunto del consumo de drogas: mientras los conservadores intentarían combatirlo por la vía de la represión y la prohibición, los liberales -por lo menos una buena parte de ellos- opinan que la utilización de sustancias tóxicas por adultos -alcohol, cocaína, tabaco, marihuana, etc.- pertenece al ámbito de las decisiones personales, y a quienes las consumen no se les debe tratar como delincuentes, sino como adictos que deben ser atendidos por personal médico especializado en desintoxicación, siempre que libremente decidan tratar de abandonar sus hábitos.
Por otra parte, resulta frecuente la colusión entre empresarios mercantilistas conservadores y el poder político, fenómeno totalmente contrario a las creencias liberales. No es verdad, pues, que el liberalismo sea la corriente política que defiende los intereses de los empresarios: la mera convicción de que el Estado no debe proteger de la competencia a ningún grupo empresarial desmentiría este aserto: suelen ser los conservadores quienes cabildean para obtener protecciones arancelarias o ventajas que siempre son en perjuicio de otros sectores.
Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos, y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión, sencillamente, no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales (por lo menos en nuestros días), aunque sí es esencial para el liberal respetar profundamente este aspecto de la naturaleza humana.
Por otra parte, los liberales no suelen compartir con la democracia cristiana (o por lo menos con alguna de las tendencias de ese signo) cierto dirigismo económico y la voluntad redistributiva generalmente reivindicada por el socialcristianismo. En América Latina esa vertiente populista/estatista de la democracia cristiana encarnó en gobiernos como los de Frei Montalva, Napoleón Duarte y -en cierta medida- Rafael Caldera, o en los sindicatos agrupados en la CLAT. Los liberales no creen que la propiedad privada sólo se justifica «en función social», como aparece en los papeles de la Doctrina Social de la Iglesia, y como confusamente repiten muchos socialcristianos sin precisar exactamente qué quieren decir con esa peligrosa frase, ambigua fórmula que puede abrir la puerta a cualquier género de atropellos contra los derechos de propiedad.
El neoliberalismo una invención de los neopopulistas
El liberalismo, qué duda cabe, está bajo ataque frecuente de las fuerzas políticas y sociales más dispares -basta ver los documentos del socialistoide Foro de Sao Paulo o ciertas declaraciones de las Conferencias Episcopales y de los provinciales de la Compañía de Jesús-, pero para los fines de tratar de desacreditarlo lo denominan neoliberalismo. Vale la pena examinar esta deliberada confusión.
En primer término, tal vez sea conveniente no asustarse con la palabra. En el terreno económico el liberalismo, en efecto, ha sido una escuela de pensamiento en constante evolución, de manera que hasta podría hablarse de un permanente “neoliberalismo”. Lo que se llama el “liberalismo clásico” de los padres fundadores -Smith, Malthus, Ricardo, Stuart Mill, todos ellos con matices diferenciadores que enriquecían las ideas básicas-, fue seguido por la tradición “neoclásica”, segmentada en diferentes “escuelas”: la de Lausana (Walras y Pareto); la Inglesa (Jevons y Marshall); y –especialmente- la Austriaca (Menger, Böhm-Bawerk, Von Mises o, posteriormente, Hayek). Asimismo, también sería razonable pensar en el “monetarismo” de Milton Friedman, en la visión sociológica o culturalista de Gary Becker, en el enfoque institucionalista de Douglas North o en el análisis de la fiscalidad de James Buchanan. Si hay, pues, un cuerpo intelectual vivo y pensante, es el de las ideas liberales en el campo económico, como pueden atestiguar una decena de premios Nobel en el último cuarto de siglo, siendo uno de los últimos Amartya Sen, un hindú que desmonta mejor que nadie la falacia de que el desarrollo económico requiere mano fuerte y actitudes autoritarias.
Sin embargo, en el sentido actual de la palabra, el “neoliberalismo”, en realidad, no existe. Se trata de una etiqueta negativa muy hábil, aunque falazmente construida. Es, en la acepción que hoy tiene la palabreja en América Latina, un término de batalla creado por los neopopulistas para descalificar sumariamente a sus enemigos políticos. ¿Quiénes son los neopopulistas? Son la izquierda y la derecha estatistas y adversarias del mercado. El neoliberalismo, pues, es una demagógica invención de los enemigos de la libertad económica –y a veces de la política–, representantes del trasnochado pensamiento estatista, con frecuencia llamado “revolucionario”, acuñada para poder desacreditar cómodamente a sus adversarios atribuyéndoles comportamientos canallescos, actitudes avariciosas y una total indiferencia ante la pobreza y el dolor ajenos. Tan ofensiva ha llegado a ser la palabra, y tan rentable en el terreno de las querellas políticas, que en la campaña electoral que en 1999 se llevó a cabo en Venezuela, el entonces candidato Chávez, hoy flamante presidente, acusó a sus contrincantes de “neoliberales”, y éstos, en lugar de llamarle “fascista” o “gorila” al militar golpista, epítetos que se ganara a pulso con su sangrienta intentona cuartelera de 1992, respondieron diciéndole que el neoliberal era él.
El origen de la palabra
En América Latina la batalla contra ese fantasmal “neoliberalismo” comenzó exactamente a principios de la década de los ochenta, cuando en la región se hundieron definitivamente los gastados paradigmas del viejo pensamiento político-económico forjado a lo largo de casi todo el siglo XX. El vocablo surgió en el momento en que estalló la crisis de la deuda externa, y cuando simultáneamente se padecía en distintos países varios procesos de hiperinflación causantes del notable retroceso del crecimiento económico que afectó a casi todo el Continente.
¿Qué había fallado? Nada más y nada menos que las ideas fundamentales sobre las que había descansado el discurso político latinoamericano desde la revolución mexicana de 1910, pero especialmente tras la Segunda Guerra mundial. Había quedado totalmente desacreditada la creencia transideológica -común a diferentes credos políticos, a veces hasta antagónicos- de que correspondía al Estado dirigir la economía, definir las prioridades del desarrollo y asignar los recursos. De golpe y porrazo se habían debilitado las más variadas (aunque a veces afines) propuestas ideológicas dominantes durante muchas décadas: el nacionalismo proteccionista de Juan Domingo Perón, de Getulio Vargas o de la CEPAL; la economía de la demanda artificialmente estimulada por los presupuestos del Estado en busca del empleo pleno, como recetaban los discípulos de Keynes; el socialismo castrense y dictatorial de Velasco Alvarado y Torrijos; el marxismo totalitario de Cuba y Nicaragua. El populismo, en suma, agonizaba, y la izquierda, súbitamente, se quedaba sin proyecto, totalmente incapaz de responder la pregunta clave que había gravitado sobre América Latina desde la fundación misma de las primeras repúblicas: cómo lograr que las naciones de nuestra cultura alcancen los niveles de prosperidad de los países de origen institucional europeo. O –dicho en otras palabras– cómo conseguir para los latinoamericanos un nivel de desarrollo similar al de Canadá o al de Estados Unidos, nuestros vecinos en el Nuevo Mundo, de manera que la mitad de nuestra gente logre abandonar la terrible miseria en la que vive.
No era posible, incluso, recurrir a la “Teoría de la dependencia” para continuar explicando el subdesarrollo latinoamericano como consecuencia de una especie de malvado designio de un Primer Mundo empeñado en mantener a América Latina en una suerte de pobreza exportadora de materias primas. Las décadas de los setentas y ochentas habían visto el surgimiento de economías poderosas en las zonas tradicionalmente consideradas como “periféricas”. En la década de los cincuentas Corea o Taiwan eran considerablemente más pobres que México o Ecuador, relación que se había invertido ostensiblemente es los setenta y era casi sangrante en los ochentas. Pero había más: Estados Unidos y Canadá, corazón de el capitalismo “central”, lejos de aherrojar a México para mantenerlo como una colonia económica, lo habían invitado a formar un “Tratado de libre Comercio” encaminado al enriquecimiento conjunto.
Tampoco se podía seguir predicando revoluciones socialistas, pues se conocía triste y perfectamente lo que había sucedido en Cuba y Nicaragua. No era posible prometer más reformas agrarias, nacionalizaciones de los recursos básicos o mágicas distribuciones de la renta. Carecía de sentido insistir plañideramente en la voracidad culpable del imperialismo, en la fatalidad sin solución de la “teoría de la dependencia” o en la supuesta inevitabilidad de la inflación explicada por los estructuralistas. Todo eso y mucho más se había ensayado sin ningún resultado halagador. Al comenzar el siglo los latinoamericanos teníamos, como promedio, el diez por ciento del per cápita de los estadounidenses; y al terminarlo, cien años después, tras decenas de revoluciones, constituciones, golpes de estado y asonadas militares, seguíamos teniendo el mismo diez por ciento, pero ahora el gap ya no sólo era cuantitativo. Entre nuestro mundo y el de ellos se había abierto una zanja difícilmente salvable en la que comparecían la carrera espacial, el genoma humano, las telecomunicaciones digitales, la investigación atómica y otra larga docena de complejos procesos científicos y técnicos muy alejados de nuestro alcance. Las diferencias, para usar la terminología marxista, se habían hecho “cualitativas”.
¿Cómo reaccionaron, en ese momento, los políticos latinoamericanos más racionales? Sencillamente, rectificaron el rumbo. Si el Estado había sido un pésimo gerente económico que perdía ingentes cantidades de dinero, lo sensato era transferir a la sociedad los activos colocados en el ámbito público para no continuar dilapidando los recursos comunes. Había que privatizar, pero ni siquiera por convicciones ideológicas, sino por razones prácticas: el Estado–propietario había quebrado. Si el gasto público había arruinado las arcas nacionales y comprometido el desarrollo, y si se había llegado al límite del endeudamiento, ¿cómo extrañarse de la necesidad de recortar las obligaciones del Estado? Si la burocracia había crecido parasitariamente, y con ella y en la misma proporción, había aumentado la ineficacia de la gestión de gobierno, ¿qué otra cosa podía recomendarse que no fuera una drástica limitación del sector público? Si el déficit fiscal se había convertido en un cáncer galopante, ¿cómo escapar a la necesidad de sostener presupuestos equilibrados? Si los controles de precios y salarios, practicados en distintos momentos en todos los países de nuestra esfera, habían demostrado su inutilidad, o -peor aún- su carácter contraproducente, empobrecedor y generador de toda clase de corrupciones, ¿cómo no defender la libertad de mercado? Si nuestras sociedades habían sufrido el flagelo implacable de la hiperinflación, con el empobrecimiento general que esto conlleva, ¿no era perfectamente lógico acudir a la austeridad monetaria, ya fuera mediante cajas de conversión “a la argentina” o mediante severas restricciones a las emisiones de moneda? Si finalmente, y a regañadientes, se aceptaban la necesidad de la propiedad privada y las ventajas de las inversiones extranjeras, era obvio que todo eso tenía que protegerse con instituciones de Derecho, mientras se auspiciaba una atmósfera jurídica muy alejada de la tradición revolucionaria latinoamericana. Si los ejemplos de los países que habían logrado desarrollarse -los “tigres”, la propia España- demostraban que la globalización no sólo era inevitable, sino, además, resultaba muy conveniente, ¿quién en sus cabales podía continuar insistiendo en la autarquía económica la excentricidad ideológica y el proteccionismo arancelario?
Eso era el tan cacareado, odiado y vilipendiado “neoliberalismo”. Era el ajuste inevitable como resultado del desbarajuste previo. Ni una sola de las llamadas medidas “neoliberales” fue el producto de dogmas teóricos ni de conversiones mágicas a un credo supuestamente derechista. Nadie se había caído del caballo de la CIA en el camino a Washington. Nada había de libresco en el bandazo político y económico que daba América Latina. Era el resultado de la experiencia. Las medidas no las dictaban la señora Thatcher o Mr. Reagan. Nadie en las cúpulas de gobierno había descubierto a Mises, a Hayek y al resto de la Escuela austríaca. Todo lo que se había hecho era volver de revés el fallido recetario tradicional de Alfonsín, Alan García, Fidel Castro, Daniel Ortega o el de las anteriores generaciones de la vasta familia populista: Perón, Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas. En algún caso, como sucedió con el boliviano Paz Estenssoro, una misma persona fue capaz de desempeñar los dos papeles en su larga vida política: a mediados de siglo D. Víctor actuó como un revolucionario populista. Treinta años más tarde, guiado por la experiencia, modificó lo que había que cambiar y se movió en dirección opuesta. No era un oportunista, como dicen sus enemigos, sino todo lo contrario: un hombre inteligente capaz de mudar sus criterios a la luz de los resultados y a tenor de los tiempos. Fue lo mismo que sucedió con el “gran viraje “ de Carlos Andrés Pérez en Venezuela durante su segundo mandato a principios de la década de los noventa, o con el cambio de rumbo a que se vio obligado Rafael Caldera en los últimos años de su desafortunado gobierno, pese a tener un corazón perdidamente populista. Sencilla y llanamente: no había otra forma de gobernar.
Esta observación tiene cierto interés, porque los críticos del pretendido neoliberalismo suelen presentar el nuevo pensamiento político latinoamericano como el resultado de una oscura conspiración de la derecha ideológica, cuando sólo se trata de medidas puestas en práctica por políticos que provenían de distintas familias de la vieja tradición revolucionaria latinoamericana. Carlos Salinas de Gortari había sido amamantado por las leyendas del PRI. Gaviria era un liberal colombiano, lo que casi siempre quiere decir un “socialdemócrata”. Carlos Saúl Menem era un peronista de pura cepa, intimidantemente ortodoxo antes de llegar al poder. Pérez Balladares procedía del torrijismo más rancio y leal. Sólo en Chile puede hablarse de cierta carga ideológica, y también ahí los cambios impuestos por Pinochet, respetados por los sucesivos jefes de Estado, no fueron tanto el resultado de las convicciones de los Chicago boys, como la consecuencia del fracaso del modelo dirigista, burocrático y antimercado iniciado por el conservador Alessandri, agravado por el socialcristiano Frei Montalva, y llevado hasta sus últimas y peores consecuencias por Salvador Allende, socialista. Es cierto que algunos economistas, como José Piñera, ejercieron su influencia sobre un general muy poco o nada instruido en el terreno de la economía, pero el más poderoso inductor de los cambios, el verdadero catalizador, fue la crisis total del anterior modelo.
El discurso moral
Esta ausencia de propuestas concretas e inteligibles por parte de una izquierda enmudecida por la realidad, al margen de la creación de etiquetas como “neoliberalismo”, se ha traducido en la elaboración de un discurso moral defensivo que hace las veces de doctrina sucedánea. Ya no es frecuente escuchar que la solución a nuestros males está en el marxismo o en cualquiera de las variantes socialistas. Eso hoy provoca risas o el bien ganado mote de “idiota latinoamericano”. Ahora lo que se hace es denunciar el nuevo pensamiento político latinoamericano –ése que se deriva de la fallida experiencia del viejo– calificándolo de exclusivista y de pretender ser “único”, como subrayan con frecuencia los enemigos de la libertad económica, como si las medidas encaminadas a reorganizar nuestras vapuleadas sociedades fueran una especie de consigna goebeliana o de doctrina totalitaria.
Al mismo tiempo, los adversarios de los nuevos paradigmas, muy en su papel de catones del Tercer Mundo, llenos de santa indignación, les atribuyen a los “neoliberales” una total falta de compasión con los humildes, reflejada en el recorte de los míticos “gastos sociales”. Pero no explican, por supuesto, por qué cuando estaban vigentes las viejas ideas estatistas -y entre ellas el abultado “gasto social”- se mantenían y hasta aumentaba el número de los desposeídos, mientras se ampliaba el déficit presupuestario y el endeudamiento del Estado. Tampoco se molestan en aclarar esa pregunta ordinaria y burguesa de quienes pretenden averiguar dónde están o de dónde saldrán los excedentes para sufragar el consabido gasto social. Dónde está el dinero, quién va a abonarlo y qué resultado tiene para el conjunto de la sociedad ese o cualquier otro esfuerzo realizado con el erario público. También -y esto es acaso más importante- los defensores de las virtudes del gasto social probablemente no se han percatado de que el objetivo que debe perseguir toda sociedad sana es tener la menor cantidad posible de gasto social como consecuencia de que las personas y las familias sean capaces de ganar decentemente su propio sustento sin tener que recurrir a la solidaridad colectiva o la compasión de ciertos grupos piadosos. Incluso, hasta es posible formular una regla general que establezca que la calidad de un sistema político y económico se mide en funcion inversa a la cantidad de gasto social que la sociedad requiere para subsistir razonablemente. A más gasto social, más inadecuado resulta el sistema. A menor gasto social requerido, más flexible y exitoso es ese modelo que permite y estimula la creación de riquezas y la responsabilidad de los individuos.
Otra crítica moral, disfrazada de razonamiento técnico, es la que descalifica al mercado por sus innatas imperfecciones y porque supuestamente polariza la riqueza: el mercado, afirman los neopopulistas, hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. En buena ley, quienes esto advierten no comprenden el mercado. Si por imperfección se entiende que ocurren periodos de crecimiento y periodos de contracción, por supuesto que es cierto, pero eso sólo prueba que el mercado es una dimensión cambiante, proteica, en la que millones de agentes, cada uno de ellos cargado de expectativas, van transformando la realidad económica. Tal vez no haya ciclos cortos y largos, como creía haber descubierto Kondratiev, pero no hay duda de que cada cierto tiempo se producen ajustes, correcciones y hasta enérgicas crisis. Por supuesto que el mercado no es perfecto en el sentido de cerrarles la puerta a los fracasos o de poder asegurar el enriquecimiento progresivo de todos. Claro que hay perdedores y ganadores, en muchos casos como consecuencia de la imaginación y la capacidad para innovar de agentes económicos más creativos y mejor organizados, pero eso no invalida al mercado. Pese a ello, sigue siendo el más eficaz modo de asignar recursos, deducir precios y formular transacciones. Más aún: esa ruina que algunos padecen en el mercado, o la fortuna que acompaña a otros, como señalara el mencionado Schumpeter hace ya muchas décadas, es un proceso de “destrucción creativa” que va perfeccionando los bienes y servicios que se le brindan al consumidor. Es en el mercado donde la humanidad progresa. Es ahí donde se llevan a cabo las más formidables revoluciones. Donde no hay competencia, naturalmente, nadie quiebra, pero la sociedad se estanca. En Alemania oriental ninguna empresa corría peligro y, por ende, ningún trabajador temía por su empleo siempre y cuando obedeciera bovinamente las instrucciones del Partido, pero era en la Alemania Occidental donde el nivel de vida y el confort alcanzaban las cotas más altas. Y tampoco es cierto que el mercado polariza las riquezas: mientras más abierto y libre, mientras con mayor facilidad puedan participar los agentes económicos, más posibilidades tienen los más pobres de conseguir crear y acumular riquezas. En Chile -por ejemplo- en los últimos siete años los niveles de pobreza han descendido del 46% de la población al 22%. En Taiwan sólo un 10% de la población puede calificarse como extremadamente pobre. En 1948 el 90% era miserable.
En todo caso, tras esa denuncia de “polarización” de los recursos que los neopopulistas lanzan contra los pretendidos neoliberales, se esconde una amarga censura moral contra el éxito económico. No es la pobreza de muchos lo que horroriza a los neopopulistas sino la riqueza de algunos. Los hiere que en pocos años alguien como Bill Gates acumule la mayor fortuna del planeta, pero no se percatan de que no es una riqueza arrebatada a otros sino creada para su propio lucro y para el de millones de personas que de una u otra forma se han beneficiado del asombroso crecimiento de su compañía o de los productos puestos a disposición del mercado.
Por otra parte, ninguno de estos críticos de la economía de mercado jamás ha atacado a los sistemas fabricantes de miseria. Lo malo –para ellos– no es que el socialismo africano arruinara aún más a países como Tanzania, Mozambique, Angola o Etiopía. A los socialistas africanos no los juzgan por sus resultados sino por sus justicieras intenciones. Los neopopulistas no encuentran nada censurable en que el socialismo islámico empobreciera hasta la vergüenza a los argelinos, a los egipcios o a los tunecinos, empeorando sensiblemente la herencia colonial dejada por Europa. No se quejan nunca de esa implacable fábrica de mediocridad y estancamiento que fue el socialismo hindú durante el largo periodo de estatismo y burocracia que siguió a la creación de la India independiente. En Cuba, lo que invariablemente subrayan del desastre económico, producido sin duda por el modelo soviético minuciosamente calcado por Castro, es el embargo norteamericano, como si las restricciones al comercio entre los dos países, y no el disparate marxista, fueran responsables de lo que allí acontece. Lo que a los neopopulistas les mortifica es que en algunas sociedades ciertos segmentos de la población consigan atesorar riquezas. Esa es la crítica de fondo que les hacen a los liberales Reagan o Thatcher. No importa la evidencia del resurgimiento de Inglaterra o que en los últimos veinte años la economía norteamericana -todavía bajo la influencia reaganiana pese a los años de gobierno demócrata- haya creado decenas de millones de puestos de trabajo en beneficio también de los más necesitados. Para los neopopulistas el sistema europeo, el español –por ejemplo–, es moralmente superior, aunque la tasa de desocupados cuadruplique a la de Estados Unidos. Donde el desempeño económico de todos es mediocre, no hay nada que objetar. Donde algunos consiguen enriquecerse en medio de sociedades en las que todos o casi todos logran prosperar, se producen los más feroces y descalificadores ataques. La virtud, aparentemente, está en el igualitarismo. Los neopopulistas siguen pensando que lo bueno y lo justo es que todas las personas posean los mismos bienes y disfruten de los mismos servicios, independientemente del talento que posean, de los esfuerzos que realicen o de la suerte que el azar les depare.
Otro tanto ocurre con la revitalización del individualismo. Para los neopopulistas el neoliberalismo ha traído aparejado un aumento repugnante de la codicia personal y una correspondiente disminución del espíritu solidario. Donde los liberales defienden la necesidad de Estados, instituciones y leyes neutrales, convencidos por la experiencia de que lo contrario conduce al clientelismo y la corrupción, los neopopulistas creen ver una absoluta falta de compasión a la que inmediatamente oponen el comunitarismo o cualquier otra variante vegetariana e inocua del socialismo. Donde los liberales hacen un llamado a la recuperación de la responsabilidad individual, exonerando a la sociedad de la improbable tarea de procurarnos la felicidad, los neopopulistas perciben rasgos de insolidaridad.
En rigor, lo que ha ocurrido es, a un tiempo, fascinante y sorprendente: los neopopulistas, que partieron de un análisis materialista, al perder la argumentación que poseían, se han apoderado del lenguaje religioso, renunciando al examen de la realidad. Ya no tienen en cuenta los hechos sino sólo las motivaciones. Han asumido un discurso teológico de culpas y pecados, en el que se valoran las virtudes del espíritu y se rechazan las flaquezas de la carne. Tener es malo. Luchar por sobresalir es condenable. Lo bueno es la piedad, la conmiseración, el apacible amor por el prójimo. Y nada de eso puede encontrarse en la “selva” del mercado, donde las personas luchan con dientes y uñas para aniquilar a los competidores. Ellos, en cambio, los neopopulistas, representan a los pobres, son los intermediarios de la famélica legión ante el mundo y los únicos capaces de definir el bien común. Ellos irán al cielo. Los neoliberales al infierno. En cierta forma se puede hablar de un debate posmoderno. Los neopopulistas han renunciado a la racionalidad. Les resultaba demasiado incómoda.
Lo más sorprendente del debate político y económico sostenido en Occidente es la antigüedad y la vigencia de los planteamientos básicos. El reñidero, en realidad, ha cambiado muy poco. Cuatro siglos antes del nacimiento de Jesús, en La República y en Las leyes, Platón delineó los rasgos de las sociedades totalitarias, controladas por oligarquías, en las que la economía era dirigida por la cúpula, la autoridad descendía sobre unas masas a las que no se les pedía su consentimiento para ser gobernadas, y el objetivo de los esfuerzos colectivos era el fortalecimiento del Estado, entonces conocido como polis. No en balde Platón es el filósofo favorito de los pensadores partidarios del autoritarismo.
Frente a estos planteamientos, Aristóteles, su mejor discípulo y la persona que más ha influido en la historia intelectual de la humanidad, en su obra La Política y en pasajes de la Ética propuso lo contrario: un modelo de organización en el que la autoridad ascendía del pueblo a los gobernantes. La soberanía radicaba en las gentes. Los gobernantes se debían a ellas. Ahí estaba el embrión del pensamiento democrático. Pero había más: Aristóteles creía en la propiedad privada y en el derecho de las personas a disfrutar del producto de su trabajo. Y lo creía por razones bastante modernas: porque los bienes públicos generalmente resultaban maltratados. Los ciudadanos parecían ser mucho más cuidadosos con lo que les pertenecía. Se le antojaba, además, que las virtudes de la compasión y la caridad sólo podían ser ejercidas por quienes atesoraban ciertas riquezas, de manera que la propiedad privada facilitaba esos comportamientos generosos y sacaban lo mejor del alma humana.
Este preámbulo es para consignar que el liberalismo encuentra sus raíces más antiguas en estos aspectos del pensamiento de Aristóteles; en los estoicos que cien años más tarde defendieron la idea de que a las personas las protegían unos derechos naturales anteriores a la polis, es decir, al Estado; en los franciscanos que en Oxford, en el siglo XIII, para escándalo de la época, proclamaron que en las cosas de la ciencia se llegaba a la verdad mediante la razón, y no por los dogmas dictados por las autoridades religiosas; en Santo Tomás de Aquino, que sistematizó la intuición de los franciscanos y comenzó el complejo deslinde de lo que pertenecía a César y lo que pertenecía a Dios, esto es, inició el largo proceso de secularización de la sociedad, y, de paso, alabó el mercado y a los denostados comerciantes.
Pero no es ése el único santo que los liberales aclaman como uno de sus remotos patrones: fue San Bernardino de Siena, acusado por la Inquisición de propagar peligrosas novedades, quien explicó el concepto de lucro cesante y defendió el derecho de los prestamistas a cobrar intereses, rompiendo con ello siglos de incomprensión sobre la verdadera naturaleza de la usura. Los liberales también reclaman como suyos -lo hieron enfáticamente los economistas de la escuela austriaca en el siglo XIX- los planteamientos a favor del mercado y el libre precio de la espléndida Escuela de Salamanca del siglo XVI, con figuras de la talla de Vitoria, Soto y el padre Mariana, fustigador este último no sólo de tiranos, sino también del excesivo gasto público que generaba inflación y empobrecía a las masas.
Finalmente, los liberales de hoy encuentran una filiación directa en el inglés John Locke, quien retoma el iusnaturalismo y formula persuasivamente su propuesta constitucionalista: el papel de las leyes no es imponer la voluntad de la mayoría sino proteger al individuo de los atropellos del Estado o de otros grupos; en Montesquieu, que analiza la importancia de la separación de poderes para impedir la tiranía; en los enciclopedistas que trataron de explicar el conocimiento a la luz de la razón; y en Adam Smith que analizó brillantemente el papel del mercado, la libertad económica y la especialización en la formación de capital y en el creciente desarrollo económico.
El liberalismo en nuestros días
Bien: concluimos este rápido recorrido por lo que pudiéramos llamar la protohistoria liberal. Grosso modo esas son las señas de identidad del liberalismo. Conviene, pues, acercarnos a nuestro aquí y ahora. Hagámoslo primero, muy someramente, en el terreno de la filiación política internacional.
En 1947, finalizada la Segunda Guerra mundial, en Oxford, Inglaterra, convocados por D. Salvador de Madariaga, una serie de prominentes políticos e intelectuales europeos suscribió un documento y creó la Internacional Liberal con el objeto de defender la libertad y el Estado de Derecho. Durante medio siglo el Manifiesto de Oxford fue el texto vinculante de los partidos que integraban la organización. Suscribir lo que ahí se decía era el santo y seña para formar parte del grupo. La premisa consistía en que el olvido de los valores liberales, esencialmente vigentes entre 1871 y 1914, había provocado las dos guerras mundiales del siglo XX. Por otra parte, los avances de los comunistas en Europa anunciaban el inicio de otro conflicto entre la libertad y el totalitarismo, de manera que resultaba vital vertebrar una línea defensiva que protegiera a la civilización occidental de los viejos fantasmas y de los nuevos peligros. En 1997, también en Oxford, a los cincuenta años del texto fundacional, desaparecida la URSS y desacreditado el marxismo leninismo tras la experiencia del socialismo real, los partidos de la I.L. aprobaron otro manifiesto más extenso y acorde con los tiempos para definir lo que tenían en común las organizaciones adscritas a esta federación de partidos.
El esfuerzo original tuvo continuidad. Hoy la IL, que mantiene su sede en Londres, Inglaterra, está compuesta por unos setenta partidos políticos de todo el mundo, siendo los mayores los de Canadá y Brasil, mientras gobiernan o cogobiernan en una docena de países de Europa, América, Asia y África, con una notable presencia entre los países que abandonaron el comunismo tras la caída del Muro de Berlín. Dentro de la IL hay tres partidos cubanos: la Unión Liberal Cubana (1992), el Partido Liberal Democrático de Cuba y Solidaridad Democrática (1999). Antes de afiliar a los dos últimos, en 1998 viajó a Cuba el Secretario General de la IL, el holandés Julius Maaten, hoy eurodiputado, y comprobó in situ la vitalidad de las dos organizaciones. Posteriormente, Jean Chrétien, el Primer Ministro de Canadá le cursó una invitación personal a Osvaldo Alfonso Valdés para que acudiera a Otawa en octubre del 2000.
Contorno del liberalismo
Veamos el perfil teórico de esta corriente ideológica. La primera observación que hay que hacer en torno al liberalismo tiene que ver con su imprecisión, su indefinición y lo elusivo de su naturaleza histórica. En realidad, nadie debe alarmarse porque el liberalismo tenga ese contorno tan esquivo. Probablemente ahí radica una de las mayores virtudes de esta corriente ideológica. El liberalismo no es una doctrina con un recetario unívoco, ni pretende haber descubierto leyes universales capaces de desentrañar o de ordenar con propiedad el comportamiento de los seres humanos. Es un cúmulo de ideas y no una ideología cerrada y excluyente.
El liberalismo, ya puestos a la tarea de su asedio, es un conjunto de creencias básicas, de valores y de actitudes organizadas en torno a la convicción de que a mayores cuotas de libertad individual se corresponden mayores índices de prosperidad y felicidad colectivas. De ahí la mayor virtud del liberalismo: ninguna novedad científica lo puede contradecir porque no establece verdades inmutables. Ningún fenómeno lo puede desterrar del campo de las ideas políticas, porque siempre será válida una gran porción de lo que el liberalismo ha defendido a lo largo de la historia.
El liberalismo es un modo de entender la naturaleza humana y una propuesta para conseguir que las personas alcancen el más alto nivel de prosperidad potencial que posean (de acuerdo con los valores, actitudes y conocimientos que tengan), junto al mayor grado de libertad posible, en el seno de una sociedad que ha reducido al mínimo los inevitables conflictos. Al mismo tiempo, el liberalismo descansa en dos actitudes vitales que conforman su talante: la tolerancia y la confianza en la fuerza de la razón.
Ideas básicas
El liberalismo se basa en varias premisas básicas, simples y claras: los liberales creen que el Estado ha sido concebido para el individuo y no a la inversa. Valoran el ejercicio de la libertad individual como algo intrínsecamente bueno y como una condición insustituible para lograr los mayores niveles de progreso. No aceptan, pues, que para alcanzar el desarrollo haya que sacrificar las libertades. Entre esas libertades -todas las consagradas en la Declaración Universal de Derechos del Hombre- la libertad de poseer bienes (el derecho a la propiedad privada) les parece fundamental, puesto que sin ella el individuo está perpetuamente a merced del Estado. Sostienen, incluso, que una de las razones por las que ninguna sociedad totalitaria ha sucumbido como consecuencia de una rebelión popular es por la falta de un espacio económico privado.
Por supuesto, los liberales también creen en la responsabilidad individual. No puede haber libertad sin responsabilidad. Los individuos son (o deben ser) responsables de sus actos, y deben tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones y los derechos de los demás. Precisamente, para regular los derechos y deberes del individuo con relación a los demás, los liberales creen en el Estado de Derecho. Es decir, creen en una sociedad regulada por leyes neutrales que no le den ventaja a persona, partido o grupo alguno y que eviten enérgicamente los privilegios. Los liberales también defienden que la sociedad debe controlar estrechamente las actividades de los gobiernos y el funcionamiento de las instituciones del Estado.
Los liberales tienen ciertas ideas verificadas por la experiencia sobre cómo y por qué algunos pueblos alcanzan el mayor grado de eficiencia y desarrollo, o la mejor armonía social, pero la esencia de este modo de entender la política y la economía radica en no señalar de antemano hacia dónde queremos que marche la sociedad, sino en construir las instituciones adecuadas y liberar las fuerzas creativas de los grupos e individuos para que estos decidan espontáneamente el curso de la historia. Los liberales no tienen un plan para diseñar el destino de la sociedad. Incluso, les parece muy peligroso que otros tengan esos planes y se arroguen el derecho de decidir el camino que todos debemos seguir, como es propio de las ideologías.
En el terreno económico la idea de mayor calado es la que defiende el libre mercado en lugar de la planificación estatal. A fines del siglo XVIII, cuando argumentaba contra el mercantilismo, Adam Smith lo aclaró incontestablemente en La riqueza de las naciones. En 1924, poco después de la revolución bolchevique, entonces frente al marxismo, el pensador liberal austríaco Ludwig von Mises, en un libro denominado Socialismo, demostró cómo en las sociedades complejas no era posible planificar el desarrollo mediante el cálculo económico, señalando con toda precisión (en contra de las corrientes socialistas y populistas de la época) cómo cualquier intento de fijar artificialmente la cantidad de bienes y servicios que debían producirse, así como los precios que deberían tener, conduciría al desabastecimiento y a la pobreza. Von Mises demostró que el mercado (la libre concurrencia en las actividades económicas de millones de personas que toman constantemente millones de decisiones orientadas a satisfacer sus necesidades de la mejor manera posible), generaba un orden natural espontáneo infinitamente más armonioso y creador de riqueza que el orden artificial de quienes pretendían planificar y dirigir la actividad económica. Obviamente, de esas reflexiones y de la experiencia práctica se deriva que los liberales, en líneas generales, no crean en controles de precios y salarios, ni en los subsidios que privilegian una actividad económica en detrimento de las demás. Por el contrario: cuando las personas, actúan dentro de las reglas del juego, buscando su propio bienestar, suelen beneficiar al conjunto.
Otro gran economista, Joseph Schumpeter, austriaco de nacimiento y defensor del mercado, pero pesimista en cuanto al destino final de las sociedades liberales como consecuencia del reto de los comunistas -predicción que su muerte en 1950 no le permitió corregir-, demostró cómo no había estímulo más enérgico para la economía que la actividad incesante de los empresarios y capitanes de industria que seguían el impulso de sus propias urgencias sicológicas y emocionales. Los beneficios colectivos que se derivaban de la ambición personal eran muy superiores al hecho también indudable de que se producían diferencias en el grado de acumulación de riquezas entre los distintos miembros de una comunidad. Pero quizás quien mejor resumió esta situación fue uno de los líderes chinos de la era posmaoísta, cuando reconoció, melancólicamente, que «por evitar que unos cuantos chinos anduvieran en Rolls Royce, condenamos a cientos de millones a desplazarse para siempre en bicicleta».
En esencia, el rol fundamental del Estado debe ser mantener el orden y garantizar que las leyes se cumplan, mientras se ayuda a los más necesitados para que estén en condiciones reales de competir. De ahí que la educación y la salud colectivas, especialmente para los miembros más jóvenes de la comunidad -una forma de incrementar el capital humano-, deben ser preocupaciones básicas del Estado liberal. En otras palabras: la igualdad que buscan los liberales no es la de que todos obtengan los mismos resultados, sino la de que todos tengan las mismas posibilidades de luchar por obtener los mejores resultados. Y en ese sentido una buena educación y una buena salud deben ser los puntos de partida para poder acceder a una vida mejor.
De la misma manera que los liberales tienen ciertas ideas sobre la economía, asimismo postulan una forma de entender el Estado. Por supuesto, los liberales son inequívocamente demócratas y creen en el gobierno de las mayorías pero sólo dentro de un marco jurídico que respete los derechos inalienables de las minorías. Esto quiere decir que hay derechos naturales que no pueden ser enajenados por decisiones de las mayorías. Las mayorías, por ejemplo, no pueden decidir esclavizar a los negros, expulsar a los gitanos de una demarcación o concederles un poder omnímodo a los trabajadores manuales, los campesinos o los propietarios de tierra. La democracia, para que realmente lo sea, tiene que ser multipartidista y es preferible que esté organizada de acuerdo con el principio de la división de poderes, de manera que el balance de la autoridad impida que una institución del Estado acapare demasiada fuerza.
Aunque no es una condición indispensable, y reconociendo que la tradición latinoamericana, eminentemente presidencialista, es contraria a este análisis, los liberales prefieren el sistema parlamentario de gobierno, por cuanto suele reflejar mejor la variedad de la sociedad y es más flexible para generar cambios cuando se modifican los criterios de la opinión pública. Al mismo tiempo, los liberales son partidarios de la descentralización y de estimular la autoridad de los gobiernos locales. La hipótesis -generalmente confirmada por la práctica- es que resulta más fácil abordar y solucionar los problemas eficientemente cuando quienes los padecen supervisan, controlan y auditan a quienes están llamados a solucionarlos.
Por otra parte, el liberalismo contemporáneo cuenta con agudas reflexiones sobre cómo deben ser las constituciones. El Premio Nobel de Economía Frederick von Hayek, abogado además de economista, es autor de muy esclarecedores trabajos sobre este tema. Más recientemente, los también Premios Nobel de Economía Ronald Coase, Douglas North y Gary Becker han añadido valiosos estudios que explican la relación entre la ley, la propiedad intelectual, la existencia de instituciones sólidas y el desarrollo económico.
Los liberales creen que el gobierno debe ser reducido, porque la experiencia les ha enseñado que las burocracias estatales tienden a crecer parasitariamente, fomentan el clientelismo político, suelen abusar de los poderes que les confieren, y malgastan los recursos de la sociedad. La historia demuestra que a mayor Estado, mayor corrupción y dispendio. Pero el hecho de que un gobierno sea reducido no quiere decir que debe ser débil. Debe ser fuerte para hacer cumplir la ley, para mantener la paz y la concordia entre los ciudadanos, para proteger la nación de amenazas exteriores y para garantizar que todos los ciudadanos aptos dispongan de un mínimo de recursos que les permitan competir en la sociedad.
Los liberales piensan que, en la práctica, los gobiernos real y desgraciadamente no suelen representar los intereses de toda la sociedad, sino suelen privilegiar a los electores que los llevan al poder o a determinados grupos de presión. Los liberales, en cierta forma, sospechan de las intenciones de la clase política, y no se hacen demasiadas ilusiones con relación a la eficiencia de los gobiernos. De ahí que el liberalismo debe erigirse siempre en un permanente cuestionador de las tareas de los servidores públicos, y de ahí que no pueda evitar ver con cierto escepticismo esa función de redistribuidores de la renta, equiparadores de injusticias o motores de la economía que algunos les asignan.
Otro gran pensador liberal, el Premio Nobel de Economía James Buchanan, creador de la escuela de Public Choice, originada en su cátedra de la Universidad de Virginia, ha desarrollado una larga reflexión sobre este tema. En resumen, toda decisión del gobierno conlleva un costo perfectamente cuantificable, y los ciudadanos tienen el deber y el derecho de exigir que, en la medida de lo posible, el gasto público responda a los intereses de la sociedad y no a los de los partidos políticos.
Como regla general, los liberales prefieren que la oferta de bienes y servicios descanse en los esfuerzos de la sociedad civil y se canalice por vías privadas y no por medio de gobiernos derrochadores e incompetentes que no sufren las consecuencias de la frecuente irresponsabilidad de los burócratas o de los políticos electos menos cuidadosos. En última instancia, no hay ninguna razón especial que justifique que los gobiernos necesariamente se dediquen a tareas como las de transportar personas por las carreteras, limpiar las calles o vacunar contra el tifus. Todo eso hay que hacerlo bien y al menor costo posible, pero seguramente ese tipo de trabajo se desarrolla con mucha más eficiencia dentro del sector privado. Cuando los liberales defienden la primacía de la propiedad privada no lo hacen por codicia, sino por la convicción de que es infinitamente mejor para los individuos y para el conjunto de la sociedad.
Diferencias dentro de una misma familia democrática
El idioma inglés ha tomado la palabra liberal del castellano y le ha dado un significado distinto. En líneas generales puede decirse que en materia económica el liberalismo europeo o latinoamericano es bastante diferente del liberalismo norteamericano. Es decir, el liberal americano le suele quitar responsabilidades a los individuos y asignarlas al Estado. De ahí el concepto del estado benefactor o welfare que redistribuye por vía de las presiones fiscales las riquezas que genera la sociedad. Para los liberales latinoamericanos y europeos, como se ha dicho antes, ésa no es una función primordial del Estado, puesto que lo que suele conseguirse por esta vía no es un mayor grado de justicia social, sino unos niveles generalmente insoportables de corrupción, ineficiencia y derroche, lo que acaba por empobrecer al conjunto de la población.
Sin embargo, los liberales europeos y latinoamericanos sí coinciden en un grado bastante alto con los liberales norteamericanos en materia jurídica y en ciertos temas sociales. Para el liberal norteamericano, así como para los liberales de Europa y de América Latina, el respeto de las garantías individuales y la defensa del constitucionalismo son conquistas irrenunciables de la humanidad. Una organización como la American Civil Liberties Union, expresión clásica del liberalismo americano, también podría serlo de los liberales europeos o latinoamericanos.
¿En qué se diferencian las distintas corrientes democráticas contemporáneas? La socialdemocracia pone su acento en la búsqueda de una sociedad igualitaria, suele identificar los intereses del Estado con los de los sectores proletarios o asalariados, y usualmente propone medidas fiscales encaminadas a una hipotética «redistribución» de las riquezas. El liberalismo, en cambio, no es clasista, y coloca la búsqueda de la libertad individual en la cima de sus objetivos y valores, mientras rechaza las supuestas ventajas del estado-empresario, y sostiene que la presión fiscal destinada a la «redistribución de la riqueza» generalmente empobrece al conjunto de la sociedad, en la medida que entorpece la formación de capital.
Aunque en el análisis económico suele haber cierta coincidencia entre liberales y conservadores, ambas corrientes se separan en lo tocante a las libertades individuales. Para los conservadores lo más importante suele ser el orden. Los liberales están dispuestos a convivir con aquello que no les gusta, siempre capaces de tolerar respetuosamente los comportamientos sociales que se alejan de los criterios de las mayorías. Para los liberales la tolerancia es la clave de la convivencia, y la persuasión el elemento básico para el establecimiento de las jerarquías. Esa visión no siempre prevalece entre los conservadores. Un ejemplo claro de estas diferencias se daría en el espinoso asunto del consumo de drogas: mientras los conservadores intentarían combatirlo por la vía de la represión y la prohibición, los liberales -por lo menos una buena parte de ellos- opinan que la utilización de sustancias tóxicas por adultos -alcohol, cocaína, tabaco, marihuana, etc.- pertenece al ámbito de las decisiones personales, y a quienes las consumen no se les debe tratar como delincuentes, sino como adictos que deben ser atendidos por personal médico especializado en desintoxicación, siempre que libremente decidan tratar de abandonar sus hábitos.
Por otra parte, resulta frecuente la colusión entre empresarios mercantilistas conservadores y el poder político, fenómeno totalmente contrario a las creencias liberales. No es verdad, pues, que el liberalismo sea la corriente política que defiende los intereses de los empresarios: la mera convicción de que el Estado no debe proteger de la competencia a ningún grupo empresarial desmentiría este aserto: suelen ser los conservadores quienes cabildean para obtener protecciones arancelarias o ventajas que siempre son en perjuicio de otros sectores.
Aún cuando la democracia cristiana moderna no es confesional, entre sus premisas básicas está la de una cierta concepción trascendente de los seres humanos. Los liberales, en cambio, son totalmente laicos, y no entran a juzgar las creencias religiosas de las personas. Se puede ser liberal y creyente, liberal y agnóstico, o liberal y ateo. La religión, sencillamente, no pertenece al mundo de las disquisiciones liberales (por lo menos en nuestros días), aunque sí es esencial para el liberal respetar profundamente este aspecto de la naturaleza humana.
Por otra parte, los liberales no suelen compartir con la democracia cristiana (o por lo menos con alguna de las tendencias de ese signo) cierto dirigismo económico y la voluntad redistributiva generalmente reivindicada por el socialcristianismo. En América Latina esa vertiente populista/estatista de la democracia cristiana encarnó en gobiernos como los de Frei Montalva, Napoleón Duarte y -en cierta medida- Rafael Caldera, o en los sindicatos agrupados en la CLAT. Los liberales no creen que la propiedad privada sólo se justifica «en función social», como aparece en los papeles de la Doctrina Social de la Iglesia, y como confusamente repiten muchos socialcristianos sin precisar exactamente qué quieren decir con esa peligrosa frase, ambigua fórmula que puede abrir la puerta a cualquier género de atropellos contra los derechos de propiedad.
El neoliberalismo una invención de los neopopulistas
El liberalismo, qué duda cabe, está bajo ataque frecuente de las fuerzas políticas y sociales más dispares -basta ver los documentos del socialistoide Foro de Sao Paulo o ciertas declaraciones de las Conferencias Episcopales y de los provinciales de la Compañía de Jesús-, pero para los fines de tratar de desacreditarlo lo denominan neoliberalismo. Vale la pena examinar esta deliberada confusión.
En primer término, tal vez sea conveniente no asustarse con la palabra. En el terreno económico el liberalismo, en efecto, ha sido una escuela de pensamiento en constante evolución, de manera que hasta podría hablarse de un permanente “neoliberalismo”. Lo que se llama el “liberalismo clásico” de los padres fundadores -Smith, Malthus, Ricardo, Stuart Mill, todos ellos con matices diferenciadores que enriquecían las ideas básicas-, fue seguido por la tradición “neoclásica”, segmentada en diferentes “escuelas”: la de Lausana (Walras y Pareto); la Inglesa (Jevons y Marshall); y –especialmente- la Austriaca (Menger, Böhm-Bawerk, Von Mises o, posteriormente, Hayek). Asimismo, también sería razonable pensar en el “monetarismo” de Milton Friedman, en la visión sociológica o culturalista de Gary Becker, en el enfoque institucionalista de Douglas North o en el análisis de la fiscalidad de James Buchanan. Si hay, pues, un cuerpo intelectual vivo y pensante, es el de las ideas liberales en el campo económico, como pueden atestiguar una decena de premios Nobel en el último cuarto de siglo, siendo uno de los últimos Amartya Sen, un hindú que desmonta mejor que nadie la falacia de que el desarrollo económico requiere mano fuerte y actitudes autoritarias.
Sin embargo, en el sentido actual de la palabra, el “neoliberalismo”, en realidad, no existe. Se trata de una etiqueta negativa muy hábil, aunque falazmente construida. Es, en la acepción que hoy tiene la palabreja en América Latina, un término de batalla creado por los neopopulistas para descalificar sumariamente a sus enemigos políticos. ¿Quiénes son los neopopulistas? Son la izquierda y la derecha estatistas y adversarias del mercado. El neoliberalismo, pues, es una demagógica invención de los enemigos de la libertad económica –y a veces de la política–, representantes del trasnochado pensamiento estatista, con frecuencia llamado “revolucionario”, acuñada para poder desacreditar cómodamente a sus adversarios atribuyéndoles comportamientos canallescos, actitudes avariciosas y una total indiferencia ante la pobreza y el dolor ajenos. Tan ofensiva ha llegado a ser la palabra, y tan rentable en el terreno de las querellas políticas, que en la campaña electoral que en 1999 se llevó a cabo en Venezuela, el entonces candidato Chávez, hoy flamante presidente, acusó a sus contrincantes de “neoliberales”, y éstos, en lugar de llamarle “fascista” o “gorila” al militar golpista, epítetos que se ganara a pulso con su sangrienta intentona cuartelera de 1992, respondieron diciéndole que el neoliberal era él.
El origen de la palabra
En América Latina la batalla contra ese fantasmal “neoliberalismo” comenzó exactamente a principios de la década de los ochenta, cuando en la región se hundieron definitivamente los gastados paradigmas del viejo pensamiento político-económico forjado a lo largo de casi todo el siglo XX. El vocablo surgió en el momento en que estalló la crisis de la deuda externa, y cuando simultáneamente se padecía en distintos países varios procesos de hiperinflación causantes del notable retroceso del crecimiento económico que afectó a casi todo el Continente.
¿Qué había fallado? Nada más y nada menos que las ideas fundamentales sobre las que había descansado el discurso político latinoamericano desde la revolución mexicana de 1910, pero especialmente tras la Segunda Guerra mundial. Había quedado totalmente desacreditada la creencia transideológica -común a diferentes credos políticos, a veces hasta antagónicos- de que correspondía al Estado dirigir la economía, definir las prioridades del desarrollo y asignar los recursos. De golpe y porrazo se habían debilitado las más variadas (aunque a veces afines) propuestas ideológicas dominantes durante muchas décadas: el nacionalismo proteccionista de Juan Domingo Perón, de Getulio Vargas o de la CEPAL; la economía de la demanda artificialmente estimulada por los presupuestos del Estado en busca del empleo pleno, como recetaban los discípulos de Keynes; el socialismo castrense y dictatorial de Velasco Alvarado y Torrijos; el marxismo totalitario de Cuba y Nicaragua. El populismo, en suma, agonizaba, y la izquierda, súbitamente, se quedaba sin proyecto, totalmente incapaz de responder la pregunta clave que había gravitado sobre América Latina desde la fundación misma de las primeras repúblicas: cómo lograr que las naciones de nuestra cultura alcancen los niveles de prosperidad de los países de origen institucional europeo. O –dicho en otras palabras– cómo conseguir para los latinoamericanos un nivel de desarrollo similar al de Canadá o al de Estados Unidos, nuestros vecinos en el Nuevo Mundo, de manera que la mitad de nuestra gente logre abandonar la terrible miseria en la que vive.
No era posible, incluso, recurrir a la “Teoría de la dependencia” para continuar explicando el subdesarrollo latinoamericano como consecuencia de una especie de malvado designio de un Primer Mundo empeñado en mantener a América Latina en una suerte de pobreza exportadora de materias primas. Las décadas de los setentas y ochentas habían visto el surgimiento de economías poderosas en las zonas tradicionalmente consideradas como “periféricas”. En la década de los cincuentas Corea o Taiwan eran considerablemente más pobres que México o Ecuador, relación que se había invertido ostensiblemente es los setenta y era casi sangrante en los ochentas. Pero había más: Estados Unidos y Canadá, corazón de el capitalismo “central”, lejos de aherrojar a México para mantenerlo como una colonia económica, lo habían invitado a formar un “Tratado de libre Comercio” encaminado al enriquecimiento conjunto.
Tampoco se podía seguir predicando revoluciones socialistas, pues se conocía triste y perfectamente lo que había sucedido en Cuba y Nicaragua. No era posible prometer más reformas agrarias, nacionalizaciones de los recursos básicos o mágicas distribuciones de la renta. Carecía de sentido insistir plañideramente en la voracidad culpable del imperialismo, en la fatalidad sin solución de la “teoría de la dependencia” o en la supuesta inevitabilidad de la inflación explicada por los estructuralistas. Todo eso y mucho más se había ensayado sin ningún resultado halagador. Al comenzar el siglo los latinoamericanos teníamos, como promedio, el diez por ciento del per cápita de los estadounidenses; y al terminarlo, cien años después, tras decenas de revoluciones, constituciones, golpes de estado y asonadas militares, seguíamos teniendo el mismo diez por ciento, pero ahora el gap ya no sólo era cuantitativo. Entre nuestro mundo y el de ellos se había abierto una zanja difícilmente salvable en la que comparecían la carrera espacial, el genoma humano, las telecomunicaciones digitales, la investigación atómica y otra larga docena de complejos procesos científicos y técnicos muy alejados de nuestro alcance. Las diferencias, para usar la terminología marxista, se habían hecho “cualitativas”.
¿Cómo reaccionaron, en ese momento, los políticos latinoamericanos más racionales? Sencillamente, rectificaron el rumbo. Si el Estado había sido un pésimo gerente económico que perdía ingentes cantidades de dinero, lo sensato era transferir a la sociedad los activos colocados en el ámbito público para no continuar dilapidando los recursos comunes. Había que privatizar, pero ni siquiera por convicciones ideológicas, sino por razones prácticas: el Estado–propietario había quebrado. Si el gasto público había arruinado las arcas nacionales y comprometido el desarrollo, y si se había llegado al límite del endeudamiento, ¿cómo extrañarse de la necesidad de recortar las obligaciones del Estado? Si la burocracia había crecido parasitariamente, y con ella y en la misma proporción, había aumentado la ineficacia de la gestión de gobierno, ¿qué otra cosa podía recomendarse que no fuera una drástica limitación del sector público? Si el déficit fiscal se había convertido en un cáncer galopante, ¿cómo escapar a la necesidad de sostener presupuestos equilibrados? Si los controles de precios y salarios, practicados en distintos momentos en todos los países de nuestra esfera, habían demostrado su inutilidad, o -peor aún- su carácter contraproducente, empobrecedor y generador de toda clase de corrupciones, ¿cómo no defender la libertad de mercado? Si nuestras sociedades habían sufrido el flagelo implacable de la hiperinflación, con el empobrecimiento general que esto conlleva, ¿no era perfectamente lógico acudir a la austeridad monetaria, ya fuera mediante cajas de conversión “a la argentina” o mediante severas restricciones a las emisiones de moneda? Si finalmente, y a regañadientes, se aceptaban la necesidad de la propiedad privada y las ventajas de las inversiones extranjeras, era obvio que todo eso tenía que protegerse con instituciones de Derecho, mientras se auspiciaba una atmósfera jurídica muy alejada de la tradición revolucionaria latinoamericana. Si los ejemplos de los países que habían logrado desarrollarse -los “tigres”, la propia España- demostraban que la globalización no sólo era inevitable, sino, además, resultaba muy conveniente, ¿quién en sus cabales podía continuar insistiendo en la autarquía económica la excentricidad ideológica y el proteccionismo arancelario?
Eso era el tan cacareado, odiado y vilipendiado “neoliberalismo”. Era el ajuste inevitable como resultado del desbarajuste previo. Ni una sola de las llamadas medidas “neoliberales” fue el producto de dogmas teóricos ni de conversiones mágicas a un credo supuestamente derechista. Nadie se había caído del caballo de la CIA en el camino a Washington. Nada había de libresco en el bandazo político y económico que daba América Latina. Era el resultado de la experiencia. Las medidas no las dictaban la señora Thatcher o Mr. Reagan. Nadie en las cúpulas de gobierno había descubierto a Mises, a Hayek y al resto de la Escuela austríaca. Todo lo que se había hecho era volver de revés el fallido recetario tradicional de Alfonsín, Alan García, Fidel Castro, Daniel Ortega o el de las anteriores generaciones de la vasta familia populista: Perón, Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas. En algún caso, como sucedió con el boliviano Paz Estenssoro, una misma persona fue capaz de desempeñar los dos papeles en su larga vida política: a mediados de siglo D. Víctor actuó como un revolucionario populista. Treinta años más tarde, guiado por la experiencia, modificó lo que había que cambiar y se movió en dirección opuesta. No era un oportunista, como dicen sus enemigos, sino todo lo contrario: un hombre inteligente capaz de mudar sus criterios a la luz de los resultados y a tenor de los tiempos. Fue lo mismo que sucedió con el “gran viraje “ de Carlos Andrés Pérez en Venezuela durante su segundo mandato a principios de la década de los noventa, o con el cambio de rumbo a que se vio obligado Rafael Caldera en los últimos años de su desafortunado gobierno, pese a tener un corazón perdidamente populista. Sencilla y llanamente: no había otra forma de gobernar.
Esta observación tiene cierto interés, porque los críticos del pretendido neoliberalismo suelen presentar el nuevo pensamiento político latinoamericano como el resultado de una oscura conspiración de la derecha ideológica, cuando sólo se trata de medidas puestas en práctica por políticos que provenían de distintas familias de la vieja tradición revolucionaria latinoamericana. Carlos Salinas de Gortari había sido amamantado por las leyendas del PRI. Gaviria era un liberal colombiano, lo que casi siempre quiere decir un “socialdemócrata”. Carlos Saúl Menem era un peronista de pura cepa, intimidantemente ortodoxo antes de llegar al poder. Pérez Balladares procedía del torrijismo más rancio y leal. Sólo en Chile puede hablarse de cierta carga ideológica, y también ahí los cambios impuestos por Pinochet, respetados por los sucesivos jefes de Estado, no fueron tanto el resultado de las convicciones de los Chicago boys, como la consecuencia del fracaso del modelo dirigista, burocrático y antimercado iniciado por el conservador Alessandri, agravado por el socialcristiano Frei Montalva, y llevado hasta sus últimas y peores consecuencias por Salvador Allende, socialista. Es cierto que algunos economistas, como José Piñera, ejercieron su influencia sobre un general muy poco o nada instruido en el terreno de la economía, pero el más poderoso inductor de los cambios, el verdadero catalizador, fue la crisis total del anterior modelo.
El discurso moral
Esta ausencia de propuestas concretas e inteligibles por parte de una izquierda enmudecida por la realidad, al margen de la creación de etiquetas como “neoliberalismo”, se ha traducido en la elaboración de un discurso moral defensivo que hace las veces de doctrina sucedánea. Ya no es frecuente escuchar que la solución a nuestros males está en el marxismo o en cualquiera de las variantes socialistas. Eso hoy provoca risas o el bien ganado mote de “idiota latinoamericano”. Ahora lo que se hace es denunciar el nuevo pensamiento político latinoamericano –ése que se deriva de la fallida experiencia del viejo– calificándolo de exclusivista y de pretender ser “único”, como subrayan con frecuencia los enemigos de la libertad económica, como si las medidas encaminadas a reorganizar nuestras vapuleadas sociedades fueran una especie de consigna goebeliana o de doctrina totalitaria.
Al mismo tiempo, los adversarios de los nuevos paradigmas, muy en su papel de catones del Tercer Mundo, llenos de santa indignación, les atribuyen a los “neoliberales” una total falta de compasión con los humildes, reflejada en el recorte de los míticos “gastos sociales”. Pero no explican, por supuesto, por qué cuando estaban vigentes las viejas ideas estatistas -y entre ellas el abultado “gasto social”- se mantenían y hasta aumentaba el número de los desposeídos, mientras se ampliaba el déficit presupuestario y el endeudamiento del Estado. Tampoco se molestan en aclarar esa pregunta ordinaria y burguesa de quienes pretenden averiguar dónde están o de dónde saldrán los excedentes para sufragar el consabido gasto social. Dónde está el dinero, quién va a abonarlo y qué resultado tiene para el conjunto de la sociedad ese o cualquier otro esfuerzo realizado con el erario público. También -y esto es acaso más importante- los defensores de las virtudes del gasto social probablemente no se han percatado de que el objetivo que debe perseguir toda sociedad sana es tener la menor cantidad posible de gasto social como consecuencia de que las personas y las familias sean capaces de ganar decentemente su propio sustento sin tener que recurrir a la solidaridad colectiva o la compasión de ciertos grupos piadosos. Incluso, hasta es posible formular una regla general que establezca que la calidad de un sistema político y económico se mide en funcion inversa a la cantidad de gasto social que la sociedad requiere para subsistir razonablemente. A más gasto social, más inadecuado resulta el sistema. A menor gasto social requerido, más flexible y exitoso es ese modelo que permite y estimula la creación de riquezas y la responsabilidad de los individuos.
Otra crítica moral, disfrazada de razonamiento técnico, es la que descalifica al mercado por sus innatas imperfecciones y porque supuestamente polariza la riqueza: el mercado, afirman los neopopulistas, hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. En buena ley, quienes esto advierten no comprenden el mercado. Si por imperfección se entiende que ocurren periodos de crecimiento y periodos de contracción, por supuesto que es cierto, pero eso sólo prueba que el mercado es una dimensión cambiante, proteica, en la que millones de agentes, cada uno de ellos cargado de expectativas, van transformando la realidad económica. Tal vez no haya ciclos cortos y largos, como creía haber descubierto Kondratiev, pero no hay duda de que cada cierto tiempo se producen ajustes, correcciones y hasta enérgicas crisis. Por supuesto que el mercado no es perfecto en el sentido de cerrarles la puerta a los fracasos o de poder asegurar el enriquecimiento progresivo de todos. Claro que hay perdedores y ganadores, en muchos casos como consecuencia de la imaginación y la capacidad para innovar de agentes económicos más creativos y mejor organizados, pero eso no invalida al mercado. Pese a ello, sigue siendo el más eficaz modo de asignar recursos, deducir precios y formular transacciones. Más aún: esa ruina que algunos padecen en el mercado, o la fortuna que acompaña a otros, como señalara el mencionado Schumpeter hace ya muchas décadas, es un proceso de “destrucción creativa” que va perfeccionando los bienes y servicios que se le brindan al consumidor. Es en el mercado donde la humanidad progresa. Es ahí donde se llevan a cabo las más formidables revoluciones. Donde no hay competencia, naturalmente, nadie quiebra, pero la sociedad se estanca. En Alemania oriental ninguna empresa corría peligro y, por ende, ningún trabajador temía por su empleo siempre y cuando obedeciera bovinamente las instrucciones del Partido, pero era en la Alemania Occidental donde el nivel de vida y el confort alcanzaban las cotas más altas. Y tampoco es cierto que el mercado polariza las riquezas: mientras más abierto y libre, mientras con mayor facilidad puedan participar los agentes económicos, más posibilidades tienen los más pobres de conseguir crear y acumular riquezas. En Chile -por ejemplo- en los últimos siete años los niveles de pobreza han descendido del 46% de la población al 22%. En Taiwan sólo un 10% de la población puede calificarse como extremadamente pobre. En 1948 el 90% era miserable.
En todo caso, tras esa denuncia de “polarización” de los recursos que los neopopulistas lanzan contra los pretendidos neoliberales, se esconde una amarga censura moral contra el éxito económico. No es la pobreza de muchos lo que horroriza a los neopopulistas sino la riqueza de algunos. Los hiere que en pocos años alguien como Bill Gates acumule la mayor fortuna del planeta, pero no se percatan de que no es una riqueza arrebatada a otros sino creada para su propio lucro y para el de millones de personas que de una u otra forma se han beneficiado del asombroso crecimiento de su compañía o de los productos puestos a disposición del mercado.
Por otra parte, ninguno de estos críticos de la economía de mercado jamás ha atacado a los sistemas fabricantes de miseria. Lo malo –para ellos– no es que el socialismo africano arruinara aún más a países como Tanzania, Mozambique, Angola o Etiopía. A los socialistas africanos no los juzgan por sus resultados sino por sus justicieras intenciones. Los neopopulistas no encuentran nada censurable en que el socialismo islámico empobreciera hasta la vergüenza a los argelinos, a los egipcios o a los tunecinos, empeorando sensiblemente la herencia colonial dejada por Europa. No se quejan nunca de esa implacable fábrica de mediocridad y estancamiento que fue el socialismo hindú durante el largo periodo de estatismo y burocracia que siguió a la creación de la India independiente. En Cuba, lo que invariablemente subrayan del desastre económico, producido sin duda por el modelo soviético minuciosamente calcado por Castro, es el embargo norteamericano, como si las restricciones al comercio entre los dos países, y no el disparate marxista, fueran responsables de lo que allí acontece. Lo que a los neopopulistas les mortifica es que en algunas sociedades ciertos segmentos de la población consigan atesorar riquezas. Esa es la crítica de fondo que les hacen a los liberales Reagan o Thatcher. No importa la evidencia del resurgimiento de Inglaterra o que en los últimos veinte años la economía norteamericana -todavía bajo la influencia reaganiana pese a los años de gobierno demócrata- haya creado decenas de millones de puestos de trabajo en beneficio también de los más necesitados. Para los neopopulistas el sistema europeo, el español –por ejemplo–, es moralmente superior, aunque la tasa de desocupados cuadruplique a la de Estados Unidos. Donde el desempeño económico de todos es mediocre, no hay nada que objetar. Donde algunos consiguen enriquecerse en medio de sociedades en las que todos o casi todos logran prosperar, se producen los más feroces y descalificadores ataques. La virtud, aparentemente, está en el igualitarismo. Los neopopulistas siguen pensando que lo bueno y lo justo es que todas las personas posean los mismos bienes y disfruten de los mismos servicios, independientemente del talento que posean, de los esfuerzos que realicen o de la suerte que el azar les depare.
Otro tanto ocurre con la revitalización del individualismo. Para los neopopulistas el neoliberalismo ha traído aparejado un aumento repugnante de la codicia personal y una correspondiente disminución del espíritu solidario. Donde los liberales defienden la necesidad de Estados, instituciones y leyes neutrales, convencidos por la experiencia de que lo contrario conduce al clientelismo y la corrupción, los neopopulistas creen ver una absoluta falta de compasión a la que inmediatamente oponen el comunitarismo o cualquier otra variante vegetariana e inocua del socialismo. Donde los liberales hacen un llamado a la recuperación de la responsabilidad individual, exonerando a la sociedad de la improbable tarea de procurarnos la felicidad, los neopopulistas perciben rasgos de insolidaridad.
En rigor, lo que ha ocurrido es, a un tiempo, fascinante y sorprendente: los neopopulistas, que partieron de un análisis materialista, al perder la argumentación que poseían, se han apoderado del lenguaje religioso, renunciando al examen de la realidad. Ya no tienen en cuenta los hechos sino sólo las motivaciones. Han asumido un discurso teológico de culpas y pecados, en el que se valoran las virtudes del espíritu y se rechazan las flaquezas de la carne. Tener es malo. Luchar por sobresalir es condenable. Lo bueno es la piedad, la conmiseración, el apacible amor por el prójimo. Y nada de eso puede encontrarse en la “selva” del mercado, donde las personas luchan con dientes y uñas para aniquilar a los competidores. Ellos, en cambio, los neopopulistas, representan a los pobres, son los intermediarios de la famélica legión ante el mundo y los únicos capaces de definir el bien común. Ellos irán al cielo. Los neoliberales al infierno. En cierta forma se puede hablar de un debate posmoderno. Los neopopulistas han renunciado a la racionalidad. Les resultaba demasiado incómoda.
Wednesday, August 02, 2006
Liberales y libertarios
Nota del editor: Artículo escrito por Rigoberto Stewart y publicado por Revista Perfiles del siglo XXI, México. Interesante deslinde del liberalismo con tendencias distintas como las anarco-capitalistas, que por la separación de Stewart - y que reproduce la que hace Rothbard, por ejemplo, en su Hacia una nueva Libertad: el Manifiesto Libertario - queda claramente delimitado en sus principios de toda forma de anarquismo. Muy claro y didáctico el artículo de Rigoberto Stewart. Y especialmente, muy útil para ubicar al liberalismo.
Liberales y libertarios luchan por una misma causa: la libertad individual. Sin embargo, el libertarismo enfatiza que todos los seres humanos son iguales y no hay forma de justificar que unos tengan más derechos que otros o que unos puedan utilizar legítimamente la fuerza contra cualquier otro.
Para poder señalar las coincidencias y diferencias entre liberales y libertarios con respecto a cualquier tema, es necesario determinar antes quiénes son y qué entendemos por liberales y libertarios. El término libertarian (libertario) surgió en la América anglosajona para restaurar el significado europeo (¿y latinoamericano?) de liberal. Por esta razón, en principio, el término abarca todas las escuelas de pensamiento liberal, desde el libertarismo moderado de Adam Smith, la concepción del Estado mínimo de Herberth Spencer o el ultradiminuto Estado de Robert Nozick o Arthur Seldon hasta la escuela individualista anarquista de los estadounidenses. La meta de ésta última es una sociedad sin Estado en la que cualquier acto de coerción o agresión de una persona en contra de otra es considerado ilegítimo, excepto en el caso de la defensa propia.
Esta escuela individualista-anarquista se ubica en un extremo del liberalismo, o fuera de ella, según como se vea. En tiempos recientes ha sido representada por pensadores como Murray Rothbard, David Friedman, Hans-Hermann Hoppe y Walter Block. Para los propósitos de este artículo, ésta es la libertaria, y éstos son los libertarios, conocidos también como anarcocapitalistas. Por otra parte, identificamos como liberales a los liberales clásicos, incluyendo a los de orientación evolucionista como Friedrich August von Hayek, a los "Ordo Liberals" alemanes, y a los grandes pensadores latinoamericanos como Carlos A. Montaner, Plinio Apuleyo, Ramón Díaz y varios más, quienes si le encuentran funciones legítimas al Estado.
Los libertarios se distinguen por dos premisas básicas. La primera es que cada ser humano es dueño de sí mismo, por tanto es inaceptable que cualquier otro invada su cuerpo, ya sea a través de la esclavitud, asesinato, violación sexual, asalto, golpiza o cualquier otro acto equivalente. De esta premisa se deriva el axioma moral de la no agresión.
La segunda premisa es que la propiedad legítima de toda persona debe ser resguardada contra la invasión por cualquier otra. El derecho a la propiedad privada significa que los seres humanos pueden utilizar objetos físicos disponibles en la tierra sin cometer un acto de invasión. En concordancia con el axioma de la no agresión, cualquier medio para obtener propiedad que es estrictamente voluntaria es justificado. Por ejemplo, intercambio, regalos, apuestas, herencia, caridad, inversiones, empleo, préstamos, pago de deudas, etc. Y cualquier medio para obtener propiedad que no sea voluntario es inaceptable. Por ejemplo, asalto, robo, estafa, impuestos.
Paradigmas económicos
En su artículo "Liberalismo y Capitalismo", Ramón Díaz señala que "para que el liberalismo impere, se requiere que el capitalismo exista". Los liberales son capitalistas (que en esencia implica capital privado, trabajo libre y mercado libre); ¿lo son los libertarios? Walter Block señala en forma enfática que libertarismo no implica de ninguna manera una forma de organización capitalista: "Rechazamos en forma total y enérgica la visión de que el derecho a la propiedad privada implica lógicamente un modo capitalista. Por el contrario, aseguramos que el libertarismo es tan compatible con el socialismo como con el capitalismo". Y lo clarifica con el siguiente diagrama.
Para los libertarios la distinción relevante no es entre socialismo y capitalismo, sino entre voluntarismo y lo que él llama "coercivismo". Los opuestos son el capitalismo y socialismo voluntarios por un lado y las fuerzas malignas del capitalismo y socialismo coercitivos por el otro. Según la famosa frase de Robert Nozick, laissez-faire permite todo acto capitalista consensuado entre adultos. Pero para la filosofía libertaria, un sistema que permite todo acto socialista consesuado entre adultos es igualmente legítimo. El libertario no acepta el socialismo coercitivo, pero sí el voluntario, como las cooperativas, las comunas, los sindicatos voluntarios, etc. Para él, el núcleo familiar típico es una comuna socialista voluntaria donde se aplica el principio socialista de "cada uno según su habilidad, a cada unos según su necesidad"; y es totalmente aceptable.
Bajo el capitalismo voluntario, el empresario obtiene sus ganancias sólo de la compra voluntaria o consensual del consumidor; la soberanía del consumidor es la frase llamativa de este sistema, y el mercado libre no es más que la totalidad de esas transacciones voluntarias que se llevan a cabo en un área determinada. De ahí se deriva la certeza de que el mercado beneficia a todos los participantes. Sin embargo, no todas las versiones del capitalismo son tan benignas. El capitalismo estatal - o capitalismo monopólico, fascismo económico, capitalismo corporativo o, paradójicamente, socialismo nacional- mantiene una tenue adherencia a las instituciones del mercado libre. Pero ésta es sólo una máscara. En realidad, los intereses corporativos utilizan el gobierno para arrebatarles a los ciudadanos aquello que no obtendrían a través del mercado. Por medio de una serie de protecciones, mordidas, pagos debajo de la mesa, sobornos, impuestos, subsidios, rescates, franquicias, permisos, licencias, cuotas, exenciones, aranceles, favores, etc., el grupo político-empresarial logra expropiar los fondos del público en general.
Economía política
En el área de las políticas económicas hay muchas coincidencias como también diferencias entre las posiciones de los liberales y los libertarios. Los dos grupos cuestionan por igual muchas medidas económicas, pero por diferentes razones. Podríamos afirmar que los liberales tienden a cuestionar las políticas y a sugerir soluciones basadas en la eficiencia económica. Los individualistas-anarquistas, por el contrario, se basan en las dos premisas ya señaladas para juzgar las políticas desde una perspectiva moral. Esta perspectiva los lleva inclusive a adoptar una posición radical en el sentido de que ni siquiera consideran que debería haber una política económica, lo que concuerda con su posición respecto al Estado. Curiosamente, muchos liberales estarían de acuerdo en que esta posición (radical) es compatible con la máxima eficiencia económica; sin embargo, rara vez, la promoverían. Veamos, a manera de ejemplo, la posición de ambos grupos con respecto a cinco políticas económicas específicas.
Los impuestos
Los libertarios adversan los impuestos porque con ellos se viola el sagrado principio del derecho a la propiedad. Según ellos, el impuesto es inmoral por dos razones. Primero, porque viola el derecho que debe tener todo individuo a disponer del fruto de su labor, sin tener que pagar por ello. Segundo, porque impone costos emocionales a los ciudadanos. Los recaudadores actuales tienen la potestad de invadir empresas y hogares para secuestrar libros u otras evidencias. Estas acciones violan la privacidad y las libertades individuales de los ciudadanos. Congruente con su posición sobre el Estado y el derecho a la propiedad, los anarcocapitalistas abogan por la eliminación total de los impuestos.
Los liberales, por su parte, claman por bajos impuestos y por eficiencia en los gastos y la recaudación, porque reconocen que el esquema impositivo genera costos económicos importantes. Por ejemplo, el gobierno incurre en altos costos administrativos y de tipo policíaco para realizar la recaudación, los negocios e individuos deben gastar en contadores o asesores fiscales y en todo lo necesario para cumplir con los impuestos, y la sociedad se empobrece a causa de las distorsiones económicas que estimulan un mal uso de los recursos productivos.
Deuda pública
Para el libertario, la deuda pública -de cualquier monto- es inmoral, porque el individuo es soberano y nadie debe arrogarse el derecho de endeudarse en nombre de otro sin su consentimiento, aunque sea un alto jerarca electo por el pueblo. La deuda pública como acto de agresión resulta evidente cuando se analizan los hechos. Por medio de la deuda externa, el gobierno compromete, con los extranjeros, la producción futura de los ciudadanos, lo que equivale a darlos en concesión, como esclavos, por un tiempo determinado. Además, un alto porcentaje de la deuda pública es contraído con los más ricos de la sociedad. En América Latina es costumbre que el Estado le pida prestado a los más ricos para pagarles granjerías (pensiones, sueldos de lujo, subsidios a la exportación, etc.) a ellos mismos; pero recurre luego al resto de la población para cancelar la deuda. Este esquema es un mecanismo de transferencia de pobres a ricos. Una estafa legalizada. Una inmoralidad.
Los liberales se oponen a la deuda - más bien al exceso de ella- por los efectos económicos negativos que produce. Adversan el uso de la deuda para financiar gastos en vez de inversión, porque esa acción implica que se come en el presente la producción futura de los hijos y nietos. Los liberales refuerzan su oposición con el argumento de que cuando el gobierno recurre a los mercados financieros, toma los recursos que muchas empresas privadas utilizarían para invertir o trabajar, a la vez que hace subir las tasas de interés. Esto implica menos inversión, menos producción, menos empleo productivo y menos creación de riqueza.
Monopolios estatales
Los liberales y los individualistas-anarquistas cuestionan por igual los monopolios estatales, no importa de qué tipo, porque la imposición de esas estructuras de mercado en favor del Estado (entiéndase, los políticos) ocasionan grandes costos económicos, tanto a la sociedad entera como a sus miembros individuales. Esos costos surgen porque:
1.- Los servicios que brindan los monopolios son inferiores en cantidad y calidad, comparados con los que brindan las empresas en competencia.
2.- Dichos monopolios exigen precios más elevados que las empresas en competencia, y
3.- Absorben recursos económicos que el gobierno podría invertir en actividades socialmente más productivas, tales como la infraestructura y los servicios de salud, educación y seguridad ciudadana. El liberal no tiene problemas inclusive con la privatización de los monopolios públicos de infraestructura, siempre que no surja un problema técnico. En caso de duda, los liberales junto con Milton Friedman prefieren un monopolio privado (con el Estado como contrapeso) a uno público.
Además de coincidir con la posición anterior, los libertarios repudian los monopolios estatales porque a través de ellos los gobernantes realizan una doble violación de la libertad económica de los ciudadanos. Primero, se le prohibe al individuo su participación en el mercado como proveedor del bien, infringiendo su derecho a brindar servicios a sus conciudadanos; se le impide una acción que es vital tanto para la prosperidad como para la convivencia pacífica. Segundo, se le impide aprovisionarse del bien o servicio de otra fuente que no sea el monopolio, negándole así el derecho a la elección; un aspecto medular de un sistema basado en la libertad.
Comercio exterior
Para el libertario, solo un comercio exterior cien por ciento libre - de aranceles, cuotas, permisos, etc.- es compatible con el derecho a la propiedad. cualquier intervención del Estado viola el derecho del ciudadano a la libertad económica, viola su derecho a adquirir bienes y servicios del lugar que le resulte más provechoso.
El liberal, por su parte, aboga por un comercio más libre -hasta el cien por ciento inclusive-, porque reconoce que el proteccionismo genera pobreza. Al estimular a los individuos a producir los bienes protegidos en cuya producción el país no goza de ventajas comparativas, el proteccionismo propicia un mal uso de los insumos de producción. Los impuestos a la importación encarecen los bienes y servicios que consume la población; además por los efectos indirectos sobre los costos de producción, dichos impuestos reducen los salarios o la remuneración de la mano de obra. Así, los trabajadores se empobrecen por los dos efectos: ganan menos y deben pagar más por los bienes que consumen.
La emisión monetaria
Los libertarios o anarcocapitalistas se oponen a que el gobierno monopolice la emisión de dinero por las mismas razones que los induce a oponerse a cualquier otro monopolio estatal. El individuo es soberano y no se debe limitar su opción de utilizar cualquier bien como medio para intercambiar con otros. Los liberales, como Hayek, han propuesto las privatizaciones de las monedas no por el argumento anterior, sino porque tienen plena conciencia de los costos económicos que acarrea el mal manejo de las emisiones monetarias. Una de las consecuencias de ese manejo es la inflación, la cual, además de arruinar a grupos específicos de la sociedad, empobrece de forma generalizada porque causa estragos en las relaciones económicas. Por una parte destroza la relación normal de precios, causando que se desvíen muchos insumos a usos menos productivos. Por otra, la inestabilidad de la moneda hace difícil planear y firmar contratos de largo plazo, lo que implica menos inversión, empleo y generación de riqueza.
Conclusión
Si aceptamos y nos circunscribimos a las definiciones utilizadas en este artículo, debemos concluir que el libertario es un liberal muy especial que se guía por premisas, principios o axiomas muy claros, los cuales les dan coherencia total a sus planteamientos. Existe una clara distinción entre el libertario y los demás liberales con respecto al Estado, sus funciones y sus políticas económicas. El Estado no puede utilizar la fuerza para financiar ninguna actividad o función; sin embargo, puede asumir todas las funciones que quiera siempre que la financie voluntariamente y que no utilice la fuerza para impedir que otros individuos participen de esas mismas funciones. Vemos entonces que el libertario no tiene una receta para el tamaño del Estado ni para sus funciones o sus políticas. Pueden tomar cualquier forma, siempre que se cumpla con el axioma de la no agresión a persona o propiedad. Para el libertario, una política del Estado de entregar vivienda gratuita a cierto segmento de la población, que sea financiada por contribuciones voluntarias -como lo haría cualquier fundación- es totalmente aceptable.
Los demás liberales no mantienen esta coherencia. Ellos reconocen también los derechos individuales, pero contrario a los libertarios, le asignan al Estado la función de proteger dichos derechos y, simultáneamente, le dan la facultad de violarlos. Es decir, los demás liberales aceptan tácitamente que el Estado es el único facultado para violar los derechos individuales. He aquí una de las grandes diferencias.
Liberales y libertarios luchan por una misma causa: la libertad individual. Sin embargo, el libertarismo enfatiza que todos los seres humanos son iguales y no hay forma de justificar que unos tengan más derechos que otros o que unos puedan utilizar legítimamente la fuerza contra cualquier otro.
Para poder señalar las coincidencias y diferencias entre liberales y libertarios con respecto a cualquier tema, es necesario determinar antes quiénes son y qué entendemos por liberales y libertarios. El término libertarian (libertario) surgió en la América anglosajona para restaurar el significado europeo (¿y latinoamericano?) de liberal. Por esta razón, en principio, el término abarca todas las escuelas de pensamiento liberal, desde el libertarismo moderado de Adam Smith, la concepción del Estado mínimo de Herberth Spencer o el ultradiminuto Estado de Robert Nozick o Arthur Seldon hasta la escuela individualista anarquista de los estadounidenses. La meta de ésta última es una sociedad sin Estado en la que cualquier acto de coerción o agresión de una persona en contra de otra es considerado ilegítimo, excepto en el caso de la defensa propia.
Esta escuela individualista-anarquista se ubica en un extremo del liberalismo, o fuera de ella, según como se vea. En tiempos recientes ha sido representada por pensadores como Murray Rothbard, David Friedman, Hans-Hermann Hoppe y Walter Block. Para los propósitos de este artículo, ésta es la libertaria, y éstos son los libertarios, conocidos también como anarcocapitalistas. Por otra parte, identificamos como liberales a los liberales clásicos, incluyendo a los de orientación evolucionista como Friedrich August von Hayek, a los "Ordo Liberals" alemanes, y a los grandes pensadores latinoamericanos como Carlos A. Montaner, Plinio Apuleyo, Ramón Díaz y varios más, quienes si le encuentran funciones legítimas al Estado.
Los libertarios se distinguen por dos premisas básicas. La primera es que cada ser humano es dueño de sí mismo, por tanto es inaceptable que cualquier otro invada su cuerpo, ya sea a través de la esclavitud, asesinato, violación sexual, asalto, golpiza o cualquier otro acto equivalente. De esta premisa se deriva el axioma moral de la no agresión.
La segunda premisa es que la propiedad legítima de toda persona debe ser resguardada contra la invasión por cualquier otra. El derecho a la propiedad privada significa que los seres humanos pueden utilizar objetos físicos disponibles en la tierra sin cometer un acto de invasión. En concordancia con el axioma de la no agresión, cualquier medio para obtener propiedad que es estrictamente voluntaria es justificado. Por ejemplo, intercambio, regalos, apuestas, herencia, caridad, inversiones, empleo, préstamos, pago de deudas, etc. Y cualquier medio para obtener propiedad que no sea voluntario es inaceptable. Por ejemplo, asalto, robo, estafa, impuestos.
Paradigmas económicos
En su artículo "Liberalismo y Capitalismo", Ramón Díaz señala que "para que el liberalismo impere, se requiere que el capitalismo exista". Los liberales son capitalistas (que en esencia implica capital privado, trabajo libre y mercado libre); ¿lo son los libertarios? Walter Block señala en forma enfática que libertarismo no implica de ninguna manera una forma de organización capitalista: "Rechazamos en forma total y enérgica la visión de que el derecho a la propiedad privada implica lógicamente un modo capitalista. Por el contrario, aseguramos que el libertarismo es tan compatible con el socialismo como con el capitalismo". Y lo clarifica con el siguiente diagrama.
Para los libertarios la distinción relevante no es entre socialismo y capitalismo, sino entre voluntarismo y lo que él llama "coercivismo". Los opuestos son el capitalismo y socialismo voluntarios por un lado y las fuerzas malignas del capitalismo y socialismo coercitivos por el otro. Según la famosa frase de Robert Nozick, laissez-faire permite todo acto capitalista consensuado entre adultos. Pero para la filosofía libertaria, un sistema que permite todo acto socialista consesuado entre adultos es igualmente legítimo. El libertario no acepta el socialismo coercitivo, pero sí el voluntario, como las cooperativas, las comunas, los sindicatos voluntarios, etc. Para él, el núcleo familiar típico es una comuna socialista voluntaria donde se aplica el principio socialista de "cada uno según su habilidad, a cada unos según su necesidad"; y es totalmente aceptable.
Bajo el capitalismo voluntario, el empresario obtiene sus ganancias sólo de la compra voluntaria o consensual del consumidor; la soberanía del consumidor es la frase llamativa de este sistema, y el mercado libre no es más que la totalidad de esas transacciones voluntarias que se llevan a cabo en un área determinada. De ahí se deriva la certeza de que el mercado beneficia a todos los participantes. Sin embargo, no todas las versiones del capitalismo son tan benignas. El capitalismo estatal - o capitalismo monopólico, fascismo económico, capitalismo corporativo o, paradójicamente, socialismo nacional- mantiene una tenue adherencia a las instituciones del mercado libre. Pero ésta es sólo una máscara. En realidad, los intereses corporativos utilizan el gobierno para arrebatarles a los ciudadanos aquello que no obtendrían a través del mercado. Por medio de una serie de protecciones, mordidas, pagos debajo de la mesa, sobornos, impuestos, subsidios, rescates, franquicias, permisos, licencias, cuotas, exenciones, aranceles, favores, etc., el grupo político-empresarial logra expropiar los fondos del público en general.
Economía política
En el área de las políticas económicas hay muchas coincidencias como también diferencias entre las posiciones de los liberales y los libertarios. Los dos grupos cuestionan por igual muchas medidas económicas, pero por diferentes razones. Podríamos afirmar que los liberales tienden a cuestionar las políticas y a sugerir soluciones basadas en la eficiencia económica. Los individualistas-anarquistas, por el contrario, se basan en las dos premisas ya señaladas para juzgar las políticas desde una perspectiva moral. Esta perspectiva los lleva inclusive a adoptar una posición radical en el sentido de que ni siquiera consideran que debería haber una política económica, lo que concuerda con su posición respecto al Estado. Curiosamente, muchos liberales estarían de acuerdo en que esta posición (radical) es compatible con la máxima eficiencia económica; sin embargo, rara vez, la promoverían. Veamos, a manera de ejemplo, la posición de ambos grupos con respecto a cinco políticas económicas específicas.
Los impuestos
Los libertarios adversan los impuestos porque con ellos se viola el sagrado principio del derecho a la propiedad. Según ellos, el impuesto es inmoral por dos razones. Primero, porque viola el derecho que debe tener todo individuo a disponer del fruto de su labor, sin tener que pagar por ello. Segundo, porque impone costos emocionales a los ciudadanos. Los recaudadores actuales tienen la potestad de invadir empresas y hogares para secuestrar libros u otras evidencias. Estas acciones violan la privacidad y las libertades individuales de los ciudadanos. Congruente con su posición sobre el Estado y el derecho a la propiedad, los anarcocapitalistas abogan por la eliminación total de los impuestos.
Los liberales, por su parte, claman por bajos impuestos y por eficiencia en los gastos y la recaudación, porque reconocen que el esquema impositivo genera costos económicos importantes. Por ejemplo, el gobierno incurre en altos costos administrativos y de tipo policíaco para realizar la recaudación, los negocios e individuos deben gastar en contadores o asesores fiscales y en todo lo necesario para cumplir con los impuestos, y la sociedad se empobrece a causa de las distorsiones económicas que estimulan un mal uso de los recursos productivos.
Deuda pública
Para el libertario, la deuda pública -de cualquier monto- es inmoral, porque el individuo es soberano y nadie debe arrogarse el derecho de endeudarse en nombre de otro sin su consentimiento, aunque sea un alto jerarca electo por el pueblo. La deuda pública como acto de agresión resulta evidente cuando se analizan los hechos. Por medio de la deuda externa, el gobierno compromete, con los extranjeros, la producción futura de los ciudadanos, lo que equivale a darlos en concesión, como esclavos, por un tiempo determinado. Además, un alto porcentaje de la deuda pública es contraído con los más ricos de la sociedad. En América Latina es costumbre que el Estado le pida prestado a los más ricos para pagarles granjerías (pensiones, sueldos de lujo, subsidios a la exportación, etc.) a ellos mismos; pero recurre luego al resto de la población para cancelar la deuda. Este esquema es un mecanismo de transferencia de pobres a ricos. Una estafa legalizada. Una inmoralidad.
Los liberales se oponen a la deuda - más bien al exceso de ella- por los efectos económicos negativos que produce. Adversan el uso de la deuda para financiar gastos en vez de inversión, porque esa acción implica que se come en el presente la producción futura de los hijos y nietos. Los liberales refuerzan su oposición con el argumento de que cuando el gobierno recurre a los mercados financieros, toma los recursos que muchas empresas privadas utilizarían para invertir o trabajar, a la vez que hace subir las tasas de interés. Esto implica menos inversión, menos producción, menos empleo productivo y menos creación de riqueza.
Monopolios estatales
Los liberales y los individualistas-anarquistas cuestionan por igual los monopolios estatales, no importa de qué tipo, porque la imposición de esas estructuras de mercado en favor del Estado (entiéndase, los políticos) ocasionan grandes costos económicos, tanto a la sociedad entera como a sus miembros individuales. Esos costos surgen porque:
1.- Los servicios que brindan los monopolios son inferiores en cantidad y calidad, comparados con los que brindan las empresas en competencia.
2.- Dichos monopolios exigen precios más elevados que las empresas en competencia, y
3.- Absorben recursos económicos que el gobierno podría invertir en actividades socialmente más productivas, tales como la infraestructura y los servicios de salud, educación y seguridad ciudadana. El liberal no tiene problemas inclusive con la privatización de los monopolios públicos de infraestructura, siempre que no surja un problema técnico. En caso de duda, los liberales junto con Milton Friedman prefieren un monopolio privado (con el Estado como contrapeso) a uno público.
Además de coincidir con la posición anterior, los libertarios repudian los monopolios estatales porque a través de ellos los gobernantes realizan una doble violación de la libertad económica de los ciudadanos. Primero, se le prohibe al individuo su participación en el mercado como proveedor del bien, infringiendo su derecho a brindar servicios a sus conciudadanos; se le impide una acción que es vital tanto para la prosperidad como para la convivencia pacífica. Segundo, se le impide aprovisionarse del bien o servicio de otra fuente que no sea el monopolio, negándole así el derecho a la elección; un aspecto medular de un sistema basado en la libertad.
Comercio exterior
Para el libertario, solo un comercio exterior cien por ciento libre - de aranceles, cuotas, permisos, etc.- es compatible con el derecho a la propiedad. cualquier intervención del Estado viola el derecho del ciudadano a la libertad económica, viola su derecho a adquirir bienes y servicios del lugar que le resulte más provechoso.
El liberal, por su parte, aboga por un comercio más libre -hasta el cien por ciento inclusive-, porque reconoce que el proteccionismo genera pobreza. Al estimular a los individuos a producir los bienes protegidos en cuya producción el país no goza de ventajas comparativas, el proteccionismo propicia un mal uso de los insumos de producción. Los impuestos a la importación encarecen los bienes y servicios que consume la población; además por los efectos indirectos sobre los costos de producción, dichos impuestos reducen los salarios o la remuneración de la mano de obra. Así, los trabajadores se empobrecen por los dos efectos: ganan menos y deben pagar más por los bienes que consumen.
La emisión monetaria
Los libertarios o anarcocapitalistas se oponen a que el gobierno monopolice la emisión de dinero por las mismas razones que los induce a oponerse a cualquier otro monopolio estatal. El individuo es soberano y no se debe limitar su opción de utilizar cualquier bien como medio para intercambiar con otros. Los liberales, como Hayek, han propuesto las privatizaciones de las monedas no por el argumento anterior, sino porque tienen plena conciencia de los costos económicos que acarrea el mal manejo de las emisiones monetarias. Una de las consecuencias de ese manejo es la inflación, la cual, además de arruinar a grupos específicos de la sociedad, empobrece de forma generalizada porque causa estragos en las relaciones económicas. Por una parte destroza la relación normal de precios, causando que se desvíen muchos insumos a usos menos productivos. Por otra, la inestabilidad de la moneda hace difícil planear y firmar contratos de largo plazo, lo que implica menos inversión, empleo y generación de riqueza.
Conclusión
Si aceptamos y nos circunscribimos a las definiciones utilizadas en este artículo, debemos concluir que el libertario es un liberal muy especial que se guía por premisas, principios o axiomas muy claros, los cuales les dan coherencia total a sus planteamientos. Existe una clara distinción entre el libertario y los demás liberales con respecto al Estado, sus funciones y sus políticas económicas. El Estado no puede utilizar la fuerza para financiar ninguna actividad o función; sin embargo, puede asumir todas las funciones que quiera siempre que la financie voluntariamente y que no utilice la fuerza para impedir que otros individuos participen de esas mismas funciones. Vemos entonces que el libertario no tiene una receta para el tamaño del Estado ni para sus funciones o sus políticas. Pueden tomar cualquier forma, siempre que se cumpla con el axioma de la no agresión a persona o propiedad. Para el libertario, una política del Estado de entregar vivienda gratuita a cierto segmento de la población, que sea financiada por contribuciones voluntarias -como lo haría cualquier fundación- es totalmente aceptable.
Los demás liberales no mantienen esta coherencia. Ellos reconocen también los derechos individuales, pero contrario a los libertarios, le asignan al Estado la función de proteger dichos derechos y, simultáneamente, le dan la facultad de violarlos. Es decir, los demás liberales aceptan tácitamente que el Estado es el único facultado para violar los derechos individuales. He aquí una de las grandes diferencias.
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